sábado, 6 de abril de 2013

3.Hispania romana


Hispania romana
 

            Las peripecias de la segunda guerra púnica, en la que se dirimió el dominio del Mediterráneo occidental entre Roma y Cartago (siglo III a. de J.C.), convirtieron a la Península hispánica, por vez primera, en escenario de importancia en la historia universal. Adaptada febrilmente, por obra de la familia cartaginesa de los Bárcidas (Amilcar, Asdrúbal y Aníbal), como base estratégica para contrarrestar los éxitos de Roma en Sicilia, sus hombres se insertaron en la gran lucha mediterránea sin presentir que, al cabo de la misma, había de brotar una transformación completa en su panorama social y cultural. El contraataque desencadenado por los romanos contra la desbordante campaña de Aníbal en Italia llevó a las costas hispánicas no sólo un ejército —el de los Escipiónidas—, sino una compleja mentalidad, alumbrada en el opuesto litoral del Egeo y matizada por el temperamento y las costumbres del Lacio. Las legiones vencedoras de los cartagineses, gracias a la pericia de Publio Cornelio Escipión, incorporaron al naciente imperialismo romano una colonia: Hispania; pero, al mismo tiempo, iniciaron al país en las complejas perfecciones de la cultura helénica, de las que sus habitantes sólo habían gustado las primeras mieles a raíz del establecimiento en el litoral levantino de las colonias griegas.
            Corno todo proceso de colonización profunda, la conquista romana del suelo peninsular implicó violentas reacciones de los nativos. No hay que buscar en las mismas un ideal patriótico singular; simplemente, fue la réplica del indígena ante las novedades y las expropiaciones impuestas por los extranjeros. Éstos, dotados de una organización superior, sofocaron con rapidez los sucesivos incidentes, que la fama ha elevado al rango de grandes epopeyas. Con todo, la pacificación de la Meseta resultó mucho más difícil que la de las regiones mediterránea y andaluza, donde una antigua tradición de intercambios con los pueblos extranjeros había preparado el terreno para aceptar el dominio de Roma. En la Meseta, resguardada por accesos montañosos de fácil defensa, tales los que se abrían en el fragoso país de los celtíberos, los romanos chocaron con una perseverante hostilidad, cuyo tono era mayor al alejarse las legiones de sus bases del litoral. Este hecho, explica la tenaz resistencia de los lusitanos, primero, y de los numantinos, después. Fue necesario que Roma modificara el sistema de reclutamiento de su ejército para domeñar Numancia, cuya independencia abatió Escipión Emiliano (133 a. de J.C.). Esta es una fecha básica para la colonización romana en la Península, ya que la sumisión de los astures y cántabros, llevada a cabo cien años más tarde por Octavio Augusto, fue, más que una guerra, una dilatada operación de policía.
            En el transcurso de siete siglos de dominio, la presencia de los conquistadores y colonizadores romanos llegó hasta los últimos confines del país y se tradujo en hechos tangibles: renovación, construcción y embellecimiento de ciudades; apertura de vías de comunicación; aprovechamiento del suelo agrícola; explotación de minas. El entronque de la economía hispánica con el gran comercio mediterráneo de la época —metales, vinos, aceites, cereales— hizo posible el financiamiento de esa política de obras públicas. Pero debe tenerse en cuenta que los más beneficiados por esa actividad fueron los grandes capitalistas romanos. En las provincias hispánicas el florecimiento económico de los siglos I y II revirtió en provecho de los antiguos jefes tribales, convertidos en poderosos propietarios al amparo de la legislación de Roma, y de los funcionarios extranjeros, que aplicaron sus peculios a la adquisición de fincas rústicas en la periferia hispánica, sobre todo en el valle del Guadalquivir. Este hecho, conjugando factores geográficos y técnicos con la tradición tartesia y la conveniencia romana, dio origen a una de las estructuras económicas y sociales básica en la historia de España: el latifundismo agrario. En la época de su plenitud, este sistema se combinó con la práctica del trabajo esclavista y el desarrollo del sistema de obreros jornaleros, con paro estacional.
            Así se formó paulatinamente una clase social privilegiada, la de los seniores, que desde sus posesiones urbanas o desde sus fundos y villas rústicas dominaban el mecanismo de la sociedad hispánica colonial. En sus manos se hallaba la riqueza del país: no sólo las explotaciones agrícolas, sino la participación en las empresas mineras y termales y en las asociaciones de exportación de aceite y cereales. Bajo este núcleo de aristócratas, que la evolución histórica fue reduciendo en número y aumentando en potencia a partir del siglo II, vivía una nutrida masa de agricultores y pastores; sin duda la porción de humanidad más considerable del país. Casi nadie se ha preocupado por su situación social y género de vida. Agricultores sometidos a la esclavitud en algunas regiones de Andalucía, costa mediterránea y valle del Ebro; campesinos semilibres en las villas de los grandes propietarios de la Meseta; pastores en Galicia y el litoral cantábrico; unos seis millones de seres sobre los cuales se ejercita poco a poco la presión de la urbe próxima, de la colonia recién instalada. De la ciudad aceptarán la administración, el progreso técnico y mucho más difícilmente la nueva lengua y las religiones orientales; en cambio, rechazarán siempre el sistema jurídico que les encadena a sus señores, ya sea como esclavos y semilibres, primero, ya sea como colonos en la última fase imperial. La oposición entre el campo y la ciudad es una constante en la dinámica de Hispania. Ello explica que algunas tribus pastoriles mantuvieran sañudamente una libertad que confundieron más de una vez con el bandidaje. De hecho, algunos pueblos del Norte jamás ingresaron en el dentado mecanismo político y burocrático establecido por Roma. Gente bravía e indómita, se incrustaron más que fueron aceptados en la comunidad hispánica.
            Entre estos dos mundos tan estrechamente fundidos y tan escasamente solidarios —seniores, de un lado, humiliores, de otro— hay que intercalar el constituido por el elemento urbano propio, al que cabe atribuir, en definitiva, el éxito de la colonización de España por Roma. Las ciudades hispánicas cubrieron con relativa holgura la geografía peninsular, y sin ser ni excesivamente numerosas ni en extremo brillantes, cumplieron su papel de vértebras de la cultura mediterránea en la Península. Sucesivamente fueron incorporadas al sistema jurídico de Roma, hasta que en 212 recibieron de Caracalla los plenos derechos de ciudadanía. Ello vinculaba a sus habitantes a una idea imperial, no a un sentimiento de hispanización. Todo les hablaba de Roma: el curial enriquecido, el funcionario, el pedagogo... Hispania se provincializa hondamente en los siglos I y II, y este fenómeno se debe exclusivamente a la actitud mental de los ciudadanos. La aportación romana directa a través de las colonias —poco numerosas y mal distribuidas en el espacio y en el tiempo— fue tan escasa, que no es posible tenerla en cuenta como factor de alto bordo al hablar de la romanización de Hispania.
            De esas ciudades, la mayoría con raíces en las culturas almeriense, argárica o ibérica, partieron los jóvenes hispanos atraídos por el deslumbrador foco romano. Alguno logró en la Urbe máxima ceñir los laureles de la fama en la política o en las letras. Pero los ilustres nombres de los Séneca, Marcial, Lucano, Quintiliano, unidos a los de Trajano y Adriano, sólo representan la espuma que ayer como hoy cubre reiterados y anónimos fracasos. Gracias a la fortuna de los primeros y a los reveses de los últimos, fue forjándose en ese elemento urbano la noción de una conciencia común vinculada a la idea de Roma. Así apareció la mentalidad de los hispani o hispano-romanos; más que una clase social, como pretendieron determinados historiadores institucionalistas de la escuela germánica, una mentalidad —cabe repetirlo, porque es importante— urbana y periférica.
            Estas mismas ciudades fueron otros tantos semilleros donde creció y fructificó la palabra evangélica. Recibida a mediados del siglo I en la fachada mediterránea (probable misión de San Pablo), la doctrina de Cristo fue prosperando en ese medio urbano conquistado ya por el poder y la cultura de Roma, pero vacío de un ideal místico superior, que no podía ser colmado por el superficial y escéptico aparato de los cultos imperiales. Como en el resto de Occidente, la difusión del Cristianismo chocó en Hispania con el tradicionalismo de la religiosidad campesina, y sólo con agotadora lentitud ganó la batalla a los ritos paganos. Pero las ciudades acabaron imponiéndose al campo y la periferia al centro, de modo que a finales de la segunda centuria los cristianos hispanos ofrecían al Señor el mismo ramillete de mártires por la fe que las iglesias orientales. De este modo el Cristianismo, introducido con el latín y la secuela cultural mediterránea, completó la obra de romanización. En ciertos casos, como en los pueblos indígenas del Norte, se puede presumir que sólo a través del nuevo ideal religioso quedaría asentado en el país el espíritu de Roma. En algunos casos notables la evangelización sólo fructificó ya bien entrada la Edad Media.
            El Cristianismo que irradió por Hispania en estos primeros siglos tenía, respecto al Imperio romano, una actitud muy otra que la adoptada después del Edicto de Milán de 313. Había crecido en plena lucha contra toda religión de Estado y, sobre todo, contra el culto imperial. Por esta causa no fue un elemento aglutinador de Hispania alrededor de Roma, sino un factor de disidencia en el seno de la sociedad urbana de los desheredados. Esta comprobación nos obliga a revisar gran parte de las ideas corrientes sobre el papel unificador desempeñado por Roma en Hispania. Ni los emperadores, ni el Senado, ni los cubículos administrativos romanos, tuvieron jamás una visión particularista de los problemas hispánicos, ni fomentaron ninguna tendencia en tal sentido. Ellos y la juventud durada hispánica sólo sintieron la grandeza y la unidad de la Urbe y sus dominios universales. Pero en el transcurso de su gestión, necesariamente impulsaron una serie de resortes que habían de contribuir a desarrollar un cierto sentido comunitario entre los pobladores de Hispania. No podemos referirnos al culto imperial —un culto celebrado por la escéptica burguesía de negocios del siglo I—, ni tampoco a la administración provincial —que estaba en manos de romanos y más ayudó a separar que a unir—. Las fuerzas unificadoras vinieron de los técnicos e ingenieros de comunicaciones, de los urbanistas y escultores, de los maestros y funcionarios que fue mandando Roma, y que se tradujeron en bellas ciudades, perfectas calzadas, puentes y viaductos, y en un cierto sentido de la administración. Todo ello, repetimos, al margen del mundo campesino, para el cual muchas de las cosas que se le enseñaban eran letra muerta: como el derecho y el idioma (que adulteró en seguida en formas propias, regionalmente diferenciadas).
            La verdadera marcha hacia una personalización histórica de Hispania se inicia al desatarse la crisis del siglo III. Entre 264 y 276 las provincias hispánicas son bárbaramente devastadas por francos y suevos, sus principales ciudades saqueadas y destruidas, las campiñas arrasadas a sangre y fuego. El país se rehizo lentamente de aquella calamidad; las ciudades que pudieron recuperarse se rodearon de murallas y torreones. Comenzó un nuevo mundo, que externamente marchaba a compás de las drásticas medidas de los emperadores absolutos, aunque en su seno empezaba a alumbrar una sociedad sujeta a los más poderosos por vínculos de servidumbre jurídica y personal. Así mientras la vida urbana decae y el país se ruraliza, los hispanos empiezan a marchar por la senda de la historia. No de la gran historia que no explica ni justifica nada —como esa inútil reorganización administrativa imperial de principios del siglo IV en la que se instituye la diócesis de Hispania, bajo la prefectura de las Galias—, sino de la pequeñísima efemérides. Como, por ejemplo, el cambio mental que llevó a los obispos cristianos de Hispania a establecer la organización eclesiástica a imagen de la romana; a embeberse, pues, del espíritu estatal, jerárquico y cultural de Roma; y, en fin, a aceptar el hecho consumado de la cristianización del Imperio y la protección oficial. Así la Iglesia cruzó a finales del siglo IV las orillas que antes la habían separado del Imperio, convirtiéndose en el reducto esencial de las ideas de autoridad y universalismo impuestas por Roma en los países mediterráneos. A través de esta concepción del mundo, y de la directa experiencia de los obispos (que las invasiones iban a transformar, inopinadamente, en «defensores de las ciudades»), el Imperio se sobrevivió a sí mismo en Hispania.

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