sábado, 6 de abril de 2013

17.El vuelco hispánico y la quiebra de la política de los Austrias


El vuelco hispánico
 y la quiebra de la
 política de los Austrias
 

            En el decenio auroral del siglo XVII se vislumbran en el seno de la Monarquía hispánica síntomas de gravísima crisis. La actividad económica retrocede en todas partes, incluso en el comercio con América, hasta entonces tan próspero. Las ciudades se despueblan y los telares enmudecen; sólo Madrid se agiganta con la inmigración de pícaros y miserables. El hambre viene del Sur y la peste del Norte, y ambos enloquecen a una humanidad harto castigada por los implacables azotes del destino. En las letras enmudece el reposado verbo humanista y la aparición del Quijote señala el desgarro de la conciencia del escritor entre la realidad del presente y la retórica del pasado. Ante aquel desastre, el gobierno recurre a la grave medida de la devaluación monetaria, practicada a expensas del país. Con ella se inicia un siglo de aventura financiera que acabará con el colapso de 1680. Ante ese horizonte los copartícipes en la empresa hispánica de Castilla empiezan a preguntarse hasta dónde han ido y si es posible continuar. Los portugueses viven a la expectativa, ya que, en definitiva, se han enquistado en los puestos de mando del Imperio en América y en los lugares de provecho económico en Madrid; pero les duele la pérdida de la Insulindia. En Cataluña se sale del amodorramiento del siglo XVI con un país dividido por el bandolerismo, que no halla en la Corte ningún alivio a sus preocupaciones. Se susurra que el rey es «castellano», que va a poner «orden» en la tierra destruyendo su gobierno pactista, y que de Castilla vendrán en adelante obispos y abades, virreyes y militares, para sojuzgar el país y preparar una explosión popular que justifique su conquista. Andalucía, Aragón, la costa cantábrica y Galicia, languidecen. Los pueblos hispánicos entran en el período de contracción del siglo XVII con una elemental intuición pesimista: la misma de Felipe III y sus validos. Hay que cerrar filas y aguardar tiempos mejores.
            En 1621 toma el poder de España una nueva generación: la de Felipe IV (1621-1665) y el conde-duque de Olivares. Sigue en la privanza la grandeza latifundista andaluza, con uno de sus mas característicos representantes. Pero el nuevo valido, hombre eufórico y vital, dio un rumbo distinto a la política de la monarquía; sustituyó el pesimismo faraónico del duque de Lerma por un dinamismo imperialista, como si fuera capaz de desviar el inevitable rumbo de los acontecimientos. La primera medida consistió en sujetar los organismos burocráticos a su omnipotente voluntad; los Consejos, depurados y atemorizados, se le sometieron incondicionalmente. Con ello se frustró el equilibrio administrativo ideado por los Reyes Católicos para conjugar el autoritarismo real con el interés de los cuerpos privilegiados. Este importante paso en la centralización del poder en una sola mano fue seguido por otro no menos decisivo: el de forzar a los territorios autónomos de la Monarquía a marchar a compás de la política desplegada por el gobierno de Castilla.
            Puede discutirse esta política del conde-duque en cuanto su principal obligación consistía en rehacer la economía de Castilla, ordenar la hacienda del Estado y salvar el Imperio americano del desastre. En lugar de meterse en los incómodos conflictos europeos, donde le aguardaba la potencialidad de Francia y Holanda, Olivares debía restañar las primeras heridas causadas en el mar Caribe por los neerlandeses y poner las Indias en pie de guerra. Por el contrario, con el oro reunido en Andalucía para practicar esta sana política, costeó las operaciones militares de la guerra de los Treinta Años. Su resultado fue liquidar en Europa el futuro del Imperio americano. Bien se vio en 1628, a raíz del desastre naval de Matanzas (Cuba). Las líneas de comunicación imperial saltaron destrozadas, y desde entonces incluso los piratas de La Tortuga pudieron atreverse con el antiguo coloso de los mares. Ahí, en América, se halla la clave del fracaso del conde-duque en Europa, la razón de los reveses navales (Las Dunas, 1639) y militares (Rocroi, 1643), el motivo de la secesión de Portugal y Cataluña. La llegada del tesoro americano será cada día más aleatoria y la flota de Indias no podrá cruzar el Atlántico en el crucial año de 1639.
            Pero prescindiendo de estas luces con que las recientes investigaciones iluminan los insensatos malabarismos del noble andaluz, es imposible dejar de reconocer que el programa del conde-duque tenía aspectos convenientes; entre otros, a la larga, la inevitable participación de los hombres de la periferia en la colonización americana. Pero frustraron sus intentos desde el primer instante —ya en 1622 hubo viva polémica en Barcelona respecto a los límites de la autoridad real—, el tono amenazador de su aplicación y, sobre todo, los oblicuos caminos que siguió para reducir Portugal y la Corona de Aragón a la dictadura gubernamental. Ni los portugueses ni los catalanes habían contribuido a las necesidades de la Monarquía con los sacrificios de los castellanos; ni unos ni otros habían experimentado la sangría económica y biológica de estos últimos. Pero tampoco habían obtenido las colosales compensaciones otorgadas a Castilla: la exploración del continente americano, la primacía cultural y política en el seno de España. Es, pues, de buena lógica que al sentir en sus carnes el trallazo del conde-duque de Olivares, quien sólo les ofrecía participar en las responsabilidades, mas no en los beneficios de las futuras y quiméricas empresas, se parapetaran, recelosos, tras los sólidos muros de la legislación autonómica fernandina.
            La guerra de nervios entre el poder central y los territorios periféricos habría quizá derivado hacia un compromiso más o menos satisfactorio para los deseos de ambas partes, si la intervención de Francia, en la guerra de los Treinta Años y su declaración de guerra a España (1635) no hubiesen abierto rápidamente la brecha de la desunión política hispánica. En París hallaron los descontentos catalanes y portugueses el apoyo exterior que necesitaban para declararse en abierta rebeldía contra su monarca. Esta escisión, de marcado carácter tradicionalista en Cataluña, donde aún pervivía la teoría de gobierno paccionado, fue precedida por dos fenómenos que es preciso considerar para formarse idea del complejo mental de aquella coyuntura, Uno es el desarrollo de la propaganda austracista, fomentada en Madrid por el oro del conde-duque de Olivares; al mismo borde de la ruina, su trompeteo furioso clamaba por la universalidad de la Monarquía hispánica, rubricada por un infantil altanerismo subversivo. Otro es la inquietud general entre los campesinos de toda España, que en Cataluña provocó movimientos de violenta desesperación a causa de los inevitables choques con las tropas mercenarias y, sobre todo, a causa de la peligrosísima actitud del gobierno central, dispuesto a que estallara el polvorín con la esperanza de recoger el poder absoluto una vez el país hubiese saltado en mil pedazos.
            Esta política suicida condujo a la revuelta armada en el campo catalán desde finales de 1639 y a la feroz explosión del descontento campesino en la jornada barcelonesa del Corpus Christi de 1640. Pero todavía se habría podido limitar y sofocar la pasión popular, si el conde-duque de Olivares no hubiera decidido aprovechar el momento para realizar su programa en Cataluña, y si Francia, a la expectativa de lo que ocurría, no se hubiera propuesto aprovechar a fondo aquella coyuntura. De este modo reverdeció en el Principado la lucha que ya lo había dividido en el Cuatrocientos entre las presiones castellanas y las ambiciones francesas. Y, a compás de la misma, dando un nuevo tirón a la cuarteada unidad de la Monarquía hispánica, Portugal declaróse en rebeldía y eligió su propio soberano en el seno de la familia de los Braganza (1640).
            Después de veintidós años de jactanciosa omnipotencia, el conde-duque de Olivares fue exonerado de la privanza ante el fatal desenlace de su experiencia política (1642). Mientras en los campos de batalla de Europa el ejército español, mal equipado, iba dejando a jirones las glorias de su bandera (Rocroi, 1643; Lens, 1648; Las Dunas, 1658), en la Península, Portugal lograba consolidar su independencia (1668) y Cataluña obtenía el reconocimiento de sus libertades peculiares (1653); En resumen, Castilla, agotada, caía en un siniestro pesimismo, y Cataluña, por reacción al programa del conde-duque; se aferraba desesperadamente a un orden legal que para ella significaba, de un lado; una seguridad política; pero, a la vez, el anquilosamiento dentro de una estructura económica y social ya periclitada. Lo más grave del caso fue que el triunfo de Cataluña y la pérdida de Portugal impresionaron tan vivamente a la Corte y a sus órganos, que durante el reinado de Carlos II la doctrina oficial fue respetar a fondo los privilegios de los territorios y de los individuos —incluso de los «beneméritos» encomenderos americanos—. El neoforalismo coincidió, paradójicamente, con el desarrollo en la periferia de vivos intereses económicos y de reiteradas peticiones de reformismo de la administración de la Monarquía.
            La efervescencia catalana, no colmada por los mezquinos resultados de la actuación gubernamental, que para el país habían representado la pérdida del Rosellón y parte de la Cerdaña por el tratado de paz de los Pirineos (1659), apoyó en 1669 el primer golpe de Estado que en la Edad Moderna partió de la periferia de la Península para reformar la administración y la política de la Monarquía: el de Juan José de Austria. Pero, ni las circunstancias ni los personajes permitieron recoger aquel deseo de renovación, que se esterilizó en un frívolo mesianismo. España, juguete en la política internacional de los ejércitos y en la vida económica de los mercaderes de Luis XIV, se convirtió en presa fácil para la absorbente ambición de Versalles. En la contradanza de paces y guerras que caracteriza el reinado de Carlos II (1665-1700), culminó la incapacidad de la burocracia austracista para dar a la monarquía una relativa eficiencia militar o bien una precaria pero aprovechable paz. Sucesivamente se fueron desgranando posesiones: el Artois, el Franco Condado, las grandes plazas que defendían la frontera de Flandes. Pero lo más grave no fueron estos reveses, sino la absoluta pérdida de prestigio. Todos podían a España, no sólo en el campo de batalla, sino en las actividades económicas, caídas tan bajo que la Monarquía se había convertido en mera colonia de las grandes potencias europeas.
            Ya en estos sucesos se advirtió que el aparato estatal estaba muy por debajo de las posibilidades del país, aunque cien años de frivolidad gubernamental hubiesen extendido la corrupción y el egoísmo en las distintas clases sociales. En esta nueva estela de sufrimientos, a Cataluña le correspondió la peor parte, ya que fue el principal teatro de operaciones en las guerras libradas contra Francia. Pero en esta ocasión no se quebrantó su fidelidad monárquica; antes bien, aceptó gustosamente su responsabilidad hispánica, en el ara de un oficioso amor a la dinastía reinante, específicamente centrado en la personalidad del doliente Carlos II.
            Ante la impotencia de España para mantener sus posesiones territoriales en Europa —posesiones clave, como Flandes y el Milanesado—, Europa decidió proceder a una desmembración de la Monarquía española. Iba en ello su seguridad y, claro está, la satisfacción de muchas ambiciones históricas. Favoreció los proyectos de las cortes europeas la falta de sucesión de Carlos II: Francia y Austria apetecían para sí la fabulosa herencia; Inglaterra y Holanda deseaban evitar una aplastante hegemonía continental en manos de cualquiera de aquellas potencias. Las intrigas se anudaron alrededor del lecho de Carlos II, hasta que éste, frustradas algunas soluciones que parecían satisfactorias —la candidatura de Fernando José de Baviera—, se inclinó hacia los designios del partido francés. El deseo de mantener la unidad de la Monarquía hispana en el mundo fue el peso decisivo en la opción de la Corte. Como heredero de Carlos II se señaló, pues, a Felipe de Anjou, quien, de momento, fue aceptado por el país sin ninguna oposición.
            Las rencillas internacionales lanzaron a España a una larga guerra de sucesión: Los adversarios de los Borbones emplearon todos los recursos para debilitarlos, entre ellos el fomento del arraigado tradicionalismo político en la Corona de Aragón. Es necesario decir que, por prudencia o conveniencia, Felipe V se presentó ante los catalanes como celoso amante de sus libertades. La obra de las Cortes de 1701-1702 —las primeras que tuvieron conclusión desde las de 1599— no fue vana, tanto en la consolidación de los fueros del país como en abrirle las puertas del futuro mediante el reconocimiento de su derecho a comerciar con América. Pero las dificultades creadas por la guerra fomentaron el espíritu legitimista de unos catalanes y el deseo de desquite de otros —desquite de la situación creada en 1660—. A ello se mezclaron las eternas inquietudes sociales entre los campesinos y los artesanos. En 1705, una afortunada conjura, preparada por Inglaterra, libró a los austracistas la ciudad de Barcelona, que quedó convertida en capital hispánica del pretendiente. Esta vez los catalanes lucharon obstinadamente para defender su criterio pluralista en la ordenación de la Monarquía española, aun sin darse cuenta de que era precisamente el sistema que había presidido la agonía de los últimos Austrias y que sin un amplio margen de reformas de las leyes y fueros tradicionales no era posible enderezar el país. Lucharon contra la corriente histórica y esto suele pagarse caro. En todo caso, ni la actitud de Cataluña fue unánime, ni el gobierno establecido por el Archiduque en Barcelona demostró hallarse a la altura de la tarea que le incumbía en una futura España. Por el contrario, perpetuáronse los vicios y defectos de la administración anterior, haciendo imposible la organización sistemática de los recursos de la Corona de Aragón. Sin la ayuda extranjera, aquel gobierno habría entrado en colapso en cuestión de meses. Pero los catalanes que seguían al Archiduque creían de buena fe, y estaban por ello bien convencidos de que defendían la verdadera causa de España y no tan sólo un puñado de privilegios.
            Castilla, algún tanto recalcitrante primero ante la presencia de un Borbón y de ministros franceses en Madrid, acabó abrazando con entusiasmo la causa de Felipe V. Los altos cuerpos de la Corte y la administración contribuyeron a este cambio, pero el impulso fue de base muy popular. En una de esas sacudidas inexplicables de su historia, se convirtió en el más firme puntal de la dinastía borbónica. Sobre todo cuando Luis XIV se vio obligado a mendigar la paz ante la victoriosa coalición enemiga. Es posible que en ese cambio influyera la acción de una eficaz propaganda, dirigida no sólo contra el Archiduque, sino contra los catalanes, a quienes se atribuían tenebrosos propósitos de avasallamiento de Castilla. En síntesis, el ejercito francocastellano se impuso al angloaustrocatalan en Brihuega (1710). Cuatro años más tarde, Barcelona se rendía a las tropas de Felipe V y España quedaba llana como la palma de la mano para aplicar una política objetiva y realista (1714). Pero a la mística del foralismo sucedió la mística de la centralización a todo trance, no sólo administrativa, sino incluso mental. Y en esta empresa fracasarían también la dinastía borbónica y sus colaboradores.

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