sábado, 6 de abril de 2013

4.El epigonismo visigodo


El epigonismo visigodo
 

            En 409 se registró la invasión de los pueblos germánicos por los pasos occidentales de los Pirineos, siguiendo la eterna ruta de las grandes aportaciones raciales de Europa a Hispania. Ni el caso era nuevo, ni importante el número de los invasores. Pero siendo relativamente pocos se beneficiaron de un factor decisivo: formaban bandas militares, ante las cuales los provinciales hispánicos, desmontado el caparazón defensivo romano en las fronteras del Rin, se hallaron inermes. De aquí la facilidad y extensión de las rapiñas de vándalos, suevos y alanos, la sensación de espanto que cuajó en las impresiones de los contemporáneos, el derrotismo general después de la dura experiencia recibida de los francos hacía apenas dos generaciones. Sólo se esperaba la salvación de Roma; pero ésta experimentaba idénticos apuros y sufría iguales horrores. Roma no era ya más que un mito.
            Del espejismo romano sacó partido otro pueblo germánico para establecer su hegemonía en la Península en el transcurso de los siglos V y VI: los visigodos. Existe la impresión, desde luego errónea, de que la Hispania visigoda se inicia en 415, cuando Ataúlfo condujo su hueste hasta Barcelona y estableció allí una efímera capitalidad.
            De hecho, los visigodos actuaron desde Tolosa de Francia como un ejército «federado» al servicio de Roma, gracias al cual fue posible arrinconar a los suevos en Galicia y expulsar a los vándalos de Murcia y Andalucía. Pero su principal campo de actividad fue el sur de Francia, rico conjunto agrícola, sobre el que Eurico (466-484) logró extender su autoridad. Simultáneamente, los jefes visigodos, bien como auxiliares del Imperio, bien en provecho propio, fueron adueñándose de importantes reductos en la Meseta. La periferia mediterránea, vinculada todavía al mundo imperial legítimo, el de Roma, primero, el de Constantinopla, en seguida, se mostró mucho más reacia a esa suplantación de poderes. En consecuencia, cuando los visigodos fueron expulsados de la Galia por los francos, después de la derrota de Vouglé (507) y buscaron refugio tras la cortina pirenaica, establecieron su capitalidad, después de algunas vacilaciones (Barcelona, Sevilla), no ya en las ricas y cultivadas regiones del litoral tarraconense, cartaginense o bético, sino en el corazón de la Península, en Toledo. Por vez primera la Meseta se convertía en centro político peninsular.
            Este hecho aumentó las divergencias existentes entre los ochenta mil o cien mil godos que ocupaban la altiplanicie interior del país (Segovia, Soria, Burgos, Madrid, Toledo, Valladolid y Palencia) y los tres o cuatro millones de hispanos que habitaban en la costa mediterránea, desde la Septimania a la Bética, buena parte de ellos se libraron de la amenaza bárbara gracias al apoyo armado del Imperio de Oriente y se reincorporaron al juego de la economía y la cultura mediterráneas. Desde Cartagena hasta el Algarbe, este pedazo de la Hispania liberada —la España bizantina de los manuales— reconstituyó sus fuerzas y preparó la gran coyuntura histórica del desquite hispano sobre los invasores visigodos. Desquite en absoluto militar, sino de vitalidad y de cultura.
            La última gran tentativa asimiladora de los germánicos la realizó Leovigildo (568-586). De hecho, este monarca había ya sido cautivado por la mentalidad hispánica, respondiendo al proceso registrado en las dos últimas generaciones entre la aristocracia goda, mediante el cual sus miembros habían dejado de ser jefes de bandas militares para convertirse en ricos hacendados territoriales, más o menos emparentados con los terratenientes hispanos. Leovigildo fue el primer soberano germánico que revistió las insignias de la realeza, al estilo romano, y el primero que consideró sus dominios bajo el prisma de un legado imperial. Sus campañas eliminaron los reductos gallegos en que se habían mantenido algunos jefes suevos con títulos de realeza y, asimismo, obligaron a los cántabros y vascones a reconocer la soberanía visigoda. También Leovigildo se propuso someter a la España meridional vinculada al Imperio bizantino. Pero si las operaciones militares le procuraron el valle del Guadalquivir, en cambio no pudo atraerse el favor de sus nuevos súbditos. Una oleada de insurrección levantó a los hispanos en 582, tanto más grave cuanto al frente de la misma se puso el propio hijo de Leovigildo, Hermenegildo. La rebelión fue sofocada después de no pocas peripecias. Hermenegildo cayó sacrificado, mártir de una lucha por la fe, y, desde luego, por lo que representaba esta fe como afirmación de un espíritu y una cultura.
            Esta tremenda experiencia resultó definitiva. Hermenegildo es ajusticiado en 585; al año siguiente muere su padre; en 587, Recaredo, su sucesor, se convierte al catolicismo; en 589, el cambio de dogma del Estado visigodo, hasta entonces arriano, es celebrado públicamente en el III Concilio toledano. En cuatro años la sublevación de los hispanos, sofocada por las armas, triunfa en la misma conciencia de la minoría dirigente germánica. En adelante, este clan —compuesto por unas doscientas familias de la Corte y unos diez mil individuos de ambos sexos distribuidos por el resto del país— se convertirá en una oligarquía casi cerrada. Detentará el poder supremo, el mando del ejército, los cargos superiores de la administración provincial. Pero el país será llevado adelante por los hispanos. Estos son los que informan la legislación, la espiritualidad y el relativo esplendor económico de la monarquía visigoda durante el siglo VII, cuyas puertas abrieron San Leandro y San Isidoro, los dos gigantes de la intelectualidad hispana meridional. Gracias a los hispanos, la última etapa del dominio godo en la Península adquiere un marcado tinte unitario, cuyo recuerdo perdurará en algunos grupos diseminados después de la fácil y demoledora ofensiva islámica del siglo VIII.
            Por esta causa, si el epigonismo visigótico peninsular sobrevivió a su propia incapacidad, ello se debió al ancho apoyo social que le brindaron los hispanos, y singularmente la Iglesia y la aristocracia latifundista. La vinculación de los mutuos intereses —pues la fusión de sangres fue siempre muy difícil— pesó gravemente sobre la suerte de las clases inferiores de la sociedad, de modo especial en el campo, donde sobrevivieron la esclavitud y el colonato. Y ello a pesar del desarrollo de los lazos de dependencia personal propios de la mentalidad germánica. Este proceso fue paralelo a la favorable actitud adoptada por la monarquía respecto a las inmunidades que se concedieron a determinados sectores de la población —nobles, iglesias, monasterios—. Todo ello, al lado del sentimiento de inseguridad social fomentado al socaire de las invasiones, preparó un ambiente prefeudal, bastante similar al de la Francia merovingia.
            La ruina del municipio hispanorromano, preludiada antes de la invasión bárbara, se consuma en este período como consecuencia de la debilitación de la economía monetaria y el paulatino cese de las actividades mercantiles, cuyos únicos estímulos se recogen en algún puerto de la costa meridional mediterránea. Se extingue, pues, la clase urbana que había vertebrado la Hispania romana.
            Sus elementos caen bajo la dependencia de los nobles visigodos o de los señores hispanos. Para ello sólo se abre una puerta de escape: la Iglesia, el único cuerpo realmente libre de la época. Desde los monasterios o las sedes episcopales, los eclesiásticos emprenden su muda y tenaz labor de rehacer un mundo cuyas glorias perciben, pero que sólo interpretan groseramente. Son ellos, en todo caso, los que dan la forma legal definitiva al Estado visigodo gracias a la obra de unificación legislativa iniciada por Chindasvinto y terminada por su hijo Recesvinto en 654. El Liber Iudiciorum tiene el valor de una voluntad de supervivencia romana en un mundo que le es absolutamente extraño e impermeable. Pero la Iglesia requiere tal instrumento como medio de acción entre el pueblo de los hispanos y la oligarquía goda. Entre una y otros no ha habido más contactos que los de dueño a siervo. A pesar de ello, la aristocracia visigoda, prepotente y bien instalada en el país, dejará tan profunda huella que incluso sus nombres de pila serán imitados. Sobre esta base de personal triunfo psicológico se erguirá la nobleza altomedieval.
            Pero las relaciones del poder son muy distintas a las que derivan solamente del éxtasis social. Entre la monarquía visigótica y los hispanos hay abismos insondables. Para colmarlos, para tender un puente, allí está la Iglesia. Representante calificada del pueblo ante el trono y del trono ante el pueblo, se inserta en el aparato del Estado como intermediaria legítima entre el rey y sus súbditos. Así la monarquía admite la autoridad legislativa de los Concilios de Toledo. Pero en este movimiento la Iglesia pierde buena parte de su autonomía esencial —como la libre elección del episcopado— y deriva hacia una actitud conformista. Quizá sea ésta la principal causa de la ruina de la monarquía visigoda. En todo caso, la experiencia no se echó en saco roto. Al cabo del tiempo resurgiría, como reivindicación histórica, el dato visigodo de la unidad católica del Estado.
            Edificio frágil, la realeza visigoda no pudo superar sus propias contradicciones —económicas, sociales, étnicas, religiosas— tan pronto tuvo que enfrentarse con el menor riesgo exterior. En 711 se vino abajo, sin pena ni gloria. La oligarquía goda capituló en muchas partes; restos de la antigua administración se salvaron en el Norte cántabro. En cuanto a la masa visigoda establecida en Castilla, fue trasladada al cabo de un siglo hacia Galicia. Aquí se extinguió pacíficamente en el seno del futuro pueblo galaico-portugués.

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