sábado, 6 de abril de 2013

16.La Monarquía hispánica de los Habsburgo


 La Monarquía hispánica
 de los Habsburgo
 

            Durante tres generaciones —las simbolizadas por Carlos I, Felipe II y Felipe III—, la Monarquía hispánica siguió en la estela legada por los Reyes Católicos. En ello influyó tanto el sentido de grandeza de las realizaciones internacionales de éstos en Europa y América como el armazón burocrático que constituyeron para el gobierno y la administración de justicia en sus posesiones. Nadie dudó en aquella época de que el sistema de unidad dinástica, con amplias autonomías regionales, era el mejor de los regímenes posibles para España, ni nadie puso cortapisas al papel preponderante ejercido por Castilla en la política, la economía y la cultura hispánicas. Mientras Aragón conocía un período de prosperidad relativa, Cataluña y Valencia vegetaban en un aislacionismo algún tanto sombrío, sólo perturbado por gravísimos problemas, como el de la amenaza turca, capaces de despertar antiguos y heroicos esfuerzos. La continua y lenta infiltración de elementos del Mediodía francés iba transformando, por otra parte, los rasgos del Principado, en donde fomentaban la agricultura en la costa y el bandolerismo en el interior. Energías dispersas en minúsculas luchas, sin ninguna aspiración colectiva.
            El ideal hispánico se confunde en esta época con el que representa Castilla, eje de la monarquía. El trasiego de la importancia geopolítica del Mediterráneo al Atlántico acabó de robustecer esa misión. Pese a las deficiencias del sistema agrario, que precipita el país a grandes hambres y le obliga a comprar trigo del espacio báltico; pese al escaso rendimiento de la industria, cuyos productos no pueden competir en calidad ni en precio con los de Francia, Flandes e Italia; pese a la incompetencia financiera de la Corte, abocada de continuo a la bancarrota; pese a todo ello, Castilla está en pie, en lucha contra una Europa que se debate ante las sucesivas arremetidas de la marea protestante. Cierto que en los momentos críticos de la lucha cuenta con la inyección de los metales preciosos americanos; y ello es decisivo, como se demostrará en 1575, en el momento de colapsarse los pagos de la feria de Medina del Campo y sobrevenir la bancarrota del comercio lanero castellano. Pero América es también una constante sangría: para allí parten gentes emprendedoras, que no son reemplazadas en la madre patria.
            En conjunto, la tarea castellana es obsesionante. Para realizar su misión va podando cuantos elementos generosos brotan en su seno: el ideal burgués, en la guerra de las Comunidades; las ramas erasmista y renacentista, en la tenaz contienda para mantener la ortodoxia. Este duro sacrificio halla su compensación en los profundos hallazgos espirituales realizados en el seno de una Iglesia que efectúa la síntesis entre el boyante esplendor de la dinastía, y el colectivismo democratizante del pueblo. Teólogos y misioneros, místicos y ascetas, esmaltan la época de oro de la vida eclesiástica española.
            El desprecio profundo de lo terreno, el ideal de misión ecuménica de España, entierran definitivamente cualquier programa de recuperación económica de Castilla. Si los banqueros genoveses acaparan los beneficios de la explotación de las minas americanas y los armadores de la misma procedencia el suministro de las flotas; si los mercaderes italianos, flamencos y franceses se apoderan, tras las ferias de Medina del Campo y los embarques de Sevilla y Cádiz, del negocio colonial, la Monarquía, lejos de reaccionar, va enzarzándose cada vez más en un peligroso confusionismo financiero, que, atándola al carro capitalista de allende los Pirineos, lo hace primero indispensable, luego ruinoso y finalmente estéril. El patriarcalismo estatista de Felipe II agotó las posibilidades económicas de Castilla en un mercantilismo de vía estrecha, cuyos únicos reflejos en el país se hallan en el relativo auge de algunas pañerías provinciales, en el desbordante y opresivo esplendor de Sevilla y en las muníficas construcciones de algunos hidalgos andaluces y extremeños enriquecidos por las encomiendas americanas. Pero no hallamos ningún capital invertido en el país, ya sea en la bonificación del suelo agrícola, ya, sea en la constitución de sociedades mercantiles para la explotación del mundo oceánico, incluso en la trata de esclavos, dejada en manos de portugueses o franceses.
            Esta incomprensión del mundo capitalista dejó a Castilla desarmada ante Europa.
            He aquí un punto clave en la problemática actual de la historia de España. Y ello necesita aclararse profundizando no sólo en el mecanismo del negocio europeo y colonial, sino también buceando en la mentalidad castellana de la época de Felipe II. Si la burguesía en Castilla es un fenómeno transitorio, lo es más todavía si se la considera en su sector industrial. A pesar de vivir amparadas por el monopolio, las industrias de Segovia, Cuenca, Toledo, Córdoba y Sevilla jamás tuvieron un arranque propio. Y a la menor contrariedad producida por una crisis cíclica o el desencadenamiento de un nuevo empuje inflacionista, se derrumbaron, faltas de capitales, técnicos y reservas de materia prima. Desde 1590 las pañerías y sederías castellanas se paralizan y los obreros, despedidos, van a la Corte a nutrir la legión de pedigüeños o peones. En definitiva, los que poseen el dinero —aristócratas, hidalgos andaluces y extremeños, funcionarios retirados— lo petrifican en construcciones —templos, palacios, monasterios— o lo sacralizan en obras de arte. Pero ninguno cede a la tentación industrial o simplemente mercantil. Detrás de esta mentalidad se dibuja no ya la soberbia castellana, sino el empeño de honra, que en este caso es distintiva respecto al supuesto ideal judío de la usura y de la ganancia ilícita. Y con ello resurge el tema del cristiano nuevo, que llena tantas páginas de la historia íntima castellana de los siglos XVI y XVII.
            Sólo más tarde Castilla comprobaría que la riqueza de un país es la base de toda política exterior afortunada; que una economía sana compensa mil batallas perdidas. Carlos I, monarca ecuménico, educado en el ambiente mercantil de Flandes, pudo haber dirigido la Monarquía hispánica en otro sentido (y así lo intentó al liberalizar el comercio americano en 1529); pero sus ambiciones le convirtieron en un forzado depredador de la riqueza castellana. Las guerras contra Francisco I de Francia revelaron la potencialidad de sus recursos, establecieron la hegemonía española en Italia tras la batalla de Pavía (1525) e iluminaron el continente con el esplendor de la coronación cesárea de Bolonia (1529). Pero ni lograron avasallar a Francia, ni atemorizar a los protestantes alemanes, ni frenar a los turcos osmanlíes, ni incluso detener la arrogancia de los berberiscos en las costas mediterráneas. Carlos I hizo su propia política, muchas veces vinculada al sentido heroico de lo borgoñón y al liberalismo erasmista y, por tanto, incomprensible para las altas esferas españolas. Pero de esta gran salida de Castilla a Europa del brazo del emperador, aquélla regresó a sus lares con una acentuada francofobia, un odio concentrado contra la heterodoxia y un desprecio mayúsculo respecto a la perversa y deslumbrante sociedad europea.
            La arremetida calvinista —un credo, un dogma, una mentalidad tan absoluta como los católicos— halló a Castilla en plena reacción espiritual. Gracias a un rígido encuadre del país bajo Felipe II (1556-1598), fue posible convertirlo en centro de la resistencia ortodoxa en toda Europa, con un papel a menudo divergente de las propias miras del Pontificado. Castilla se cerró a las influencias del exterior, escrupulosamente fiscalizadas por la Inquisición y los tribunales administrativos; incluso se prohibió a los hispanos estudiar en las Universidades extranjeras, salvo Bolonia. Ése fue el viraje de 1572, la impermeabilización de España. De este modo se extinguió el compromiso intentado por la intelectualidad de las dos generaciones anteriores, en las que la defensa de la pureza de la fe, la inquebrantable ortodoxia, no habían vedado fecundísimas incursiones en el campo del humanismo occidental —pongamos por ejemplo Cisneros, Vives, Vitoria—. La unidad religiosa llenó en aquel entonces los huecos del pluralismo político, patentes en la obra de los Reyes Católicos.
            Al cargar el peso de la defensa católica sobre las espaldas de la Monarquía hispana —desde Malta hasta el mar del Norte—, ésta perfeccionó los rudimentarios ensayos de centralización concebidos por los Reyes Católicos y Carlos I. El instrumento de este proceso fueron los Consejos, reunidos permanentemente en una corte fija, Madrid, que alcanzó su rango de capital histórica a fines del siglo XVI. El nombre no hace aquí la cosa, ni incluso teniendo en cuenta la excelente situación geofísica madrileña. Lo importante es el sistema: la polisinodia, concierto de aristócratas y letrados, de burócratas y empleados de todo rango, que Felipe II puso al servicio de su corona. Una oleada de papel se difundió desde todo el país, llegando en marea creciente al seno de los distintos Consejos, agotando la capacidad de los resortes administrativos, aturdiendo incluso al primer burócrata del Estado, el escrupuloso monarca reinante. Pero éste retuvo a los Consejos en su puño, de modo que sus orientaciones políticas sólo fueron retrasadas, pero no tergiversadas, por la administración. La alta esgrima ideológica quedó reducida a un escueto núcleo de colaboradores del Prudente: liberalizante, todavía, con Antonio Pérez; intransigente en absoluto después de la crisis de 1580, del peligroso rumbo de los acontecimientos exteriores, de la patente demostración del mal funcionamiento de la economía agraria castellana desde la gran hambre de 1582.
            Y con todo, el dinamismo y la fe del pueblo castellano permitieron a la Monarquía vivir horas de euforia universal: los turcos, contenidos en el Mediterráneo después de la victoria de Lepanto (1571); el reino portugués, incluido en la Corona hispánica en 1581, y con él el inmenso mundo colonial africano e índico y la tierra de las especias; los Países Bajos, en revuelta, desde 1566, contenidos una y otra vez dentro del murallón defensivo español; Francia, cuidadosamente vigilada en sus amenazadores vaivenes religiosos, vuelta al redil de la ortodoxia por la ceñuda atención del Prudente. Sólo Inglaterra —y en auxilio inglés, la defectuosa preparación económica y naval, la bancarrota financiera y el espectro de la miseria— acibaró los éxitos de la Hispania Magna. Del desastre de la Invencible (1588) dependieron muchas aventuras del futuro próximo y lejano: la imposibilidad de reducir a los neerlandeses, la recuperación de Francia como gran potencia europea, la ya insoslayable separación de Portugal.
            Muerto el gran monarca, que impuso a sus reinos un ritmo tan agotador, sin resultados prácticos concretos, el edificio de la Monarquía hispánica no se desplomó bruscamente porque un vivo deseo de paz se adueñó de Occidente después de aquel agitado período de luchas (1598, paz con Francia; 1604, con Inglaterra; 1609, con Neerlandia). Fue una coyuntura propicia para rectificar errores, modificar sistemas. Pero los Consejos seguían funcionando con su habitual tradición burocrática, y ellos impusieron, en definitiva, al incapaz Felipe III (1598-1621), sombra ya del primitivo tronco biológico de Austrias, Borgoñas y Trastámaras, el régimen de los validos. Se inauguró con el nuevo siglo la preeminencia política de los grandes latifundistas andaluces, gente dadivosa, infatuada, arbitrista e incauta. El duque de Lerma, prisionero de la omnipotente polísinodia administrativa, toleró la corrupción de la burocracia, el enquistamiento en el gobierno de los compradores de cargos públicos. Mal de la época en Europa, pero que en la Corte madrileña alcanzó ápices extremos. En estas circunstancias el aparato del Estado se limitó a vegetar, considerando venerable toda institución añeja y excelente cualquier arbitrio que permitiera mantener intacto el esplendor búdico de la Monarquía. Nadie puede sorprenderse, pues, de la drástica medida que puso fin a la diversidad religiosa de las Españas. Los moriscos valencianos y andaluces, y a su remolque los de Aragón y Castilla, en número de trescientos mil, fueron expulsados desde 1609. Se eliminó de esta manera cualquier peligro que pudiera proceder del litoral mediterráneo —como el experimentado por la generación filipina durante la gravísima crisis de la sublevación de las Alpujarras, en 1568—. Se logró, además, una completa unidad religiosa, remate de una lucha que había empezado seis siglos antes y en cuyos fines comulgaban todos los españoles de la época. Y ello, en primer lugar, porque, como en el caso de los judíos y conversos, a la sociedad de los cristianos viejos le había faltado mordiente para asimilar a la «nación de cristianos nuevos de moros», estrechamente solidaria y tradicionalista, y aun apegada al mundo musulmán exterior, fuesen los berberiscos argelinos o los turcos otomanos. La única medida que podía resolver aquel problema era la expulsión. Y así fue decretado.
            El extrañamiento de los moriscos fue un negocio ruinoso, llevado a cabo sin la preparación que exigía el delicado problema de sustituir a aquella mano de obra agrícola, que detentaba además el tráfico de mercancías, gran parte del préstamo y la obligación de hacer frente a los intereses que gravaban sus fincas. Algunos prohombres se beneficiaron con el trasiego de bienes, propiedades y arrendamientos; pero el país perdió un nuevo chorro de energía en el mismo momento, en que debería hacer frente a la enorme crisis económica, social y política del siglo XVII.

No hay comentarios:

Publicar un comentario