Las invasiones africanas
y la difusión del ideal de Cruzada
y la difusión del ideal de Cruzada
Con
el advenimiento del siglo XII acaece el despliegue de la contraofensiva
musulmana en la Península. Hecho de larguísimo alcance, ya que, a consecuencia
del mismo, se desarrollará el espíritu de Cruzada, que imbuye desde entonces el
ideal castellano y lo transforma en fuerza «divina», y se consolidará la
situación política de las Españas, definida por la presencia de los Tres
Reinos: Portugal, Castilla y la Corona de Aragón.
El
curso previsible de los acontecimientos después de la torna de Toledo —rápida
eliminación del dominio político del Islam en España, integración de musulmanes
y cristianos, restauración de la monarquía goda en el reino de Castilla— fue
interrumpido bruscamente por la invasión de los almorávides. Eran éstos fanáticos
guerreros del Sahara que, después de haberse adueñado de Marruecos, acudieron a
España, en defensa de los reinos de Taifa. Desde 1086 plantearon la lucha
contra los cristianos con una intolerancia primaria e intransigente que jamás
había estado prendida a la bandera califal. Sus sucesores en la palestra hispánica,
los almohades (desde 1146), aunque mucho más cultos y transigentes, recogieron
su tendencia militar avasalladora. Esta dureza espiritual, encaramada en las
crestas de las victorias militares (Sagrajas, 1086; Valencia, 1102; Uclés,
1108), produjo una reacción del mismo signo en sus oponentes castellanos y
leoneses. En esta época, al filo del siglo XII, surge el ideal de Reconquista
como eliminación violenta de los musulmanes de las tierras de España, tanto por
su calidad de «usurpadores» de lo visigodo, como, y este hecho es esencial, de
adversarios de la fe católica. Europa, llevada por la misma vía en el empeño místico
de rescatar los Santos Lugares, no sólo no detiene a la Cristiandad hispánica,
sino que la alienta en sus aspiraciones. Por esta causa, la Santa Sede adquiere
desde esta centuria un papel relevante y a veces decisivo en el hacerse de España.
Durante
la generación que siguió a la derrota de Uclés, el reino castellano se debatió
en la impotencia. El empujón vital que había recibido en la centuria anterior
se traducía ahora en desajustes de su estructura, tanto más sensibles cuanto
redoblaban los golpes del adversario en la frontera del Tajo. La aristocracia
se había beneficiado de las conquistas de Alfonso VI y planteaba constantes
reivindicaciones a la monarquía, inaugurando así un proceso que culminó en la
gran guerra civil del siglo XV. También en la fachada atlántica la
intranquilidad era notoria. El recién establecido condado de Portugal se dirigía
hacia la independencia y arrastraba en este movimiento a la rica Galicia del
camino de Santiago y de los grandes monasterios. Es más, la repoblación había
vaciado las comarcas del Cantábrico de sus reservas demográficas y las nuevas
fronteras se humanizaban con desesperante lentitud. El caso del campo de
Salamanca, es uno entre los muchos ejemplos que pueden esgrimirse. En resumen,
la actividad de Castilla disminuye y se paraliza sensiblemente.
Tales
son las circunstancias de base que parecen presidir la honda crisis castellana
durante el reinado de doña Urraca (1109-1126), cuyo epicentro radicó en
Galicia, y que dio lugar a la fragmentación del Estado a la muerte de su hijo
Alfonso VII. León reivindicó su independencia con Fernando II y Portugal la
obtuvo en 1143 infeudándose al Papado y desconociendo los derechos del
unitarismo neogótico alegados por la cancillería castellana. Ésta había creado
bajo el reinado de Alfonso VII (1126-1157) un título imperial castellano, en
que se fundían el leonesismo, la realidad política peninsular (ocupación de
Zaragoza, 1134, vasallaje de los monarcas aragoneses por este antiguo reino
moro) y el deseo de contrarrestar las aspiraciones de Federico Barbarroja de
Alemania. Pero el Imperio proclamado en León en 1135 —Imperio de nuevo cuño—
fue flor de un día, puesto que se hallaba en íntima contradicción con la lógica
de los hechos, sobre todo con la debilidad estructural castellana; de ahí que
Castilla no pudiera resistir el violento tirón independentista de León y
Portugal. La realidad del momento se expresa mejor en el tratado concertado por
Alfonso VII con Ramón Berenguer IV de Barcelona (Tudilén, 1151), fijando los límites
de las futuras zonas de reconquista peninsular.
La
liquidación del ideal neogótico y su sustitución por el de Cruzada tiene su
reflejo en dos fenómenos que acaecen en la segunda mitad del siglo XI. Uno de
ellos es la colaboración de los distintos reinos peninsulares en empresas
comunes (Almería, 1147; Cuenca, 1177). Evidentemente, su importancia es obvia
porque pone de relieve el interés de cada Estado en las empresas comunes y
establece las bases que llevarán al éxito colectivo de las armas cristianas
sobre los almohades en la batalla de las Navas de Tolosa (1212). El segundo
proceso se refiere al establecimiento de las Órdenes Militares en la zona
fronteriza musulmana, tanto en Aragón como en Castilla. Esas organizaciones
religiosas y militares ocuparon extensas regiones en la Meseta Sur, e
introdujeron en ellas el régimen de latifundios y economía pastoril contrario
al primer signo de la colonización castellana de la altiplanicie duriense —comunidades
concejiles de tipo agrario— y a la tradición agrícola musulmana. Además, en
esta zona cuajó el tajante espíritu de intransigencia religiosa con que se
dirimió a partir de entonces la Reconquista en España.
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