El epigonismo visigodo
En
409 se registró la invasión de los pueblos germánicos por los pasos occidentales
de los Pirineos, siguiendo la eterna ruta de las grandes aportaciones raciales
de Europa a Hispania. Ni el caso era nuevo, ni importante el número de los
invasores. Pero siendo relativamente pocos se beneficiaron de un factor
decisivo: formaban bandas militares, ante las cuales los provinciales hispánicos,
desmontado el caparazón defensivo romano en las fronteras del Rin, se hallaron
inermes. De aquí la facilidad y extensión de las rapiñas de vándalos, suevos y
alanos, la sensación de espanto que cuajó en las impresiones de los contemporáneos,
el derrotismo general después de la dura experiencia recibida de los francos
hacía apenas dos generaciones. Sólo se esperaba la salvación de Roma; pero ésta
experimentaba idénticos apuros y sufría iguales horrores. Roma no era ya más
que un mito.
Del
espejismo romano sacó partido otro pueblo germánico para establecer su hegemonía
en la Península en el transcurso de los siglos V y VI: los visigodos. Existe la
impresión, desde luego errónea, de que la Hispania visigoda se inicia en 415,
cuando Ataúlfo condujo su hueste hasta Barcelona y estableció allí una efímera
capitalidad.
De
hecho, los visigodos actuaron desde Tolosa de Francia como un ejército «federado»
al servicio de Roma, gracias al cual fue posible arrinconar a los suevos en
Galicia y expulsar a los vándalos de Murcia y Andalucía. Pero su principal
campo de actividad fue el sur de Francia, rico conjunto agrícola, sobre el que
Eurico (466-484) logró extender su autoridad. Simultáneamente, los jefes visigodos,
bien como auxiliares del Imperio, bien en provecho propio, fueron adueñándose
de importantes reductos en la Meseta. La periferia mediterránea, vinculada
todavía al mundo imperial legítimo, el de Roma, primero, el de Constantinopla,
en seguida, se mostró mucho más reacia a esa suplantación de poderes. En
consecuencia, cuando los visigodos fueron expulsados de la Galia por los
francos, después de la derrota de Vouglé (507) y buscaron refugio tras la
cortina pirenaica, establecieron su capitalidad, después de algunas
vacilaciones (Barcelona, Sevilla), no ya en las ricas y cultivadas regiones del
litoral tarraconense, cartaginense o bético, sino en el corazón de la Península,
en Toledo. Por vez primera la Meseta se convertía en centro político
peninsular.
Este
hecho aumentó las divergencias existentes entre los ochenta mil o cien mil
godos que ocupaban la altiplanicie interior del país (Segovia, Soria, Burgos,
Madrid, Toledo, Valladolid y Palencia) y los tres o cuatro millones de hispanos
que habitaban en la costa mediterránea, desde la Septimania a la Bética, buena
parte de ellos se libraron de la amenaza bárbara gracias al apoyo armado del
Imperio de Oriente y se reincorporaron al juego de la economía y la cultura
mediterráneas. Desde Cartagena hasta el Algarbe, este pedazo de la Hispania
liberada —la España bizantina de los manuales— reconstituyó sus fuerzas y
preparó la gran coyuntura histórica del desquite hispano sobre los invasores
visigodos. Desquite en absoluto militar, sino de vitalidad y de cultura.
La
última gran tentativa asimiladora de los germánicos la realizó Leovigildo
(568-586). De hecho, este monarca había ya sido cautivado por la mentalidad
hispánica, respondiendo al proceso registrado en las dos últimas generaciones
entre la aristocracia goda, mediante el cual sus miembros habían dejado de ser
jefes de bandas militares para convertirse en ricos hacendados territoriales, más
o menos emparentados con los terratenientes hispanos. Leovigildo fue el primer
soberano germánico que revistió las insignias de la realeza, al estilo romano,
y el primero que consideró sus dominios bajo el prisma de un legado imperial.
Sus campañas eliminaron los reductos gallegos en que se habían mantenido
algunos jefes suevos con títulos de realeza y, asimismo, obligaron a los cántabros
y vascones a reconocer la soberanía visigoda. También Leovigildo se propuso
someter a la España meridional vinculada al Imperio bizantino. Pero si las
operaciones militares le procuraron el valle del Guadalquivir, en cambio no
pudo atraerse el favor de sus nuevos súbditos. Una oleada de insurrección
levantó a los hispanos en 582, tanto más grave cuanto al frente de la misma se
puso el propio hijo de Leovigildo, Hermenegildo. La rebelión fue sofocada después
de no pocas peripecias. Hermenegildo cayó sacrificado, mártir de una lucha por
la fe, y, desde luego, por lo que representaba esta fe como afirmación de un
espíritu y una cultura.
Esta
tremenda experiencia resultó definitiva. Hermenegildo es ajusticiado en 585; al
año siguiente muere su padre; en 587, Recaredo, su sucesor, se convierte al
catolicismo; en 589, el cambio de dogma del Estado visigodo, hasta entonces
arriano, es celebrado públicamente en el III Concilio toledano. En cuatro años
la sublevación de los hispanos, sofocada por las armas, triunfa en la misma
conciencia de la minoría dirigente germánica. En adelante, este clan —compuesto
por unas doscientas familias de la Corte y unos diez mil individuos de ambos
sexos distribuidos por el resto del país— se convertirá en una oligarquía casi
cerrada. Detentará el poder supremo, el mando del ejército, los cargos
superiores de la administración provincial. Pero el país será llevado adelante
por los hispanos. Estos son los que informan la legislación, la espiritualidad
y el relativo esplendor económico de la monarquía visigoda durante el siglo
VII, cuyas puertas abrieron San Leandro y San Isidoro, los dos gigantes de la
intelectualidad hispana meridional. Gracias a los hispanos, la última etapa del
dominio godo en la Península adquiere un marcado tinte unitario, cuyo recuerdo
perdurará en algunos grupos diseminados después de la fácil y demoledora
ofensiva islámica del siglo VIII.
Por
esta causa, si el epigonismo visigótico peninsular sobrevivió a su propia
incapacidad, ello se debió al ancho apoyo social que le brindaron los hispanos,
y singularmente la Iglesia y la aristocracia latifundista. La vinculación de
los mutuos intereses —pues la fusión de sangres fue siempre muy difícil— pesó
gravemente sobre la suerte de las clases inferiores de la sociedad, de modo
especial en el campo, donde sobrevivieron la esclavitud y el colonato. Y ello a
pesar del desarrollo de los lazos de dependencia personal propios de la
mentalidad germánica. Este proceso fue paralelo a la favorable actitud adoptada
por la monarquía respecto a las inmunidades que se concedieron a determinados
sectores de la población —nobles, iglesias, monasterios—. Todo ello, al lado
del sentimiento de inseguridad social fomentado al socaire de las invasiones,
preparó un ambiente prefeudal, bastante similar al de la Francia merovingia.
La
ruina del municipio hispanorromano, preludiada antes de la invasión bárbara, se
consuma en este período como consecuencia de la debilitación de la economía
monetaria y el paulatino cese de las actividades mercantiles, cuyos únicos estímulos
se recogen en algún puerto de la costa meridional mediterránea. Se extingue,
pues, la clase urbana que había vertebrado la Hispania romana.
Sus
elementos caen bajo la dependencia de los nobles visigodos o de los señores
hispanos. Para ello sólo se abre una puerta de escape: la Iglesia, el único
cuerpo realmente libre de la época. Desde los monasterios o las sedes
episcopales, los eclesiásticos emprenden su muda y tenaz labor de rehacer un
mundo cuyas glorias perciben, pero que sólo interpretan groseramente. Son
ellos, en todo caso, los que dan la forma legal definitiva al Estado visigodo
gracias a la obra de unificación legislativa iniciada por Chindasvinto y
terminada por su hijo Recesvinto en 654. El Liber
Iudiciorum tiene el valor de una voluntad de supervivencia romana en un
mundo que le es absolutamente extraño e impermeable. Pero la Iglesia requiere
tal instrumento como medio de acción entre el pueblo de los hispanos y la
oligarquía goda. Entre una y otros no ha habido más contactos que los de dueño
a siervo. A pesar de ello, la aristocracia visigoda, prepotente y bien
instalada en el país, dejará tan profunda huella que incluso sus nombres de
pila serán imitados. Sobre esta base de personal triunfo psicológico se erguirá
la nobleza altomedieval.
Pero
las relaciones del poder son muy distintas a las que derivan solamente del éxtasis
social. Entre la monarquía visigótica y los hispanos hay abismos insondables.
Para colmarlos, para tender un puente, allí está la Iglesia. Representante
calificada del pueblo ante el trono y del trono ante el pueblo, se inserta en
el aparato del Estado como intermediaria legítima entre el rey y sus súbditos.
Así la monarquía admite la autoridad legislativa de los Concilios de Toledo.
Pero en este movimiento la Iglesia pierde buena parte de su autonomía esencial —como
la libre elección del episcopado— y deriva hacia una actitud conformista. Quizá
sea ésta la principal causa de la ruina de la monarquía visigoda. En todo caso,
la experiencia no se echó en saco roto. Al cabo del tiempo resurgiría, como
reivindicación histórica, el dato visigodo de la unidad católica del Estado.
Edificio
frágil, la realeza visigoda no pudo superar sus propias contradicciones —económicas,
sociales, étnicas, religiosas— tan pronto tuvo que enfrentarse con el menor
riesgo exterior. En 711 se vino abajo, sin pena ni gloria. La oligarquía goda
capituló en muchas partes; restos de la antigua administración se salvaron en
el Norte cántabro. En cuanto a la masa visigoda establecida en Castilla, fue
trasladada al cabo de un siglo hacia Galicia. Aquí se extinguió pacíficamente
en el seno del futuro pueblo galaico-portugués.
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