sábado, 6 de abril de 2013

18.El reformismo borbónico


El reformismo borbónico
 

            Durante un siglo, de 1700 a 1808, la nueva dinastía borbónica llevó a cabo una serie de hondas reformas. Unas venían impuestas por la liquidación del régimen austricista; hubo otras que respondieron al arbitrismo ministerial estimulado por el ejemplo europeo en la época del Despotismo Ilustrado; las más tendieron a resolver acuciantes problemas domésticos suscitados por la recuperación de la vitalidad española, vista en el aumento de población y en el auge de las actividades comerciales y manufactureras. En conjunto, el reformismo borbónico tuvo éxito en cuanto rehizo la potencialidad de España en Europa y América; pero encauzó el Estado por las vías de un rígido racionalismo, contrario al sentido histórico de lo hispano. Por otra parte, sus mismas reformas contribuyeron a suscitar nuevos problemas: el de la burguesía periférica, deseosa de expansionismo mercantil, y el del campesinado interno, ávido de tierras para el cultivo.
            Una «nueva planta» echó por la borda del pasado el régimen de privilegios y fueros de la Corona de Aragón; pero, en cambio, se conservaron en el País Vasco y Navarra, adeptos a la causa de Felipe V (1700-1746), que por tal causa fueron denominados Provincias Exentas. Cataluña quedó convertida en campo de experimentos administrativos unificados: capitán general, audiencia, intendente, corregidores, todo al objeto de que el país pagara el ejército de ocupación encargado de vigilar el cobro del impuesto único o cadastro. La transformación fue tan violenta que durante quince años estuvo al borde de la ruina. Pero luego resultó que el desescombro de privilegios y fueros le benefició insospechadamente, no sólo porque obligó a los catalanes a mirar hacia el porvenir, sino porque les brindó las mismas posibilidades que a Castilla en el seno de la común monarquía. En este período —aunque en realidad provenga de 1680— se difunde el calificativo de laborioso que, durante siglo y medio, fue tópico de ritual al referirse a los catalanes. Y, en efecto, se desarrolló entonces la cuarta gran etapa de colonización agrícola del país, cuyo símbolo fue el viñedo y cuyo resultado, el aguardiente, suscitó un activo comercio internacional, beneficioso para todas las poblaciones de la costa y, singularmente, para la marina catalana, que en pocos decenios renovó ajados laureles. En cuanto a la industria, lo decisivo fue la introducción de las manufacturas algodoneras, financiadas por los capitales sobrantes de la explotación agrícola y el auge mercantil, Estos signos de revolución industrial, estimulados por la presencia de entidades rectoras, como la Junta de Comercio de Cataluña, se difunden por toda la periferia peninsular: Valencia, Málaga, Cádiz, La Coruña, Santander, Bilbao, resurgen vivamente. Hacia 1760 las regiones del litoral superan a las del interior en población, recursos y nivel de vida. El cambio de centro de gravedad económico es un hecho inevitable, y su influencia explica la medida decretada por Carlos III (1759-1788) en 1778, quebrantando el monopolio andaluz sobre el comercio americano y liberalizándolo entre varios puertos españoles y americanos. En un decenio decuplicaron las exportaciones y una riada de dinero permitió nuevas inversiones industriales y el lujo de una política exterior independiente, basada en una eficaz flota de guerra.
            Este proceso de integración social entre los distintos pueblos de España, en el que los catalanes tomaron parte decisiva mediante una triple expansión demográfica, comercial y fabril, fue de mucha mayor enjundia que cualquier medida legislativa ideada desde la época de Felipe II. Sin embargo, la Corte perseveró en su empeño de no ver las cosas más que a través de una administración en extremo celosa de sus derechos y de sus prebendas, y también de los intereses de la aristocracia de Andalucía y Extremadura, que continuaba detentando el poder o sus aledaños a través de los cuerpos administrativos y de sus ramificaciones en los organismos de Estado: manufacturas reales, compañías privilegiadas, Banco de San Carlos, etc. Sólo bajo Carlos III, entre 1770 y 1788, a todos los españoles se les dieron, por fin, idénticas posibilidades. Pero con la lamentable obligación de tener que renunciar a hermosas parcelas de su personalidad en aras de un sacrosanto uniformismo estatal. Contra esa espiritualidad aristocrática, superficial y helada, el pueblo reaccionó diversamente según las regiones: en general, procuró captar lo más vivo, que dirigió en formas folklóricas; pero, ante la imposibilidad de forzar la barrera que separaba los dos mundos, dio a luz el casticismo hispánico. De mediados del siglo XVIII es el triunfo de la corriente popular que, partiendo del vacío de la época de los últimos Austrias, crea el marchamo de la España costumbrista: los toros, en primer lugar, y, en torno, el flamenquismo, la gitanería y el majismo.
            Frente a este movimiento, en las alturas se desarrolla la polémica del pensamiento francés. La filosofía de la Ilustración introdujo en España el concepto de la necesidad de una reforma educativa y social del país que le pusiera al nivel alcanzado por otras naciones en el aspecto económico, científico y técnico; y también, el espíritu de crítica respecto al legado religioso de Occidente concretado en la obra de la Iglesia católica. Estas ideas fueron difundidas por cuatro generaciones de intelectuales —que se presentan respectivamente por los nombres de Feijoo, Flórez, Campomanes y Jovellanos— y aceptadas poco a poco por una minoría de aristócratas, hidalgos, clérigos, intelectuales y estudiantes universitarios. Los núcleos difusos del nuevo pensamiento se centraron en las Sociedades de Amigos del País, organizadas desde el gobierno (1774) a imagen de la Sociedad Vascongada, que se fundó en 1765. La burguesía apenas respondió a este movimiento, porque en realidad aún no existía en España como tal clase social.
            Los ministros que gobernaron en esta época, procedentes de la nobleza o la clase media acomodada y oriundos en su mayor parte de la periferia (Ensenada, logroñés; Campomanes y Jovellanos, asturianos; Aranda, de Aragón; Floridablanca, murciano; los Gálvez, malagueños), aplicaron sus esfuerzos a resolver el problema decisivo de la economía española: el de la agricultura meridional. Un aumento de tres millones de almas en la población obligaba a esta concentración de la óptica ministerial. Las medidas arbitradas fueron de orden vario: equipamiento de las vías de comunicación, con la apertura de canales y el desarrollo de la red de carreteras; programa de colonización interior, como la emprendida por Olavide en Sierra Morena; proyectos de desvinculación de los mayorazgos y de desamortización eclesiástica. Una de ellas fue tajante: el fin de los privilegios de la trashumancia encarnados en la poderosa organización pastoril, la Mesta. Cabe calibrar ese cambio de rumbo teniendo en cuenta la mentalidad económica prevaleciente en Castilla desde el siglo XII. Pero, sin embargo, esa política no alcanzó las raíces del problema, cuya solución exigía unos recursos económicos y una buena voluntad muy alejados de la posibilidades españolas de la época: la de los arrendamientos rústicos a corto plazo, la de las comunidades agrarias empobrecidas por los abusos señoriales aún persistentes, la de los latifundios baldíos y las «manos muertas». En Castilla no faltaba tierra para el ejército de 150.000 mendigos que pululaban por el país. Pero los obstáculos fueron insuperables e incluso las reformas propuestas por Jovellanos en su Informe sobre la ley Agraria no pasaron de ser un testimonio de previsor patriotismo.
            Nadie desconocía que se vivía sobre un volcán o por lo menos sobre la posibilidad de un grave estallido de descontento popular. En 1765 se había decretado la libertad del comercio de cereales —medida muy atinada para provocar el progreso de la agricultura, pero no para asegurar el abastecimiento de las urbes—. Al año siguiente, una cosecha corta, incidiendo sobre el precio de los cereales, levantó a las masas urbanas en Madrid y varias ciudades de Castilla y Aragón. El movimiento, canalizado en la capital contra la privanza del marqués de Esquilache (1766), reveló la gravedad del problema de la tierra y motivó la primera ley de reforma agraria que conoce la historia de Andalucía y Extremadura. Pero la dificilísima peripecia de su aplicación y fracaso final (1766-1793) ha quedado oculta tras el diversionismo de los ministros ilustrados de Carlos III, quienes hicieron recaer la culpa de la agitación popular en la Compañía de Jesús. Esta fue expulsada de España y América en 1767, y suprimida luego por la Santa Sede al socaire de una campaña organizada por los gobiernos borbónicos de España, Francia e Italia. Con ello no se logró pacificar el país, pero sí terminar a favor de los intereses de la Monarquía la lucha de ésta contra el Papado en defensa de sus regalías: o sea, la sumisión de la Iglesia a los intereses del Estado. Y el primer peldaño estribaba en ganar la batalla de la instrucción pública, eliminando de Universidades y colegios a los jesuitas que detentaban la enseñanza en ellos.
            La polarización de gran parte de los anhelos reformistas bajo la égida de Carlos III ha convertido a este monarca en el paradigma del Despotismo Ilustrado en España. Su misma personalidad revela la amplitud de objetivos propuestos y la timidez en los recursos empleados para alcanzarlos. Es evidente que dio al país un tono de modernidad política y desahogo económico, a la vez que una sensación de fortaleza en las guerras marítimas que libró contra Inglaterra en defensa del Imperio americano: desafortunada la primera (1761 a 1763), ventajosa la segunda, en que apoyó a los colonos ingleses de Norteamérica en su lucha por la independencia (1779-1783). Su obra habría alcanzado mayor desarrollo, incluso teniendo en cuenta la menguada categoría humana de su sucesor, Carlos IV (1788 a 1808), si el desencadenamiento de la revolución en Francia no hubiese motivado un viraje peligroso para la política interna española. Echando por la borda el programa reformista, el ministro de aquel monarca, Godoy, sólo conservó el aparato externo del Despotismo Ilustrado: la omnipotencia ministerial, la dictadura de la administración sobre el país. Durante dos decenios (1788-1808) se incubó en muchas almas el espíritu revolucionario que habría de estallar en 1808, con motivo de la crisis de la Monarquía. Alimentóse, en unos, con la llama de la tradición dinástica, y, en otros, con el alborozado deseo de sumergirse en el desbordante océano de ilusiones surgido de la Revolución francesa.

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