Colonizadores e invasores
La
cultura de los grandes pueblos cazadores del Paleolítico superior en Occidente
decae desde el séptimo milenio a. de J.C. al compás de las profundas
alteraciones climáticas. En la Península asistimos a éste mismo proceso. Muchos
lugares del país se desertizan y pierden parte de su población. Sólo las costas
y algunas zonas montañosas ofrecen posibilidades de existencia a una fauna
menor y a sus diseminados perseguidores. En los Pirineos habitan unos grupos de
montañeses que adoran cantos pintados —los azilienses—, mientras que a lo largo
del litoral cantábrico y atlántico hallamos establecida una población de
comedores de mariscos —los asturienses—. En el andén mediterráneo, sobre todo
en el Bajo Ebro y Almería, perviven tribus con un instrumental microlítico. Con
él dan caza a ciervos y jabalíes. Su nombre es muy discutido: se les llamó
capsienses (creyéndolos relacionados con pueblos africanos); hoy se les
considera autóctonos, como una prolongación de los perigordienses del Paleolítico
superior. Estas complicaciones no deben preocuparnos. Los hechos importantes
son el descenso cultural de la Península durante el Mesolítico y la paulatina
diferenciación de sus habitantes en áreas geográficas homogéneas.
Mientras
tanto, en Mesopotamia y Egipto estalla la revolución mental y técnica que
inaugura la historia moderna de la humanidad. Nos hallamos en el año 5000 a. de
J.C. En muy poco tiempo sobrevienen las decisivas conquistas de la domesticación
de animales, el pastoreo, la agricultura, la alfarería, la habitación, la
fundición de los metales y la navegación fluvial y marítima. Es el triunfo del
intelecto sobre la rutina de la magia. Llamada —con escasa fortuna— revolución
neolítica, va a dar al Próximo Oriente la capitalidad mundial durante cuatro
milenios. De aquellas tierras saldrán las innovaciones materiales y técnicas
(la agricultura y la metalurgia, sobre todo); pero también las grandes
religiones. Poco a poco, en sucesivas oleadas, irán integrando el mundo
mediterráneo. Primero actuarán por mimetismo; después por colonizadores
interpuestos; finalmente, ellos mismos se atreverán a navegar hasta el temible
y lejano Occidente. Los pueblos de la Península hispánica quedarán entonces
plenamente incorporados a la civilización nacida en el oriente del Mediterráneo.
Es
posible datar las primeras infiltraciones del nuevo género de vida en la Península
alrededor del año 3000 a. de J.C. En efecto, los arqueólogos han descubierto
restos de grupos de hombres que vivían en cuevas o chozas de ramaje, y conocían
el pastoreo y una agricultura muy rudimentaria. La practicaban con azadas y
palos puntiagudos. Estos neolíticos antiguos pertenecían al mismo tipo humano
que predominaba en el litoral mediterráneo desde los perigordienses. Ninguna
invasión a registrar y mucho menos procedente de África del Norte, que en aquel
momento está tan atrasada como los pueblos peninsulares respecto al desarrollo
de la cultura en el Próximo Oriente. Esto hace sospechar que las primeras
reformas neolíticas se transmitirían de modo muy lento, a través del Mediterráneo
e incluso de Europa (aquí, partiendo de la cuenca del Danubio).
Pocos
siglos después asistimos a la presión directa de los colonizadores orientales
en la Península. Navegantes partidos de aquel punto del Mediterráneo se
establecen en Liguria, Provenza, Cataluña y Valencia, aportan nuevas
contribuciones materiales, y, sobre todo, una forma de cerámica típica (la
cardial). Este impacto viene seguido por otro mucho más decisivo y penetrante:
el del pueblo llamado almeriense, que levantó sus acrópolis en la región de
Almería, y desde allí, paulatinamente, fue extendiendo la verdadera agricultura
neolítica de un lado hacia Andalucía y de otro hacia Cataluña. Allí fue donde
caló más hondo y de donde irradió hacia Portugal. El centro y el norte de la
Península recibieron con gran retraso tan sustanciales adelantos.
Aproximadamente
nos hallamos ahora sobre el año 2500 a. de J.C. Andalucía conoce un verdadero
desarrollo, bajo la tutela de jefes tribales que pueden acumular tesoros y
hacerse construir alguna que otra tumba monumental —lejano recuerdo del Egipto
faraónico, núcleo, ya olvidado, de la nueva cultura hispánica—. Pero su
esplendor máximo lo alcanzó poco después, cuando los navegantes orientales
llevaron a España, a través de Almería, la metalurgia del cobre y la religión
megalítica. En estos años, bordeando quizá el comienzo del segundo milenio, los
primeros pueblos hispanos son arrebatados al paleoliticismo y puestos en el
sendero de su existencia histórica.
El
impacto de la tercera oleada oriental sobre la Península —quizá relacionada con
la hegemonía cretense en el Egeo— provocó un florecimiento cultural inaudito.
Los misioneros de los megalitos —las grandes catedrales de aquella época— no sólo
enseñaban la labranza y el arte de obtener el cobre, sino una religión de altos
valores morales, presidida por el culto a los muertos, dispensadores de toda
fertilidad, y al fuego y al rayo, que purifican y consagran. Llevaron su buena
nueva hasta Portugal y Galicia, que en este momento adquieren su primera
plenitud cultural; más allá llegaron a Bretaña, Cornualles e Irlanda. En todas
estas regiones triunfaron los megalitos, en sus varias formas: sepulcro de
corredor y de cúpula, dólmenes, galerías y cistas.
Bajo
la influencia de la cultura megalítica, el sur de España alcanza su primera
edad de oro. Una serie de poderosos jefes, establecidos en Los Millares y en
las ricas regiones agrarias de Carmona, Antequera, Sevilla y Huelva, gobiernan
un pueblo activo y diligente, diestro en las más varias actividades artesanas.
En su seno nace el vaso campaniforme, imitación de las finas cestas que tejían
los campesinos del valle del Guadalquivir. Hay quien quiere relacionar la
expansión de este vaso con la de un pueblo braquicéfalo, llegado de Asia Menor.
Es muy posible que no sea necesario aceptar una hipótesis que complica
enormemente el cuadro cultural hispánico del neolítico final. De la misma
Andalucía o del litoral mediterráneo podría partir un grupo de artesanos nómadas,
al que luego se halla en todas las encrucijadas estratégicas del comercio
internacional de la época: en Cataluña y en Alsacia, en el Bajo Rin y en
Moravia, en Sajonia y el Bajo Elba. La expansión del vaso campaniforme
corresponde a la potencia cultural suscitada en Andalucía por la conversión al
megalitismo.
Otra
zona que los megalíticos conquistaron es la pirenaica. Grupos de pastores mesocéfalos,
lejanos precursores de los actuales vascos, colonizan la cordillera desde el País
Vasco a Cataluña. Así se dibuja una nueva área cultural, un área de transición
entre el Lenguadoc y el valle del Ebro, que en muchos aspectos recuerda el ámbito
aquitanocantábrico del arte rupestre y las supervivencias azilienses.
Después
de esta época de fulgor megalítico, los pueblos peninsulares decaen
paulatinamente. En Portugal, Andalucía, la costa mediterránea y los Pirineos,
para no hablar de la Meseta y la orla cantábrica, se observa un bajón cultural.
De él se saldrá con la introducción de la metalurgia del Bronce por un pueblo
que se estableció en la misma región de Almería entre el 1900 y el 1600 a. de
J.C., y que desde allí fue irradiando las nuevas técnicas del bronce y una
serie de tipos artísticos, bélicos y culturales hacia el Levante, Centro y Poniente.
Es posible que no sea un pueblo en movimiento, sino que, como de costumbre, se
trate de grupos de colonizadores en sistema de factoría. En todo caso, su papel
civilizador es el mismo. Los arqueólogos han bautizado esta cultura con el
nombre de El Argar. Otra vez no han tenido acierto.
Con
los argáricos el problema de la Península alcanza entidad mediterránea. Los
Estados del Próximo Oriente necesitan estaño para fabricar sus armas y sus útiles,
y el estaño sólo se encuentra en el más lejano Occidente o bien en las etapas
hispánicas. Ello conducirá a los fenicios a hacer acto de presencia en la vida
de Tarshish, un país rico en planta, minerales y objetos exóticos. Tarshish es
la versión bíblica de Tartessos, la rica capital de Andalucía. En sus costas, y
concretamente en Cádiz, se afincarán los fenicios a comienzos ya del primer
milenio a. de J.C. Y desde aquel momento iniciarán una serie de fructuosas
relaciones mercantiles, y culturales, que tuvieron gran repercusión en los
puertos del oriente del Mediterráneo. En todos ellos se hablaba de los
fabulosos tesoros de Occidente. Sucesores en cierto modo de los cretenses, los
helenos decidieron repetir la aventura marítima de los púnicos. Y ya
directamente desde Asia Menor o desde sus colonias en Italia, Magna Grecia y
Provenza, dieron su salto a España (siglo VI a. de J.C). Una de sus principales
fundaciones fue Emporion (golfo de Rosas), llave del Occidente griego en
Iberia.
Mientras
fenicios y helenos potencian la riqueza de los pueblos asentados en el litoral
mediterráneo, desde Cataluña a Andalucía, que conocen con el nombre genérico de
iberos, en el interior de la Península ha acaecido un hecho a no dudar
importante. El pueblo celta ha penetrado por los Pirineos (900-650 a. de J.C.)
y después de ocupar buena parte de la Península, posiblemente hasta el Tajo y
el Júcar, difunde en ella la metalurgia del hierro, que ha conocido en su
patria danubiana. Esta invasión tuvo inmediatas repercusiones en orden a
algunos factores materiales y culturales. Además, en determinados lugares
impuso una casta guerrera sobre un pueblo de agricultores, mientras en otros se
fusionaba con los indígenas.
Sobre
todo ello estamos muy mal informados y lo estaremos siempre, porque los celtas
introdujeron la incineración de los cadáveres y los iberos adoptaron esta práctica.
Y los muertos no podrán hablar jamás. La lingüística y la arqueología aplicadas
al caso son manzanas de discordia, puesto que en los celtas un grupo de autores
halla los precedentes del germanismo en la Península —con todo lo que supone en
relación con los visigodos y su monarquía unitaria—, mientras que otros ven en
los iberos del Sur y del Este la expresión más adecuada de la futura
idiosincrasia hispánica. Nada menos convincente. Tales iberos y tales celtas
fueron grupos muy complejos, a los cuales no puede aplicarse ningún canon
psicológico y mucho menos cuando sólo son intuitivos y generalizadores (los
iberos: agrarios, urbanos, blandos y poco consistentes; y los celtas: pastores,
rústicos, rudos y violentos). Sólo sabemos que sus lenguas eran distintas, así
como también su actitud ante la vida. Pero entre los iberos y los celtas y los
futuros hispani aún había de pasar un
milenio.
En
el instante en que Roma va a penetrar en la Península, ésta se presenta todavía
como algo muy primitivo, con la excepción del área andaluza (o turdetana) y del
área mediterránea (o ibérica), donde la influencia cultural y económica de los
extranjeros ha sido más intensa. En todas partes se manifiesta un pujante
cantonalismo, tanto entre los jefes de las ricas poblaciones ibéricas del
litoral, como entre los príncipes celtibéricos y célticos del interior. Entre
estos últimos descuellan los lusitanos (en Portugal) por sus mayores
posibilidades económicas y sus crujientes estructuras sociales. En cuanto al
Norte cantábrico y galaico, se mantiene arcaico y desconfiado contra cualquier
novedad. Hasta el siglo X, allí se mantendrán en reserva las fuerzas de
recuperación del país.
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