sábado, 6 de abril de 2013

9.Las invasiones africanas y la difusión del ideal de Cruzada


 Las invasiones africanas
 y la difusión del ideal de Cruzada
 

            Con el advenimiento del siglo XII acaece el despliegue de la contraofensiva musulmana en la Península. Hecho de larguísimo alcance, ya que, a consecuencia del mismo, se desarrollará el espíritu de Cruzada, que imbuye desde entonces el ideal castellano y lo transforma en fuerza «divina», y se consolidará la situación política de las Españas, definida por la presencia de los Tres Reinos: Portugal, Castilla y la Corona de Aragón.
            El curso previsible de los acontecimientos después de la torna de Toledo —rápida eliminación del dominio político del Islam en España, integración de musulmanes y cristianos, restauración de la monarquía goda en el reino de Castilla— fue interrumpido bruscamente por la invasión de los almorávides. Eran éstos fanáticos guerreros del Sahara que, después de haberse adueñado de Marruecos, acudieron a España, en defensa de los reinos de Taifa. Desde 1086 plantearon la lucha contra los cristianos con una intolerancia primaria e intransigente que jamás había estado prendida a la bandera califal. Sus sucesores en la palestra hispánica, los almohades (desde 1146), aunque mucho más cultos y transigentes, recogieron su tendencia militar avasalladora. Esta dureza espiritual, encaramada en las crestas de las victorias militares (Sagrajas, 1086; Valencia, 1102; Uclés, 1108), produjo una reacción del mismo signo en sus oponentes castellanos y leoneses. En esta época, al filo del siglo XII, surge el ideal de Reconquista como eliminación violenta de los musulmanes de las tierras de España, tanto por su calidad de «usurpadores» de lo visigodo, como, y este hecho es esencial, de adversarios de la fe católica. Europa, llevada por la misma vía en el empeño místico de rescatar los Santos Lugares, no sólo no detiene a la Cristiandad hispánica, sino que la alienta en sus aspiraciones. Por esta causa, la Santa Sede adquiere desde esta centuria un papel relevante y a veces decisivo en el hacerse de España.
            Durante la generación que siguió a la derrota de Uclés, el reino castellano se debatió en la impotencia. El empujón vital que había recibido en la centuria anterior se traducía ahora en desajustes de su estructura, tanto más sensibles cuanto redoblaban los golpes del adversario en la frontera del Tajo. La aristocracia se había beneficiado de las conquistas de Alfonso VI y planteaba constantes reivindicaciones a la monarquía, inaugurando así un proceso que culminó en la gran guerra civil del siglo XV. También en la fachada atlántica la intranquilidad era notoria. El recién establecido condado de Portugal se dirigía hacia la independencia y arrastraba en este movimiento a la rica Galicia del camino de Santiago y de los grandes monasterios. Es más, la repoblación había vaciado las comarcas del Cantábrico de sus reservas demográficas y las nuevas fronteras se humanizaban con desesperante lentitud. El caso del campo de Salamanca, es uno entre los muchos ejemplos que pueden esgrimirse. En resumen, la actividad de Castilla disminuye y se paraliza sensiblemente.
            Tales son las circunstancias de base que parecen presidir la honda crisis castellana durante el reinado de doña Urraca (1109-1126), cuyo epicentro radicó en Galicia, y que dio lugar a la fragmentación del Estado a la muerte de su hijo Alfonso VII. León reivindicó su independencia con Fernando II y Portugal la obtuvo en 1143 infeudándose al Papado y desconociendo los derechos del unitarismo neogótico alegados por la cancillería castellana. Ésta había creado bajo el reinado de Alfonso VII (1126-1157) un título imperial castellano, en que se fundían el leonesismo, la realidad política peninsular (ocupación de Zaragoza, 1134, vasallaje de los monarcas aragoneses por este antiguo reino moro) y el deseo de contrarrestar las aspiraciones de Federico Barbarroja de Alemania. Pero el Imperio proclamado en León en 1135 —Imperio de nuevo cuño— fue flor de un día, puesto que se hallaba en íntima contradicción con la lógica de los hechos, sobre todo con la debilidad estructural castellana; de ahí que Castilla no pudiera resistir el violento tirón independentista de León y Portugal. La realidad del momento se expresa mejor en el tratado concertado por Alfonso VII con Ramón Berenguer IV de Barcelona (Tudilén, 1151), fijando los límites de las futuras zonas de reconquista peninsular.
            La liquidación del ideal neogótico y su sustitución por el de Cruzada tiene su reflejo en dos fenómenos que acaecen en la segunda mitad del siglo XI. Uno de ellos es la colaboración de los distintos reinos peninsulares en empresas comunes (Almería, 1147; Cuenca, 1177). Evidentemente, su importancia es obvia porque pone de relieve el interés de cada Estado en las empresas comunes y establece las bases que llevarán al éxito colectivo de las armas cristianas sobre los almohades en la batalla de las Navas de Tolosa (1212). El segundo proceso se refiere al establecimiento de las Órdenes Militares en la zona fronteriza musulmana, tanto en Aragón como en Castilla. Esas organizaciones religiosas y militares ocuparon extensas regiones en la Meseta Sur, e introdujeron en ellas el régimen de latifundios y economía pastoril contrario al primer signo de la colonización castellana de la altiplanicie duriense —comunidades concejiles de tipo agrario— y a la tradición agrícola musulmana. Además, en esta zona cuajó el tajante espíritu de intransigencia religiosa con que se dirimió a partir de entonces la Reconquista en España.

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