Hispania romana
Las
peripecias de la segunda guerra púnica, en la que se dirimió el dominio del
Mediterráneo occidental entre Roma y Cartago (siglo III a. de J.C.),
convirtieron a la Península hispánica, por vez primera, en escenario de
importancia en la historia universal. Adaptada febrilmente, por obra de la
familia cartaginesa de los Bárcidas (Amilcar, Asdrúbal y Aníbal), como base
estratégica para contrarrestar los éxitos de Roma en Sicilia, sus hombres se
insertaron en la gran lucha mediterránea sin presentir que, al cabo de la
misma, había de brotar una transformación completa en su panorama social y
cultural. El contraataque desencadenado por los romanos contra la desbordante
campaña de Aníbal en Italia llevó a las costas hispánicas no sólo un ejército —el
de los Escipiónidas—, sino una compleja mentalidad, alumbrada en el opuesto
litoral del Egeo y matizada por el temperamento y las costumbres del Lacio. Las
legiones vencedoras de los cartagineses, gracias a la pericia de Publio
Cornelio Escipión, incorporaron al naciente imperialismo romano una colonia:
Hispania; pero, al mismo tiempo, iniciaron al país en las complejas
perfecciones de la cultura helénica, de las que sus habitantes sólo habían
gustado las primeras mieles a raíz del establecimiento en el litoral levantino
de las colonias griegas.
Corno
todo proceso de colonización profunda, la conquista romana del suelo peninsular
implicó violentas reacciones de los nativos. No hay que buscar en las mismas un
ideal patriótico singular; simplemente, fue la réplica del indígena ante las novedades
y las expropiaciones impuestas por los extranjeros. Éstos, dotados de una
organización superior, sofocaron con rapidez los sucesivos incidentes, que la
fama ha elevado al rango de grandes epopeyas. Con todo, la pacificación de la
Meseta resultó mucho más difícil que la de las regiones mediterránea y
andaluza, donde una antigua tradición de intercambios con los pueblos
extranjeros había preparado el terreno para aceptar el dominio de Roma. En la
Meseta, resguardada por accesos montañosos de fácil defensa, tales los que se
abrían en el fragoso país de los celtíberos, los romanos chocaron con una
perseverante hostilidad, cuyo tono era mayor al alejarse las legiones de sus
bases del litoral. Este hecho, explica la tenaz resistencia de los lusitanos,
primero, y de los numantinos, después. Fue necesario que Roma modificara el
sistema de reclutamiento de su ejército para domeñar Numancia, cuya
independencia abatió Escipión Emiliano (133 a. de J.C.). Esta es una fecha básica
para la colonización romana en la Península, ya que la sumisión de los astures
y cántabros, llevada a cabo cien años más tarde por Octavio Augusto, fue, más
que una guerra, una dilatada operación de policía.
En
el transcurso de siete siglos de dominio, la presencia de los conquistadores y
colonizadores romanos llegó hasta los últimos confines del país y se tradujo en
hechos tangibles: renovación, construcción y embellecimiento de ciudades;
apertura de vías de comunicación; aprovechamiento del suelo agrícola; explotación
de minas. El entronque de la economía hispánica con el gran comercio mediterráneo
de la época —metales, vinos, aceites, cereales— hizo posible el financiamiento
de esa política de obras públicas. Pero debe tenerse en cuenta que los más
beneficiados por esa actividad fueron los grandes capitalistas romanos. En las
provincias hispánicas el florecimiento económico de los siglos I y II revirtió
en provecho de los antiguos jefes tribales, convertidos en poderosos
propietarios al amparo de la legislación de Roma, y de los funcionarios
extranjeros, que aplicaron sus peculios a la adquisición de fincas rústicas en
la periferia hispánica, sobre todo en el valle del Guadalquivir. Este hecho,
conjugando factores geográficos y técnicos con la tradición tartesia y la
conveniencia romana, dio origen a una de las estructuras económicas y sociales
básica en la historia de España: el latifundismo agrario. En la época de su
plenitud, este sistema se combinó con la práctica del trabajo esclavista y el
desarrollo del sistema de obreros jornaleros, con paro estacional.
Así
se formó paulatinamente una clase social privilegiada, la de los seniores, que desde sus posesiones
urbanas o desde sus fundos y villas rústicas dominaban el mecanismo de la
sociedad hispánica colonial. En sus manos se hallaba la riqueza del país: no sólo
las explotaciones agrícolas, sino la participación en las empresas mineras y
termales y en las asociaciones de exportación de aceite y cereales. Bajo este núcleo
de aristócratas, que la evolución histórica fue reduciendo en número y
aumentando en potencia a partir del siglo II, vivía una nutrida masa de
agricultores y pastores; sin duda la porción de humanidad más considerable del
país. Casi nadie se ha preocupado por su situación social y género de vida.
Agricultores sometidos a la esclavitud en algunas regiones de Andalucía, costa
mediterránea y valle del Ebro; campesinos semilibres en las villas de los
grandes propietarios de la Meseta; pastores en Galicia y el litoral cantábrico;
unos seis millones de seres sobre los cuales se ejercita poco a poco la presión
de la urbe próxima, de la colonia recién instalada. De la ciudad aceptarán la
administración, el progreso técnico y mucho más difícilmente la nueva lengua y
las religiones orientales; en cambio, rechazarán siempre el sistema jurídico
que les encadena a sus señores, ya sea como esclavos y semilibres, primero, ya
sea como colonos en la última fase imperial. La oposición entre el campo y la
ciudad es una constante en la dinámica de Hispania. Ello explica que algunas
tribus pastoriles mantuvieran sañudamente una libertad que confundieron más de
una vez con el bandidaje. De hecho, algunos pueblos del Norte jamás ingresaron
en el dentado mecanismo político y burocrático establecido por Roma. Gente bravía
e indómita, se incrustaron más que fueron aceptados en la comunidad hispánica.
Entre
estos dos mundos tan estrechamente fundidos y tan escasamente solidarios —seniores, de un lado, humiliores, de otro— hay que intercalar
el constituido por el elemento urbano propio, al que cabe atribuir, en
definitiva, el éxito de la colonización de España por Roma. Las ciudades hispánicas
cubrieron con relativa holgura la geografía peninsular, y sin ser ni
excesivamente numerosas ni en extremo brillantes, cumplieron su papel de vértebras
de la cultura mediterránea en la Península. Sucesivamente fueron incorporadas
al sistema jurídico de Roma, hasta que en 212
recibieron de Caracalla los plenos derechos de ciudadanía. Ello vinculaba a sus
habitantes a una idea imperial, no a un sentimiento de hispanización. Todo les
hablaba de Roma: el curial enriquecido, el funcionario, el pedagogo... Hispania
se provincializa hondamente en los siglos I y II, y este fenómeno se debe exclusivamente
a la actitud mental de los ciudadanos. La aportación romana directa a través de
las colonias —poco numerosas y mal distribuidas en el espacio y en el tiempo—
fue tan escasa, que no es posible tenerla en cuenta como factor de alto bordo
al hablar de la romanización de Hispania.
De
esas ciudades, la mayoría con raíces en las culturas almeriense, argárica o ibérica,
partieron los jóvenes hispanos atraídos por el deslumbrador foco romano. Alguno
logró en la Urbe máxima ceñir los laureles de la fama en la política o en las
letras. Pero los ilustres nombres de los Séneca, Marcial, Lucano, Quintiliano,
unidos a los de Trajano y Adriano, sólo representan la espuma que ayer como hoy
cubre reiterados y anónimos fracasos. Gracias a la fortuna de los primeros y a
los reveses de los últimos, fue forjándose en ese elemento urbano la noción de
una conciencia común vinculada a la idea de Roma. Así apareció la mentalidad de
los hispani o hispano-romanos; más
que una clase social, como pretendieron determinados historiadores
institucionalistas de la escuela germánica, una mentalidad —cabe repetirlo,
porque es importante— urbana y periférica.
Estas
mismas ciudades fueron otros tantos semilleros donde creció y fructificó la
palabra evangélica. Recibida a mediados del siglo I en la fachada mediterránea
(probable misión de San Pablo), la doctrina de Cristo fue prosperando en ese
medio urbano conquistado ya por el poder y la cultura de Roma, pero vacío de un
ideal místico superior, que no podía ser colmado por el superficial y escéptico
aparato de los cultos imperiales. Como en el resto de Occidente, la difusión
del Cristianismo chocó en Hispania con el tradicionalismo de la religiosidad
campesina, y sólo con agotadora lentitud ganó la batalla a los ritos paganos.
Pero las ciudades acabaron imponiéndose al campo y la periferia al centro, de
modo que a finales de la segunda centuria los cristianos hispanos ofrecían al
Señor el mismo ramillete de mártires por la fe que las iglesias orientales. De
este modo el Cristianismo, introducido con el latín y la secuela cultural
mediterránea, completó la obra de romanización. En ciertos casos, como en los
pueblos indígenas del Norte, se puede presumir que sólo a través del nuevo
ideal religioso quedaría asentado en el país el espíritu de Roma. En algunos
casos notables la evangelización sólo fructificó ya bien entrada la Edad Media.
El
Cristianismo que irradió por Hispania en estos primeros siglos tenía, respecto
al Imperio romano, una actitud muy otra que la adoptada después del Edicto de
Milán de 313. Había crecido en plena lucha contra toda religión de Estado y,
sobre todo, contra el culto imperial. Por esta causa no fue un elemento
aglutinador de Hispania alrededor de Roma, sino un factor de disidencia en el
seno de la sociedad urbana de los desheredados. Esta comprobación nos obliga a
revisar gran parte de las ideas corrientes sobre el papel unificador desempeñado
por Roma en Hispania. Ni los emperadores, ni el Senado, ni los cubículos
administrativos romanos, tuvieron jamás una visión particularista de los
problemas hispánicos, ni fomentaron ninguna tendencia en tal sentido. Ellos y
la juventud durada hispánica sólo sintieron la grandeza y la unidad de la Urbe
y sus dominios universales. Pero en el transcurso de su gestión, necesariamente
impulsaron una serie de resortes que habían de contribuir a desarrollar un
cierto sentido comunitario entre los pobladores de Hispania. No podemos
referirnos al culto imperial —un culto celebrado por la escéptica burguesía de
negocios del siglo I—, ni tampoco a la administración provincial —que estaba en
manos de romanos y más ayudó a separar que a unir—. Las fuerzas unificadoras
vinieron de los técnicos e ingenieros de comunicaciones, de los urbanistas y
escultores, de los maestros y funcionarios que fue mandando Roma, y que se
tradujeron en bellas ciudades, perfectas calzadas, puentes y viaductos, y en un
cierto sentido de la administración. Todo ello, repetimos, al margen del mundo
campesino, para el cual muchas de las cosas que se le enseñaban eran letra
muerta: como el derecho y el idioma (que adulteró en seguida en formas propias,
regionalmente diferenciadas).
La
verdadera marcha hacia una personalización histórica de Hispania se inicia al
desatarse la crisis del siglo III. Entre 264 y 276 las provincias hispánicas
son bárbaramente devastadas por francos y suevos, sus principales ciudades
saqueadas y destruidas, las campiñas arrasadas a sangre y fuego. El país se
rehizo lentamente de aquella calamidad; las ciudades que pudieron recuperarse
se rodearon de murallas y torreones. Comenzó un nuevo mundo, que externamente
marchaba a compás de las drásticas medidas de los emperadores absolutos, aunque
en su seno empezaba a alumbrar una sociedad sujeta a los más poderosos por vínculos
de servidumbre jurídica y personal. Así mientras la vida urbana decae y el país
se ruraliza, los hispanos empiezan a marchar por la senda de la historia. No de
la gran historia que no explica ni justifica nada —como esa inútil reorganización
administrativa imperial de principios del siglo IV en la que se instituye la diócesis
de Hispania, bajo la prefectura de
las Galias—, sino de la pequeñísima efemérides. Como, por ejemplo, el cambio
mental que llevó a los obispos cristianos de Hispania a establecer la
organización eclesiástica a imagen de la romana; a embeberse, pues, del espíritu
estatal, jerárquico y cultural de Roma; y, en fin, a aceptar el hecho consumado
de la cristianización del Imperio y la protección oficial. Así la Iglesia cruzó
a finales del siglo IV las orillas que antes la habían separado del Imperio,
convirtiéndose en el reducto esencial de las ideas de autoridad y universalismo
impuestas por Roma en los países mediterráneos. A través de esta concepción del
mundo, y de la directa experiencia de los obispos (que las invasiones iban a
transformar, inopinadamente, en «defensores de las ciudades»), el Imperio se
sobrevivió a sí mismo en Hispania.
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