sábado, 6 de abril de 2013

20.La crisis del siglo XX


La crisis del siglo XX
 

            Durante la primera mitad del siglo XX, España fue sacudida por una profunda crisis. No le quita importancia el hecho de que pueda considerarse como una versión regional de la crisis general europea de esta centuria. Si muchos problemas fueron idénticos y paralelos, hay algunas facetas de este proceso que afectan exclusivamente a la vida española.
            En primerísimo lugar, el desasosiego español se manifestó mucho antes que el europeo, en plena época del dorado y prosaico fin du siècle. Aunque muchos indicios apuntaban hacia un hondo cambio espiritual, éste cristalizó al amparo de la derrota experimentada por España ante los Estados Unidos en 1898. El frívolo optimismo oficial, el fácil patriotismo callejero, dejaron paso a una consternación universal, que en unos fue simple rellano para otra etapa intrascendente y en otros sentimiento de humillación y vergüenza, de jurada voluntad de cambio, ya por los caminos de la exaltación nacionalista, ya por los del internacionalismo revolucionario. Estos dos últimos grupos estaban de acuerdo en que aquello —el gobierno, la sociedad, la vida cursi y boba, el engaño, la rutina y la pereza— no podía seguir sin provocar la extinción de España. Pero ¿qué era España? A esta pregunta se contestó en forma muy varia: España era Castilla, España era Africa, España era una entelequia, España era la suma de las regiones autónomas de la época de los Reyes Católicos, etc. Aquella generación, sin embargo, lanzó dos afirmaciones unánimes y tajantes: España no les gustaba tal como era y era preciso europeizarla a toda costa. Sobre qué forma se daría a la futura España que ambicionaban aquellos hombres, hubo divergencia de miras: los periféricos, sobre todo los catalanes, predicaron una solución optimista, constructiva, burguesa e historicista; los castellanos, en cambio, se caracterizaron por su pesimismo, el desgarro de su pasado, su aristocratismo y su abstractismo. Ambos grupos tenían su razón de ser en un nacionalismo ardiente, que deseaba quemar etapas y restaurar la grandeza de España. Si ello no era posible, si España estaba muerta, los catalanes, los vascos, los gallegos habrían de renunciar a sobrellevar el peso de Castilla. Todo el problema estaba ahí. El impacto de esta inquieta mentalidad en la masa española suscitó, de momento, una recuperación intelectual y literaria de primer orden, que no cedió a lo largo de los decenios sucesivos, Pero las ideas que contenía —ideas explosivas, capaces de hacer saltar al país en pedazos— sólo trascendieron a la política hacia 1917, después de una condigna elaboración filosófica e histórica.
            La divergencia generacional a que hemos aludido —y que expresamos en el doble grafismo: 1898 para Castilla, 1901 para Cataluña— provocó un disentimiento de criterios entre Castilla y Cataluña respecto a cuál había de ser la organización del Estado español. En el ápice de la polémica intelectual y del juego político se llegó a posiciones especulativas abocadas al mutuo separatismo ideológico, que no dejaron de ser aprovechadas por los captadores de fáciles entusiasmos. La estricta realidad de los hechos revela, dentro de la corriente nacionalista mencionada, una intervención de los catalanes en la vida científica, social y económica de España superior a cualquiera de la que tuvieron en el pasado. En el fondo de este asunto se debatió no sólo la posibilidad de admitir una cultura autóctona y auténtica como representativa de una modalidad de lo hispánico, sino también la posibilidad de dar al Estado una estructura eficiente y moderna, cuyos dirigentes, en lugar de politiquear, lo abocaran a la solución de los mas urgentes y dramáticos problemas del país. Para cohonestar ambas tendencias, los nacionalistas catalanes solicitaban un régimen de autonomía. Su propuesta fue envidriada por anquilosadas concepciones y por el temor de que iba a producirse el cuarteamiento del Estado español surgido del Renacimiento o bien el declive de la misión histórica de Castilla como entidad nacional fundadora del mismo.
            El tercer problema fue el religioso. Eran generales en Europa, desde luego, el ataque contra el catolicismo y la separación de las masas del seno de la Iglesia; pero específicamente español fue el modo de presentarse, de combinarse con la política e incluso con la guerra. El liberalismo aristocrático y burgués decimonónico había sido regalista y moderadamente laico; su gran objetivo consistió en eliminar a las Ordenes religiosas y proceder a la adquisición de sus bienes. Pero la Iglesia secular debía ser defendida y protegida por el mismo Estado (Constitución de 1845, Concordato de 1851). Mientras tanto, las corrientes democráticas, republicanas y federales predicaron no sólo un anticlericalismo general, sino también, y por vez primera en España, una actitud atea. La escisión que se produjo en el seno del país en 1869 cuando se discutió el tema de la unidad católica de España debía repercutir hondamente en el futuro. Desde 1868, la propaganda antirreligiosa abrió anchos boquetes en el antiguo bloque católico español, sobre todo en las zonas industriales proletarizadas. La reacción de la Iglesia fue bastante débil a lo largo de la centuria, si exceptuamos el grupo de apologetas dirigido por Balmes; a finales de ella, sólo una personalidad, Menéndez y Pelayo, se elevó sobre la vulgaridad para defender la raíz católica de la vida hispánica. No obstante, en estos años de la Restauración, la mano abierta de los gobernantes favoreció a la Iglesia mediante la difusión de la enseñanza por antiguas y nuevas congregaciones religiosas. Un nuevo factor a señalar es el de la vinculación regionalista de gran parte del clero periférico, impulso que suscitó una poderosa corriente de recuperación religiosa. Así, también la Iglesia española tuvo su generación del 98. De esos focos locales —Cataluña, Valencia, Asturias, País Vasco, sobre todo— partió una oleada de restauración litúrgica, que halló nuevos arrimaderos de fervor popular, sobre todo entre la nobleza, la burguesía y las clases medias. En estas condiciones de recuperación católica, fue más vivo el choque con la primera oleada anticlerical del siglo, que se desencadenó en 1901 a remolque de las campañas francesas y portuguesas. La demagogia desbordó su cascada sobre las masas proletarizadas y preparó su ruptura con la Iglesia, acusada de ser instrumento de la burguesía y de los propietarios contra sus reivindicaciones de clase. Esta psicología de defraudación puede explicar los atentados contra los templos de que tan pródiga ha sido la reciente historia española, a partir de la Semana Trágica barcelonesa de 1909. Sin embargo, la Iglesia no abandonó el camino que se había trazado: la reconquista de la sociedad por las vías de la educación.
            En el campo social sus tentativas fueron muy tímidas, aunque muchas y variadas, tanto en las zonas industriales como en las agrarias. Por desgracia, los dirigentes de esta acción, incluso las más altas jerarquías, no hallaron el apoyo de que eran merecedores. En 1917 —crisis general en las relaciones laborales— el movimiento obrero católico fue sacrificado y dejado a su suerte. El sindicalismo amarillo se nutriría de este grupo, desviándolo hacia posiciones de combate que no favorecieron ni la paz social ni la tolerancia religiosa.
            La actitud de las clases conservadoras respecto a las reivindicaciones obreras fue en España más intransigente que en otros países de Occidente a causa de la presencia de un movimiento anarquista desbordante y demoledor. Todavía hoy está por aclarar si el anarquismo se desarrolló a consecuencia de la falta de visión y la dureza del patronato español, o bien si éste adoptó su posición de fuerte resistencia ante la tendencia del sindicalismo anarquista a la acción subversiva o declaradamente revolucionaria. En todo caso, mientras la burguesía e incluso los gobiernos llegaron a poder negociar con la Unión General de Trabajadores (U.G.T.), organización laboral del Partido Socialista, y éste participó en la vida política y municipal española, el sindicalismo anarquista fue inmanejable. De hecho, hay que distinguir en él dos corrientes: el sindicalismo puro, de invitación francesa, apolítico y partidario de la acción directa, que se organiza en Barcelona desde 1901 (y da lugar a la Solidaridad Obrera, a la Federación de Sociedades Obreras de Barcelona, a la confederación Regional del Trabajo de Cataluña y a la Confederación Nacional del Trabajo, o C.N.T., y los Sindicatos Unicos, 1918), y el anarquismo militante. Esta corriente, decaída después del fracaso del terrorismo individualista de finales de siglo, fue adueñándose poco a poco del sindicalismo laboral, hasta someterlo (después de 1909) a sus ideales de revolución social, cataclismática y definitiva. Así se fue concretando el anarcosindicalismo, cuya simbiosis hicieron indestructible las luchas callejeras barcelonesas entre 1919 y 1923. Sindicalistas, anarquistas teóricos, profesionales del terrorismo, pistoleros, se mezclaron en uno de los conjuntos subversivos más explosivos —y todavía menos estudiados— del complejo social europeo surgido de la guerra del 14. Gente dispuesta a arrebatar el poder de manos de la burguesía y de sus fuerzas coactivas, a aniquilar el Estado en un gran empujón revolucionario, y a iniciar una vida de propiedad colectivizada en el seno de municipios libres, de economía agraria y patriarcal. Utopía desmadejada, sin parangón posible en el mundo, pura reacción del campesino analfabeto transformado en obrero mecanizado de una empresa urbana.
            En fin, el último rasgo hispánico de la crisis del siglo XX es el agrario. No es exclusivo, pues fue compartido con los países de la Europa oriental y balcánica; pero sí diferencial, en cuanto no lo presentaron los demás países de Occidente. Este arduo problema, a la vez moral, económico, técnico y social, quedó orillado en la obra de gobierno de los partidos turnantes —selección de los grandes propietarios—. La Primera Guerra Mundial le dio una solución momentánea con las demandas de productos del campo y de materias primas por parte de los países beligerantes. Pero la caída de precios y el desempleo subsiguiente agravaron el ya inquietante horizonte del campo español.
            Las demás facetas de la crisis hispánica son idénticas a las europeas generales: diversidad de miras entre dirigismo y libertad económicos; entre autoritarismo y democracia; entre propiedad privada y colectivización de los medios de producción; entre concepción humanista y concepción materialista de la vida. Pero dado el temperamento hispano y la entidad de los problemas aludidos, se desarrollaron en el suelo peninsular con una violencia extremada.
            Hasta 1936 se intentaron tres soluciones para vencer las dificultades con que tropezaba la organización de la sociedad española. La primera fue, bajo el reinado efectivo de Alfonso XIII (1902-1931), la aplicación correcta del régimen parlamentario, tal como se presentaba en la Constitución de 1876 y como Cánovas, su autor, no había querido desarrollarlo. El artífice de esta política fue Antonio Manta; su gran idea, la reforma de la administración local, que consideró en la doble vertiente de descuajar el caciquismo en Castilla y dar cabida a los deseos autonomistas de Cataluña. Pero la explosión obrerista de 1909 en Barcelona —presentida desde 1901, pero no evitada por quienes consideraban el problema obrero bajo una óptica de orden público— determinó el fracaso de tal política. Una orientación a la izquierda, preconizada por José Canalejas, representó algunos avances por un espacio limitado de tiempo. Su asesinato y la declaración de la Primera Guerra Mundial cancelaron aquella esperanzadora experiencia reformista.
            A pesar de que España se mantuvo neutral, la guerra provocó el desquiciamiento de la sociedad decimonónica. El doble chorro que se inyectaba desde los campos de batalla de Europa —dinero para abastos, ideas para mantener la fe en la lucha— alentó el proceso de transformación. Incluso el ejército experimentó el impacto subversivo: en su seno se constituyeron las Juntas de Defensa. Sus actos, sus proclamas, contribuyeron a demoler los principios en que se basaban los gobiernos parlamentarios, gobiernos de pura gestión, atosigados por las reivindicaciones políticas, sociales y autonomistas.. En 1917 esta situación hizo crisis. La huelga obrera de aquél año fue sofocada por el ejército y la burguesía catalana, que acaudillaba un movimiento de renovación política, se dejó arrastrar por las apetitosas alamedas del poder.
            La crisis de 1917 preparó unos años de exasperación. Insolidaria e invertebrada —ésta fue la coyuntura que definió Ortega—, cada porción de la sociedad buscó soluciones drásticas: el sindicalismo obrero, entregándose a una ciega lucha en las calles, lugar elegido precisamente por los elementos más reaccionarios de la burguesía, especializados en llamar al ejército en su auxilio; el regionalismo catalán, que había recibido una primera estructura política en la Mancomunidad de Cataluña (1913), reclamando un texto legal definitivo en sus campañas de autodeterminación, derivadas de los principios del presidente Wilson; el radicalismo castellano, acechando la menor ocasión para echarse sobre cualquier gobierno; y todos, a coro, exclamando que debía buscarse una nueva solución política.
            Contrariamente a las previsiones de muchos, la solución fue el establecimiento de una dictadura por el general Primo de Rivera en 1923. Se derogó la Constitución de 1876 y quedó roto el mismo principio de legitimidad de la Corona; pero en aquellas circunstancias —terrorismo, campañas coloniales desfavorables, disgregación del Estado— el monarca y el ejército creyeron que debían intervenir y reorganizar la vida del país. Era un momento propicio para intentar este propósito, pues el Occidente europeo se reorganizaba en el sentido conservador y Mussolini había ya dado su golpe sobre Roma. Primo de Rivera aplicó un sistema de gobierno paternalista, puramente defensivo, que vivió tanto cuanto duró la oleada de prosperidad general que siguió al fin de la I Gran Guerra. La crisis económica de 1929 le alejó del poder. Su caída reveló la inmensidad de su fracaso: aparte la pacificación de Marruecos y la realización de algunas obras públicas, todo estaba por hacer. Aún más, los problemas se habían enconado a causa de su persistencia y de la oleada de radicalismos que la gran crisis estaba suscitando en toda Europa.
            La mística de la reforma revolucionaria, generalizada en buena parte del pueblo español en 1931, dio vida a la tercera solución: la Segunda República. Llevada al poder gracias a un inicial movimiento de entusiasmo popular, preconizó un Estado democrático, regionalista, laico y abierto a amplias reformas sociales. Era un sistema conveniente a una burguesía de izquierdas, de clase media liberal y de menestralía, precisamente las fuerzas menos vivas —excepto en algunos territorios periféricos, como Cataluña— del panorama español. De este modo. el camino de la República fue totalmente obstaculizado por las presiones de los obreros (los sindicalistas de la C.N.T., inducidos por la mística de la Tercera Revolución, y los socialistas de la U.G.T., por el revolucionarismo marxista) y la reacción de los grandes latifundistas (sublevación de Sanjurjo, 1932). También los católicos, que se sentían amenazados en sus conciencias, hostilizaron a la República y en lugar de apoderarse democrática y sinceramente de sus puestos de mando, contribuyeron a minarla. Sobre estos profundos desgarrones en la piel de toro hispánica, no cayó otro bálsamo que la apología de la violencia, aprendida de la Alemania de Hitler, la Italia de Mussolini, la Austria de Dollfuss, la Rusia de Stalin y hasta incluso de la Francia de febrero del 34. Europa se echó sobre España, enturbió sus ojos y la precipitó hacia la tremenda crisis de octubre de 1934 en Cataluña y Asturias, de la que salió con una mentalidad revolucionaria en la derecha y en la izquierda. Y así, de la misma manera que muchas gotas de agua forman un torrente, los hispanos se dejaron arrastrar hacia el dramático torbellino de julio de 1936.

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