La crisis del siglo XX
Durante
la primera mitad del siglo XX, España fue sacudida por una profunda crisis. No
le quita importancia el hecho de que pueda considerarse como una versión
regional de la crisis general europea de esta centuria. Si muchos problemas
fueron idénticos y paralelos, hay algunas facetas de este proceso que afectan
exclusivamente a la vida española.
En
primerísimo lugar, el desasosiego español se manifestó mucho antes que el
europeo, en plena época del dorado y prosaico fin du siècle. Aunque muchos indicios apuntaban hacia un hondo
cambio espiritual, éste cristalizó al amparo de la derrota experimentada por
España ante los Estados Unidos en 1898. El frívolo optimismo oficial, el fácil
patriotismo callejero, dejaron paso a una consternación universal, que en unos
fue simple rellano para otra etapa intrascendente y en otros sentimiento de
humillación y vergüenza, de jurada voluntad de cambio, ya por los caminos de la
exaltación nacionalista, ya por los del internacionalismo revolucionario. Estos
dos últimos grupos estaban de acuerdo en que aquello —el gobierno, la sociedad,
la vida cursi y boba, el engaño, la rutina y la pereza— no podía seguir sin
provocar la extinción de España. Pero ¿qué era España? A esta pregunta se
contestó en forma muy varia: España era Castilla, España era Africa, España era
una entelequia, España era la suma de las regiones autónomas de la época de los
Reyes Católicos, etc. Aquella
generación, sin embargo, lanzó dos afirmaciones unánimes y tajantes: España no
les gustaba tal como era y era preciso europeizarla a toda costa. Sobre qué
forma se daría a la futura España que ambicionaban aquellos hombres, hubo
divergencia de miras: los periféricos, sobre todo los catalanes, predicaron una
solución optimista, constructiva, burguesa e historicista; los castellanos, en cambio,
se caracterizaron por su pesimismo, el desgarro de su pasado, su aristocratismo
y su abstractismo. Ambos grupos tenían su razón de ser en un nacionalismo
ardiente, que deseaba quemar etapas y restaurar la grandeza de España. Si ello
no era posible, si España estaba muerta, los catalanes, los vascos, los
gallegos habrían de renunciar a sobrellevar el peso de Castilla. Todo el
problema estaba ahí. El impacto de esta inquieta mentalidad en la masa española
suscitó, de momento, una recuperación intelectual y literaria de primer orden,
que no cedió a lo largo de los decenios sucesivos, Pero las ideas que contenía —ideas
explosivas, capaces de hacer saltar al país en pedazos— sólo trascendieron a la
política hacia 1917, después de una condigna elaboración filosófica e histórica.
La
divergencia generacional a que hemos aludido —y que expresamos en el doble
grafismo: 1898 para Castilla, 1901 para Cataluña— provocó un disentimiento de
criterios entre Castilla y Cataluña respecto a cuál había de ser la organización
del Estado español. En el ápice de la polémica intelectual y del juego político
se llegó a posiciones especulativas abocadas al mutuo separatismo ideológico,
que no dejaron de ser aprovechadas por los captadores de fáciles entusiasmos.
La estricta realidad de los hechos revela, dentro de la corriente nacionalista
mencionada, una intervención de los catalanes en la vida científica, social y
económica de España superior a cualquiera de la que tuvieron en el pasado. En
el fondo de este asunto se debatió no sólo la posibilidad de admitir una
cultura autóctona y auténtica como representativa de una modalidad de lo hispánico,
sino también la posibilidad de dar al Estado una estructura eficiente y
moderna, cuyos dirigentes, en lugar de politiquear, lo abocaran a la solución
de los mas urgentes y dramáticos problemas del país. Para cohonestar ambas
tendencias, los nacionalistas catalanes solicitaban un régimen de autonomía. Su
propuesta fue envidriada por anquilosadas concepciones y por el temor de que
iba a producirse el cuarteamiento del Estado español surgido del Renacimiento o
bien el declive de la misión histórica de Castilla como entidad nacional
fundadora del mismo.
El
tercer problema fue el religioso. Eran generales en Europa, desde luego, el
ataque contra el catolicismo y la separación de las masas del seno de la
Iglesia; pero específicamente español fue el modo de presentarse, de combinarse
con la política e incluso con la guerra. El liberalismo aristocrático y burgués
decimonónico había sido regalista y moderadamente laico; su gran objetivo
consistió en eliminar a las Ordenes religiosas y proceder a la adquisición de
sus bienes. Pero la Iglesia secular debía ser defendida y protegida por el
mismo Estado (Constitución de 1845, Concordato de 1851). Mientras tanto, las
corrientes democráticas, republicanas y federales predicaron no sólo un
anticlericalismo general, sino también, y por vez primera en España, una
actitud atea. La escisión que se produjo en el seno del país en 1869 cuando se
discutió el tema de la unidad católica de España debía repercutir hondamente en
el futuro. Desde 1868, la propaganda antirreligiosa abrió anchos boquetes en el
antiguo bloque católico español, sobre todo en las zonas industriales
proletarizadas. La reacción de la Iglesia fue bastante débil a lo largo de la
centuria, si exceptuamos el grupo de apologetas dirigido por Balmes; a finales
de ella, sólo una personalidad, Menéndez y Pelayo, se elevó sobre la vulgaridad
para defender la raíz católica de la vida hispánica. No obstante, en estos años
de la Restauración, la mano abierta de los gobernantes favoreció a la Iglesia
mediante la difusión de la enseñanza por antiguas y nuevas congregaciones
religiosas. Un nuevo factor a señalar es el de la vinculación regionalista de
gran parte del clero periférico, impulso que suscitó una poderosa corriente de
recuperación religiosa. Así, también la Iglesia española tuvo su generación del
98. De esos focos locales —Cataluña, Valencia, Asturias, País Vasco, sobre todo—
partió una oleada de restauración litúrgica, que halló nuevos arrimaderos de
fervor popular, sobre todo entre la nobleza, la burguesía y las clases medias.
En estas condiciones de recuperación católica, fue más vivo el choque con la
primera oleada anticlerical del siglo, que se desencadenó en 1901 a remolque de
las campañas francesas y portuguesas. La demagogia desbordó su cascada sobre
las masas proletarizadas y preparó su ruptura con la Iglesia, acusada de ser
instrumento de la burguesía y de los propietarios contra sus reivindicaciones
de clase. Esta psicología de defraudación puede explicar los atentados contra
los templos de que tan pródiga ha sido la reciente historia española, a partir
de la Semana Trágica barcelonesa de 1909. Sin embargo, la Iglesia no abandonó
el camino que se había trazado: la reconquista de la sociedad por las vías de
la educación.
En
el campo social sus tentativas fueron muy tímidas, aunque muchas y variadas,
tanto en las zonas industriales como en las agrarias. Por desgracia, los
dirigentes de esta acción, incluso las más altas jerarquías, no hallaron el
apoyo de que eran merecedores. En 1917 —crisis general en las relaciones
laborales— el movimiento obrero católico fue sacrificado y dejado a su suerte.
El sindicalismo amarillo se nutriría de este grupo, desviándolo hacia
posiciones de combate que no favorecieron ni la paz social ni la tolerancia
religiosa.
La
actitud de las clases conservadoras respecto a las reivindicaciones obreras fue
en España más intransigente que en otros países de Occidente a causa de la
presencia de un movimiento anarquista desbordante y demoledor. Todavía hoy está
por aclarar si el anarquismo se desarrolló a consecuencia de la falta de visión
y la dureza del patronato español, o bien si éste adoptó su posición de fuerte
resistencia ante la tendencia del sindicalismo anarquista a la acción
subversiva o declaradamente revolucionaria. En todo caso, mientras la burguesía
e incluso los gobiernos llegaron a poder negociar con la Unión General de
Trabajadores (U.G.T.), organización laboral del Partido Socialista, y éste
participó en la vida política y municipal española, el sindicalismo anarquista
fue inmanejable. De hecho, hay que distinguir en él dos corrientes: el
sindicalismo puro, de invitación francesa, apolítico y partidario de la acción
directa, que se organiza en Barcelona desde 1901 (y da lugar a la Solidaridad
Obrera, a la Federación de Sociedades Obreras de Barcelona, a la confederación
Regional del Trabajo de Cataluña y a la Confederación Nacional del Trabajo, o
C.N.T., y los Sindicatos Unicos, 1918), y el anarquismo militante. Esta
corriente, decaída después del fracaso del terrorismo individualista de finales
de siglo, fue adueñándose poco a poco del sindicalismo laboral, hasta someterlo
(después de 1909) a sus ideales de revolución social, cataclismática y
definitiva. Así se fue concretando el anarcosindicalismo, cuya simbiosis
hicieron indestructible las luchas callejeras barcelonesas entre 1919 y 1923.
Sindicalistas, anarquistas teóricos, profesionales del terrorismo, pistoleros,
se mezclaron en uno de los conjuntos subversivos más explosivos —y todavía
menos estudiados— del complejo social europeo surgido de la guerra del 14.
Gente dispuesta a arrebatar el poder de manos de la burguesía y de sus fuerzas
coactivas, a aniquilar el Estado en un gran empujón revolucionario, y a iniciar
una vida de propiedad colectivizada en el seno de municipios libres, de economía
agraria y patriarcal. Utopía desmadejada, sin parangón posible en el mundo,
pura reacción del campesino analfabeto transformado en obrero mecanizado de una
empresa urbana.
En
fin, el último rasgo hispánico de la crisis del siglo XX es el agrario. No es
exclusivo, pues fue compartido con los países de la Europa oriental y balcánica;
pero sí diferencial, en cuanto no lo presentaron los demás países de Occidente.
Este arduo problema, a la vez moral, económico, técnico y social, quedó
orillado en la obra de gobierno de los partidos turnantes —selección de los
grandes propietarios—. La Primera Guerra Mundial le dio una solución momentánea
con las demandas de productos del campo y de materias primas por parte de los
países beligerantes. Pero la caída de precios y el desempleo subsiguiente
agravaron el ya inquietante horizonte del campo español.
Las
demás facetas de la crisis hispánica son idénticas a las europeas generales:
diversidad de miras entre dirigismo y libertad económicos; entre autoritarismo
y democracia; entre propiedad privada y colectivización de los medios de
producción; entre concepción humanista y concepción materialista de la vida.
Pero dado el temperamento hispano y la entidad de los problemas aludidos, se
desarrollaron en el suelo peninsular con una violencia extremada.
Hasta
1936 se intentaron tres soluciones para vencer las dificultades con que tropezaba
la organización de la sociedad española. La primera fue, bajo el reinado
efectivo de Alfonso XIII (1902-1931), la aplicación correcta del régimen
parlamentario, tal como se presentaba en la Constitución de 1876 y como Cánovas,
su autor, no había querido desarrollarlo. El artífice de esta política fue
Antonio Manta; su gran idea, la reforma de la administración local, que
consideró en la doble vertiente de descuajar el caciquismo en Castilla y dar
cabida a los deseos autonomistas de Cataluña. Pero la explosión obrerista de
1909 en Barcelona —presentida desde 1901, pero no evitada por quienes
consideraban el problema obrero bajo una óptica de orden público— determinó el
fracaso de tal política. Una orientación a la izquierda, preconizada por José
Canalejas, representó algunos avances por un espacio limitado de tiempo. Su
asesinato y la declaración de la Primera Guerra Mundial cancelaron aquella
esperanzadora experiencia reformista.
A
pesar de que España se mantuvo neutral, la guerra provocó el desquiciamiento de
la sociedad decimonónica. El doble chorro que se inyectaba desde los campos de
batalla de Europa —dinero para abastos, ideas para mantener la fe en la lucha—
alentó el proceso de transformación. Incluso el ejército experimentó el impacto
subversivo: en su seno se constituyeron las Juntas de Defensa. Sus actos, sus
proclamas, contribuyeron a demoler los principios en que se basaban los
gobiernos parlamentarios, gobiernos de pura gestión, atosigados por las
reivindicaciones políticas, sociales y autonomistas.. En 1917 esta situación
hizo crisis. La huelga obrera de aquél año fue sofocada por el ejército y la
burguesía catalana, que acaudillaba un movimiento de renovación política, se
dejó arrastrar por las apetitosas alamedas del poder.
La
crisis de 1917 preparó unos años de exasperación. Insolidaria e invertebrada —ésta
fue la coyuntura que definió Ortega—, cada porción de la sociedad buscó
soluciones drásticas: el sindicalismo obrero, entregándose a una ciega lucha en
las calles, lugar elegido precisamente por los elementos más reaccionarios de
la burguesía, especializados en llamar al ejército en su auxilio; el
regionalismo catalán, que había recibido una primera estructura política en la
Mancomunidad de Cataluña (1913), reclamando un texto legal definitivo en sus
campañas de autodeterminación, derivadas de los principios del presidente
Wilson; el radicalismo castellano, acechando la menor ocasión para echarse
sobre cualquier gobierno; y todos, a coro, exclamando que debía buscarse una
nueva solución política.
Contrariamente
a las previsiones de muchos, la solución fue el establecimiento de una
dictadura por el general Primo de Rivera en 1923. Se derogó la Constitución de
1876 y quedó roto el mismo principio de legitimidad de la Corona; pero en
aquellas circunstancias —terrorismo, campañas coloniales desfavorables,
disgregación del Estado— el monarca y el ejército creyeron que debían
intervenir y reorganizar la vida del país. Era un momento propicio para
intentar este propósito, pues el Occidente europeo se reorganizaba en el
sentido conservador y Mussolini había ya dado su golpe sobre Roma. Primo de
Rivera aplicó un sistema de gobierno paternalista, puramente defensivo, que
vivió tanto cuanto duró la oleada de prosperidad general que siguió al fin de
la I Gran Guerra. La crisis económica de 1929 le alejó del poder. Su caída
reveló la inmensidad de su fracaso: aparte la pacificación de Marruecos y la
realización de algunas obras públicas, todo estaba por hacer. Aún más, los
problemas se habían enconado a causa de su persistencia y de la oleada de
radicalismos que la gran crisis estaba suscitando en toda Europa.
La
mística de la reforma revolucionaria, generalizada en buena parte del pueblo
español en 1931, dio vida a la tercera solución: la Segunda República. Llevada
al poder gracias a un inicial movimiento de entusiasmo popular, preconizó un
Estado democrático, regionalista, laico y abierto a amplias reformas sociales.
Era un sistema conveniente a una burguesía de izquierdas, de clase media liberal
y de menestralía, precisamente las fuerzas menos vivas —excepto en algunos
territorios periféricos, como Cataluña— del panorama español. De este modo. el
camino de la República fue totalmente obstaculizado por las presiones de los
obreros (los sindicalistas de la C.N.T., inducidos por la mística de la Tercera
Revolución, y los socialistas de la U.G.T., por el revolucionarismo marxista) y
la reacción de los grandes latifundistas (sublevación de Sanjurjo, 1932). También
los católicos, que se sentían amenazados en sus conciencias, hostilizaron a la
República y en lugar de apoderarse democrática y sinceramente de sus puestos de
mando, contribuyeron a minarla. Sobre estos profundos desgarrones en la piel de
toro hispánica, no cayó otro bálsamo que la apología de la violencia, aprendida
de la Alemania de Hitler, la Italia de Mussolini, la Austria de Dollfuss, la
Rusia de Stalin y hasta incluso de la Francia de febrero del 34. Europa se echó
sobre España, enturbió sus ojos y la precipitó hacia la tremenda crisis de
octubre de 1934 en Cataluña y Asturias, de la que salió con una mentalidad
revolucionaria en la derecha y en la izquierda. Y así, de la misma manera que
muchas gotas de agua forman un torrente, los hispanos se dejaron arrastrar
hacia el dramático torbellino de julio de 1936.
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