El vuelco hispánico
y la quiebra de la
política de los Austrias
y la quiebra de la
política de los Austrias
En
el decenio auroral del siglo XVII se vislumbran en el seno de la Monarquía hispánica
síntomas de gravísima crisis. La actividad económica retrocede en todas partes,
incluso en el comercio con América, hasta entonces tan próspero. Las ciudades
se despueblan y los telares enmudecen; sólo Madrid se agiganta con la inmigración
de pícaros y miserables. El hambre viene del Sur y la peste del Norte, y ambos
enloquecen a una humanidad harto castigada por los implacables azotes del
destino. En las letras enmudece el reposado verbo humanista y la aparición del
Quijote señala el desgarro de la conciencia del escritor entre la realidad del
presente y la retórica del pasado. Ante aquel desastre, el gobierno recurre a
la grave medida de la devaluación monetaria, practicada a expensas del país.
Con ella se inicia un siglo de aventura financiera que acabará con el colapso
de 1680. Ante ese horizonte los copartícipes en la empresa hispánica de
Castilla empiezan a preguntarse hasta dónde han ido y si es posible continuar.
Los portugueses viven a la expectativa, ya que, en definitiva, se han
enquistado en los puestos de mando del Imperio en América y en los lugares de
provecho económico en Madrid; pero les duele la pérdida de la Insulindia. En
Cataluña se sale del amodorramiento del siglo XVI con un país dividido por el
bandolerismo, que no halla en la Corte ningún alivio a sus preocupaciones. Se
susurra que el rey es «castellano», que va a poner «orden» en la tierra
destruyendo su gobierno pactista, y que de Castilla vendrán en adelante obispos
y abades, virreyes y militares, para sojuzgar el país y preparar una explosión
popular que justifique su conquista. Andalucía, Aragón, la costa cantábrica y
Galicia, languidecen. Los pueblos hispánicos entran en el período de contracción
del siglo XVII con una elemental intuición pesimista: la misma de Felipe III y
sus validos. Hay que cerrar filas y aguardar tiempos mejores.
En
1621 toma el poder de España una nueva generación: la de Felipe IV (1621-1665)
y el conde-duque de Olivares. Sigue en la privanza la grandeza latifundista
andaluza, con uno de sus mas característicos representantes. Pero el nuevo
valido, hombre eufórico y vital, dio un rumbo distinto a la política de la
monarquía; sustituyó el pesimismo faraónico del duque de Lerma por un dinamismo
imperialista, como si fuera capaz de desviar el inevitable rumbo de los
acontecimientos. La primera medida consistió en sujetar los organismos burocráticos
a su omnipotente voluntad; los Consejos, depurados y atemorizados, se le sometieron
incondicionalmente. Con ello se frustró el equilibrio administrativo ideado por
los Reyes Católicos para conjugar el autoritarismo real con el interés de los
cuerpos privilegiados. Este importante paso en la centralización del poder en
una sola mano fue seguido por otro no menos decisivo: el de forzar a los
territorios autónomos de la Monarquía a marchar a compás de la política
desplegada por el gobierno de Castilla.
Puede
discutirse esta política del conde-duque en cuanto su principal obligación consistía
en rehacer la economía de Castilla, ordenar la hacienda del Estado y salvar el
Imperio americano del desastre. En lugar de meterse en los incómodos conflictos
europeos, donde le aguardaba la potencialidad de Francia y Holanda, Olivares
debía restañar las primeras heridas causadas en el mar Caribe por los
neerlandeses y poner las Indias en pie de guerra. Por el contrario, con el oro reunido en Andalucía para practicar esta
sana política, costeó las operaciones militares de la guerra de los Treinta Años.
Su resultado fue liquidar en Europa el futuro del Imperio americano. Bien se
vio en 1628, a raíz del desastre naval de Matanzas (Cuba). Las líneas de
comunicación imperial saltaron destrozadas, y desde entonces incluso los
piratas de La Tortuga pudieron atreverse con el antiguo coloso de los mares. Ahí,
en América, se halla la clave del fracaso del conde-duque en Europa, la razón
de los reveses navales (Las Dunas, 1639) y militares (Rocroi, 1643), el motivo
de la secesión de Portugal y Cataluña. La llegada del tesoro americano será
cada día más aleatoria y la flota de Indias no podrá cruzar el Atlántico en el
crucial año de 1639.
Pero
prescindiendo de estas luces con que las recientes investigaciones iluminan los
insensatos malabarismos del noble andaluz, es imposible dejar de reconocer que
el programa del conde-duque tenía aspectos convenientes; entre otros, a la
larga, la inevitable participación de los hombres de la periferia en la
colonización americana. Pero frustraron sus intentos desde el primer instante —ya
en 1622 hubo viva polémica en Barcelona respecto a los límites de la autoridad
real—, el tono amenazador de su aplicación y, sobre todo, los oblicuos caminos
que siguió para reducir Portugal y la Corona de Aragón a la dictadura
gubernamental. Ni los portugueses ni los catalanes habían contribuido a las
necesidades de la Monarquía con los sacrificios de los castellanos; ni unos ni
otros habían experimentado la sangría económica y biológica de estos últimos.
Pero tampoco habían obtenido las colosales compensaciones otorgadas a Castilla:
la exploración del continente americano, la primacía cultural y política en el
seno de España. Es, pues, de buena lógica que al sentir en sus carnes el
trallazo del conde-duque de Olivares, quien sólo les ofrecía participar en las
responsabilidades, mas no en los beneficios de las futuras y quiméricas
empresas, se parapetaran, recelosos, tras los sólidos muros de la legislación
autonómica fernandina.
La
guerra de nervios entre el poder central y los territorios periféricos habría
quizá derivado hacia un compromiso más o menos satisfactorio para los deseos de
ambas partes, si la intervención de Francia, en la guerra de los Treinta Años y
su declaración de guerra a España (1635) no hubiesen abierto rápidamente la
brecha de la desunión política hispánica. En París hallaron los descontentos
catalanes y portugueses el apoyo exterior que necesitaban para declararse en
abierta rebeldía contra su monarca. Esta escisión, de marcado carácter
tradicionalista en Cataluña, donde aún pervivía la teoría de gobierno
paccionado, fue precedida por dos fenómenos que es preciso considerar para
formarse idea del complejo mental de aquella coyuntura, Uno es el desarrollo de
la propaganda austracista, fomentada en Madrid por el oro del conde-duque de
Olivares; al mismo borde de la ruina, su trompeteo furioso clamaba por la
universalidad de la Monarquía hispánica, rubricada por un infantil altanerismo
subversivo. Otro es la inquietud general entre los campesinos de toda España,
que en Cataluña provocó movimientos de violenta desesperación a causa de los
inevitables choques con las tropas mercenarias y, sobre todo, a causa de la
peligrosísima actitud del gobierno central, dispuesto a que estallara el polvorín
con la esperanza de recoger el poder absoluto una vez el país hubiese saltado
en mil pedazos.
Esta
política suicida condujo a la revuelta armada en el campo catalán desde finales
de 1639 y a la feroz explosión del descontento campesino en la jornada
barcelonesa del Corpus Christi de 1640. Pero todavía se habría podido limitar y
sofocar la pasión popular, si el conde-duque de Olivares no hubiera decidido
aprovechar el momento para realizar su programa en Cataluña, y si Francia, a la
expectativa de lo que ocurría, no se hubiera propuesto aprovechar a fondo
aquella coyuntura. De este modo reverdeció en el Principado la lucha que ya lo
había dividido en el Cuatrocientos entre las presiones castellanas y las
ambiciones francesas. Y, a compás de la misma, dando un nuevo tirón a la
cuarteada unidad de la Monarquía hispánica, Portugal declaróse en rebeldía y
eligió su propio soberano en el seno de la familia de los Braganza (1640).
Después
de veintidós años de jactanciosa omnipotencia, el conde-duque de Olivares fue
exonerado de la privanza ante el fatal desenlace de su experiencia política
(1642). Mientras en los campos de batalla de Europa el ejército español, mal
equipado, iba dejando a jirones las glorias de su bandera (Rocroi, 1643; Lens,
1648; Las Dunas, 1658), en la Península, Portugal lograba consolidar su
independencia (1668) y Cataluña obtenía el reconocimiento de sus libertades
peculiares (1653); En resumen, Castilla, agotada, caía en un siniestro
pesimismo, y Cataluña, por reacción al programa del conde-duque; se aferraba
desesperadamente a un orden legal que para ella significaba, de un lado; una
seguridad política; pero, a la vez, el anquilosamiento dentro de una estructura
económica y social ya periclitada. Lo más grave del caso fue que el triunfo de
Cataluña y la pérdida de Portugal impresionaron tan vivamente a la Corte y a
sus órganos, que durante el reinado de Carlos II la doctrina oficial fue
respetar a fondo los privilegios de los territorios y de los individuos —incluso
de los «beneméritos» encomenderos americanos—. El neoforalismo coincidió, paradójicamente,
con el desarrollo en la periferia de vivos intereses económicos y de reiteradas
peticiones de reformismo de la administración de la Monarquía.
La
efervescencia catalana, no colmada por los mezquinos resultados de la actuación
gubernamental, que para el país habían representado la pérdida del Rosellón y
parte de la Cerdaña por el tratado de paz de los Pirineos (1659), apoyó en 1669
el primer golpe de Estado que en la Edad Moderna partió de la periferia de la
Península para reformar la administración y la política de la Monarquía: el de
Juan José de Austria. Pero, ni las circunstancias ni los personajes permitieron
recoger aquel deseo de renovación, que se esterilizó en un frívolo mesianismo.
España, juguete en la política internacional de los ejércitos y en la vida económica
de los mercaderes de Luis XIV, se convirtió en presa fácil para la absorbente
ambición de Versalles. En la contradanza de paces y guerras que caracteriza el
reinado de Carlos II (1665-1700), culminó la incapacidad de la burocracia
austracista para dar a la monarquía una relativa eficiencia militar o bien una
precaria pero aprovechable paz. Sucesivamente se fueron desgranando posesiones:
el Artois, el Franco Condado, las grandes plazas que defendían la frontera de
Flandes. Pero lo más grave no fueron estos reveses, sino la absoluta pérdida de
prestigio. Todos podían a España, no sólo en el campo de batalla, sino en las
actividades económicas, caídas tan bajo que la Monarquía se había convertido en
mera colonia de las grandes potencias europeas.
Ya
en estos sucesos se advirtió que el aparato estatal estaba muy por debajo de
las posibilidades del país, aunque cien años de frivolidad gubernamental
hubiesen extendido la corrupción y el egoísmo en las distintas clases sociales.
En esta nueva estela de sufrimientos, a Cataluña le correspondió la peor parte,
ya que fue el principal teatro de operaciones en las guerras libradas contra
Francia. Pero en esta ocasión no se quebrantó su fidelidad monárquica; antes
bien, aceptó gustosamente su responsabilidad hispánica, en el ara de un
oficioso amor a la dinastía reinante, específicamente centrado en la
personalidad del doliente Carlos II.
Ante
la impotencia de España para mantener sus posesiones territoriales en Europa —posesiones
clave, como Flandes y el Milanesado—, Europa decidió proceder a una desmembración
de la Monarquía española. Iba en ello su seguridad y, claro está, la satisfacción
de muchas ambiciones históricas. Favoreció los proyectos de las cortes europeas
la falta de sucesión de Carlos II: Francia y Austria apetecían para sí la
fabulosa herencia; Inglaterra y Holanda deseaban evitar una aplastante hegemonía
continental en manos de cualquiera de aquellas potencias. Las intrigas se
anudaron alrededor del lecho de Carlos II, hasta que éste, frustradas algunas
soluciones que parecían satisfactorias —la candidatura de Fernando José de
Baviera—, se inclinó hacia los designios del partido francés. El deseo de
mantener la unidad de la Monarquía hispana en el mundo fue el peso decisivo en
la opción de la Corte. Como heredero de Carlos II se señaló, pues, a Felipe de
Anjou, quien, de momento, fue aceptado por el país sin ninguna oposición.
Las
rencillas internacionales lanzaron a España a una larga guerra de sucesión: Los
adversarios de los Borbones emplearon todos los recursos para debilitarlos,
entre ellos el fomento del arraigado tradicionalismo político en la Corona de
Aragón. Es necesario decir que, por prudencia o conveniencia, Felipe V se
presentó ante los catalanes como celoso amante de sus libertades. La obra de
las Cortes de 1701-1702 —las primeras que tuvieron conclusión desde las de 1599—
no fue vana, tanto en la consolidación de los fueros del país como en abrirle
las puertas del futuro mediante el reconocimiento de su derecho a comerciar con
América. Pero las dificultades creadas por la guerra fomentaron el espíritu
legitimista de unos catalanes y el deseo de desquite de otros —desquite de la
situación creada en 1660—. A ello se mezclaron las eternas inquietudes sociales
entre los campesinos y los artesanos. En 1705, una afortunada conjura,
preparada por Inglaterra, libró a los austracistas la ciudad de Barcelona, que
quedó convertida en capital hispánica del pretendiente. Esta vez los catalanes
lucharon obstinadamente para defender su criterio pluralista en la ordenación
de la Monarquía española, aun sin darse cuenta de que era precisamente el
sistema que había presidido la agonía de los últimos Austrias y que sin un
amplio margen de reformas de las leyes y fueros tradicionales no era posible
enderezar el país. Lucharon contra la corriente histórica y esto suele pagarse
caro. En todo caso, ni la actitud de Cataluña fue unánime, ni el gobierno
establecido por el Archiduque en Barcelona demostró hallarse a la altura de la
tarea que le incumbía en una futura España. Por el contrario, perpetuáronse los
vicios y defectos de la administración anterior, haciendo imposible la
organización sistemática de los recursos de la Corona de Aragón. Sin la ayuda
extranjera, aquel gobierno habría entrado en colapso en cuestión de meses. Pero
los catalanes que seguían al Archiduque creían de buena fe, y estaban por ello
bien convencidos de que defendían la verdadera causa de España y no tan sólo un
puñado de privilegios.
Castilla,
algún tanto recalcitrante primero ante la presencia de un Borbón y de ministros
franceses en Madrid, acabó abrazando con entusiasmo la causa de Felipe V. Los
altos cuerpos de la Corte y la administración contribuyeron a este cambio, pero
el impulso fue de base muy popular. En una de esas sacudidas inexplicables de
su historia, se convirtió en el más firme puntal de la dinastía borbónica.
Sobre todo cuando Luis XIV se vio obligado a mendigar la paz ante la victoriosa
coalición enemiga. Es posible que en ese cambio influyera la acción de una
eficaz propaganda, dirigida no sólo contra el Archiduque, sino contra los
catalanes, a quienes se atribuían tenebrosos propósitos de avasallamiento de
Castilla. En síntesis, el ejercito francocastellano se impuso al angloaustrocatalan
en Brihuega (1710). Cuatro años más tarde, Barcelona se rendía a las tropas de
Felipe V y España quedaba llana como la palma de la mano para aplicar una política
objetiva y realista (1714). Pero a la mística del foralismo sucedió la mística
de la centralización a todo trance, no sólo administrativa, sino incluso
mental. Y en esta empresa fracasarían también la dinastía borbónica y sus
colaboradores.
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