La Monarquía hispánica
de los Habsburgo
de los Habsburgo
Durante
tres generaciones —las simbolizadas por Carlos I, Felipe II y Felipe III—, la
Monarquía hispánica siguió en la estela legada por los Reyes Católicos. En ello
influyó tanto el sentido de grandeza de las realizaciones internacionales de éstos
en Europa y América como el armazón burocrático que constituyeron para el
gobierno y la administración de justicia en sus posesiones. Nadie dudó en
aquella época de que el sistema de unidad dinástica, con amplias autonomías
regionales, era el mejor de los regímenes posibles para España, ni nadie puso
cortapisas al papel preponderante ejercido por Castilla en la política, la
economía y la cultura hispánicas. Mientras Aragón conocía un período de
prosperidad relativa, Cataluña y Valencia vegetaban en un aislacionismo algún
tanto sombrío, sólo perturbado por gravísimos problemas, como el de la amenaza
turca, capaces de despertar antiguos y heroicos esfuerzos. La continua y lenta
infiltración de elementos del Mediodía francés iba transformando, por otra
parte, los rasgos del Principado, en donde fomentaban la agricultura en la
costa y el bandolerismo en el interior. Energías dispersas en minúsculas luchas,
sin ninguna aspiración colectiva.
El
ideal hispánico se confunde en esta época con el que representa Castilla, eje
de la monarquía. El trasiego de la importancia geopolítica del Mediterráneo al
Atlántico acabó de robustecer esa misión. Pese a las deficiencias del sistema
agrario, que precipita el país a grandes hambres y le obliga a comprar trigo
del espacio báltico; pese al escaso rendimiento de la industria, cuyos
productos no pueden competir en calidad ni en precio con los de Francia,
Flandes e Italia; pese a la incompetencia financiera de la Corte, abocada de
continuo a la bancarrota; pese a todo ello, Castilla está en pie, en lucha
contra una Europa que se debate ante las sucesivas arremetidas de la marea
protestante. Cierto que en los momentos críticos de la lucha cuenta con la
inyección de los metales preciosos americanos; y ello es decisivo, como se
demostrará en 1575, en el momento de colapsarse los pagos de la feria de Medina
del Campo y sobrevenir la bancarrota del comercio lanero castellano. Pero América
es también una constante sangría: para allí parten gentes emprendedoras, que no
son reemplazadas en la madre patria.
En
conjunto, la tarea castellana es obsesionante. Para realizar su misión va
podando cuantos elementos generosos brotan en su seno: el ideal burgués, en la
guerra de las Comunidades; las ramas erasmista y renacentista, en la tenaz
contienda para mantener la ortodoxia. Este duro sacrificio halla su compensación
en los profundos hallazgos espirituales realizados en el seno de una Iglesia
que efectúa la síntesis entre el boyante esplendor de la dinastía, y el
colectivismo democratizante del pueblo. Teólogos y misioneros, místicos y
ascetas, esmaltan la época de oro de la vida eclesiástica española.
El
desprecio profundo de lo terreno, el ideal de misión ecuménica de España,
entierran definitivamente cualquier programa de recuperación económica de
Castilla. Si los banqueros genoveses acaparan los beneficios de la explotación
de las minas americanas y los armadores de la misma procedencia el suministro
de las flotas; si los mercaderes italianos, flamencos y franceses se apoderan,
tras las ferias de Medina del Campo y los embarques de Sevilla y Cádiz, del
negocio colonial, la Monarquía, lejos de reaccionar, va enzarzándose cada vez más
en un peligroso confusionismo financiero, que, atándola al carro capitalista de
allende los Pirineos, lo hace primero indispensable, luego ruinoso y finalmente
estéril. El patriarcalismo estatista de Felipe II agotó las posibilidades económicas
de Castilla en un mercantilismo de vía estrecha, cuyos únicos reflejos en el país
se hallan en el relativo auge de algunas pañerías provinciales, en el
desbordante y opresivo esplendor de Sevilla y en las muníficas construcciones
de algunos hidalgos andaluces y extremeños enriquecidos por las encomiendas
americanas. Pero no hallamos ningún capital invertido en el país, ya sea en la
bonificación del suelo agrícola, ya, sea en la constitución de sociedades
mercantiles para la explotación del mundo oceánico, incluso en la trata de
esclavos, dejada en manos de portugueses o franceses.
Esta
incomprensión del mundo capitalista dejó a Castilla desarmada ante Europa.
He
aquí un punto clave en la problemática actual de la historia de España. Y ello
necesita aclararse profundizando no sólo en el mecanismo del negocio europeo y
colonial, sino también buceando en la mentalidad castellana de la época de
Felipe II. Si la burguesía en Castilla es un fenómeno transitorio, lo es más
todavía si se la considera en su sector industrial. A pesar de vivir amparadas
por el monopolio, las industrias de Segovia, Cuenca, Toledo, Córdoba y Sevilla
jamás tuvieron un arranque propio. Y a la menor contrariedad producida por una
crisis cíclica o el desencadenamiento de un nuevo empuje inflacionista, se
derrumbaron, faltas de capitales, técnicos y reservas de materia prima. Desde
1590 las pañerías y sederías castellanas se paralizan y los obreros,
despedidos, van a la Corte a nutrir la legión de pedigüeños o peones. En
definitiva, los que poseen el dinero —aristócratas, hidalgos andaluces y
extremeños, funcionarios retirados— lo petrifican en construcciones —templos,
palacios, monasterios— o lo sacralizan en obras de arte. Pero ninguno cede a la
tentación industrial o simplemente mercantil. Detrás de esta mentalidad se
dibuja no ya la soberbia castellana, sino el empeño de honra, que en este caso
es distintiva respecto al supuesto ideal judío de la usura y de la ganancia ilícita.
Y con ello resurge el tema del cristiano nuevo, que llena tantas páginas de la
historia íntima castellana de los siglos XVI y XVII.
Sólo
más tarde Castilla comprobaría que la riqueza de un país es la base de toda política
exterior afortunada; que una economía sana compensa mil batallas perdidas.
Carlos I, monarca ecuménico, educado en el ambiente mercantil de Flandes, pudo
haber dirigido la Monarquía hispánica en otro sentido (y así lo intentó al
liberalizar el comercio americano en 1529); pero sus ambiciones le convirtieron
en un forzado depredador de la riqueza castellana. Las guerras contra Francisco
I de Francia revelaron la potencialidad de sus recursos, establecieron la
hegemonía española en Italia tras la batalla de Pavía (1525) e iluminaron el
continente con el esplendor de la coronación cesárea de Bolonia (1529). Pero ni
lograron avasallar a Francia, ni atemorizar a los protestantes alemanes, ni
frenar a los turcos osmanlíes, ni incluso detener la arrogancia de los
berberiscos en las costas mediterráneas. Carlos I hizo su propia política,
muchas veces vinculada al sentido heroico de lo borgoñón y al liberalismo
erasmista y, por tanto, incomprensible para las altas esferas españolas. Pero
de esta gran salida de Castilla a Europa del brazo del emperador, aquélla
regresó a sus lares con una acentuada francofobia, un odio concentrado contra
la heterodoxia y un desprecio mayúsculo respecto a la perversa y deslumbrante
sociedad europea.
La
arremetida calvinista —un credo, un dogma, una mentalidad tan absoluta como los
católicos— halló a Castilla en plena reacción espiritual. Gracias a un rígido
encuadre del país bajo Felipe II (1556-1598), fue posible convertirlo en centro
de la resistencia ortodoxa en toda Europa, con un papel a menudo divergente de
las propias miras del Pontificado. Castilla se cerró a las influencias del
exterior, escrupulosamente fiscalizadas por la Inquisición y los tribunales
administrativos; incluso se prohibió a los hispanos estudiar en las
Universidades extranjeras, salvo Bolonia. Ése fue el viraje de 1572, la
impermeabilización de España. De este modo se extinguió el compromiso intentado
por la intelectualidad de las dos generaciones anteriores, en las que la
defensa de la pureza de la fe, la inquebrantable ortodoxia, no habían vedado
fecundísimas incursiones en el campo del humanismo occidental —pongamos por
ejemplo Cisneros, Vives, Vitoria—. La unidad religiosa llenó en aquel entonces
los huecos del pluralismo político, patentes en la obra de los Reyes Católicos.
Al
cargar el peso de la defensa católica sobre las espaldas de la Monarquía hispana
—desde Malta hasta el mar del Norte—, ésta perfeccionó los rudimentarios
ensayos de centralización concebidos por los Reyes Católicos y Carlos I. El
instrumento de este proceso fueron los Consejos, reunidos permanentemente en
una corte fija, Madrid, que alcanzó su rango de capital histórica a fines del
siglo XVI. El nombre no hace aquí la cosa, ni incluso teniendo en cuenta la
excelente situación geofísica madrileña. Lo importante es el sistema: la
polisinodia, concierto de aristócratas y letrados, de burócratas y empleados de
todo rango, que Felipe II puso al servicio de su corona. Una oleada de papel se
difundió desde todo el país, llegando en marea creciente al seno de los
distintos Consejos, agotando la capacidad de los resortes administrativos,
aturdiendo incluso al primer burócrata del Estado, el escrupuloso monarca
reinante. Pero éste retuvo a los Consejos en su puño, de modo que sus
orientaciones políticas sólo fueron retrasadas, pero no tergiversadas, por la
administración. La alta esgrima ideológica quedó reducida a un escueto núcleo
de colaboradores del Prudente: liberalizante, todavía, con Antonio Pérez;
intransigente en absoluto después de la crisis de 1580, del peligroso rumbo de
los acontecimientos exteriores, de la patente demostración del mal
funcionamiento de la economía agraria castellana desde la gran hambre de 1582.
Y
con todo, el dinamismo y la fe del pueblo castellano permitieron a la Monarquía
vivir horas de euforia universal: los turcos, contenidos en el Mediterráneo
después de la victoria de Lepanto (1571); el reino portugués, incluido en la
Corona hispánica en 1581, y con él el inmenso mundo colonial africano e índico
y la tierra de las especias; los Países Bajos, en revuelta, desde 1566,
contenidos una y otra vez dentro del murallón defensivo español; Francia,
cuidadosamente vigilada en sus amenazadores vaivenes religiosos, vuelta al
redil de la ortodoxia por la ceñuda atención del Prudente. Sólo Inglaterra —y
en auxilio inglés, la defectuosa preparación económica y naval, la bancarrota
financiera y el espectro de la miseria— acibaró los éxitos de la Hispania Magna. Del desastre de la
Invencible (1588) dependieron muchas aventuras del futuro próximo y lejano: la
imposibilidad de reducir a los neerlandeses, la recuperación de Francia como
gran potencia europea, la ya insoslayable separación de Portugal.
Muerto
el gran monarca, que impuso a sus reinos un ritmo tan agotador, sin resultados
prácticos concretos, el edificio de la Monarquía hispánica no se desplomó
bruscamente porque un vivo deseo de paz se adueñó de Occidente después de aquel
agitado período de luchas (1598, paz con Francia; 1604, con Inglaterra; 1609,
con Neerlandia). Fue una coyuntura propicia para rectificar errores, modificar
sistemas. Pero los Consejos seguían funcionando con su habitual tradición
burocrática, y ellos impusieron, en definitiva, al incapaz Felipe III
(1598-1621), sombra ya del primitivo tronco biológico de Austrias, Borgoñas y
Trastámaras, el régimen de los validos. Se inauguró con el nuevo siglo la preeminencia
política de los grandes latifundistas andaluces, gente dadivosa, infatuada,
arbitrista e incauta. El duque de Lerma, prisionero de la omnipotente polísinodia
administrativa, toleró la corrupción de la burocracia, el enquistamiento en el
gobierno de los compradores de cargos públicos. Mal de la época en Europa, pero
que en la Corte madrileña alcanzó ápices extremos. En estas circunstancias el
aparato del Estado se limitó a vegetar, considerando venerable toda institución
añeja y excelente cualquier arbitrio que permitiera mantener intacto el
esplendor búdico de la Monarquía. Nadie puede sorprenderse, pues, de la drástica
medida que puso fin a la diversidad religiosa de las Españas. Los moriscos
valencianos y andaluces, y a su remolque los de Aragón y Castilla, en número de
trescientos mil, fueron expulsados desde 1609. Se eliminó de esta manera
cualquier peligro que pudiera proceder del litoral mediterráneo —como el
experimentado por la generación filipina durante la gravísima crisis de la
sublevación de las Alpujarras, en 1568—. Se logró, además, una completa unidad
religiosa, remate de una lucha que había empezado seis siglos antes y en cuyos
fines comulgaban todos los españoles de la época. Y ello, en primer lugar,
porque, como en el caso de los judíos y conversos, a la sociedad de los
cristianos viejos le había faltado mordiente para asimilar a la «nación de
cristianos nuevos de moros», estrechamente solidaria y tradicionalista, y aun
apegada al mundo musulmán exterior, fuesen los berberiscos argelinos o los
turcos otomanos. La única medida que podía resolver aquel problema era la
expulsión. Y así fue decretado.
El
extrañamiento de los moriscos fue un negocio ruinoso, llevado a cabo sin la
preparación que exigía el delicado problema de sustituir a aquella mano de obra
agrícola, que detentaba además el tráfico de mercancías, gran parte del préstamo
y la obligación de hacer frente a los intereses que gravaban sus fincas.
Algunos prohombres se beneficiaron con el trasiego de bienes, propiedades y arrendamientos;
pero el país perdió un nuevo chorro de energía en el mismo momento, en que
debería hacer frente a la enorme crisis económica, social y política del siglo
XVII.
No hay comentarios:
Publicar un comentario