sábado, 6 de abril de 2013

6. El legitimismo astur y la intrusión franca en España


 El legitimismo astur
 y la intrusión franca en España
 

            Después de la invasión musulmana quedó rota la continuidad política del Estado visigótico y destruido el armazón económico, jurídico y espiritual de aquella sociedad. Nada puede esperarse ya de ella; pertenece a un nuevo campo, que acabará de deslindar la conversión de los campesinos al Islamismo. Entonces nacen las Españas en su plural unidad. Alineados desde Galicia a Cataluña, en el mejor de los casos simples islotes testimonio ante la marea musulmana, los núcleos cristianos empiezan su carrera histórica. No debemos imaginárnoslos empuñando las armas en tono heroico. Es mejor verlos con la óptica de los emires de Al Andalus: bandas indomables, que amenazaban desde las montañas las ciudades y las cosechas, las líneas de comunicaciones y las retaguardias de los ejércitos.
            Por una paradoja histórica, astures y cántabros, que siempre habían sido los grupos más reacios a ingresar en la comunidad peninsular, se erigieron en continuadores de la tradición hispánica. Es posible que contribuyeran a este cambio algunos grupos de guerreros del ejército del rey Rodrigo, quienes, refugiados en Asturias, acaudillaron el innato sentimiento de independencia de los montañeses y dieron a la lucha contra los emires de Andalucía un cierto sentido de rescate del reino perdido en el Guadalete. Desde el siglo XII así se ha complacido en presentarlos, aun exagerando los detalles, la tradición. Sin embargo, las acciones guerreras registradas a lo largo del siglo VIII más tuvieron el carácter de las antiguas empresas de los montañeses contra las legiones romanas o las huestes godas, que no el de cualquier ideal de reconquista. Con todo, hay un hecho importante. Los astures —o quizá, los administradores y eclesiásticos hispanos allí refugiados— reivindicaron cierto principio monárquico, y aunque su valor político fue prácticamente nulo durante casi dos siglos, hizo posible la conservación de un elemento decisivo para sus ulteriores fines: el legitimismo. Bien se echó de ver cuando las primeras debilidades políticas del mundo musulmán permitieron a ese Principado emitir algunos destellos de gloria, ya en tiempos de Alfonso I (739-757), ya en los de Alfonso II (791-842). Cubriendo las tierras de Galicia y Asturias desde los altos puertos de los Montes de León y Sistema cantábrico, permitieron el desarrollo de un pequeño y viril mundo cultural, presidido por algunos eclesiásticos. Éstos fueron los que prepararon la ruptura del cordón umbilical que aún vinculaba el ideal astur al mozarabismo. En este orden de ideas, la batalla del adopcionismo, a que ya nos hemos referido, y el establecimiento del culto al apóstol Santiago en Compostela por Alfonso II, señalan hitos decisivos, aunque no sea necesario sacar de quicio las cosas y presentar la figura de Santiago como un anti-Mahoma. Desde mediados del siglo IX, el legitimismo astur, en la pluma de los escribas que confeccionaban los documentos, anunció el papel de heredero del mundo visigodo, en particular de la idea unitaria de Hispania bajo una sola monarquía. De 850 a 900, durante los reinados de Ordoño I y Alfonso III el Magno, tal ideología hizo, evidentemente, sensibles progresos.
            Sin embargo, el papel que se habían atribuido los reyes astures frente al Islam era desconocido por los montañeses que habían hecho frente con el mismo éxito a los ejércitos musulmanes en los Pirineos. Desde Navarra hasta el Urgel, en Cataluña, comunidades hispanas se habían mantenido libres del dominio islámico. Pero en este frente pirenaico se registró la presencia de un elemento que afectó la línea de su futuro histórico: los francos. Por una serie de afortunadas circunstancias, recayó sobre las espaldas de este pueblo germánico, durante el siglo VIII, la empresa de poner coto a la expansión árabe en el Occidente de Europa (732, victoria de Poitiers) y de organizar las últimas reminiscencias del mundo romano en una fachada imperial, proyectada y sostenida por la Iglesia romana (800, Imperio carolingio). Como prosecución de la primera tarea, alimentada por los gobernadores de Aquitania, los guerreros francos acudieron en apoyo de los exilados hispanos a fin de restablecerlos en sus posesiones transpirenaicas. Estos propósitos, que hallaron cordial eco en la misma persona de Carlomagno, tendían a derruir la frontera musulmana mediante la conquista de Zaragoza, importante reducto mozárabe. Pero al fracasar este gran proyecto (778), fue preciso inclinarse hacia soluciones tácticas inmediatas. Así se procedió a la conquista sistemática de Cataluña.
            Aunque los francos no pudieron pasar más adelante, su intervención en el antiguo territorio visigodo tuvo amplias repercusiones. De un lado, acreció el espíritu particularista navarro, el cual desembocó a mediados del siglo IX en la creación de una monarquía propia, la de Iñigo Arista. De otro, Carlomagno incorporó a su Imperio los condados catalanes surgidos en el curso de sus campañas entre 785-801, los cuales fueron englobados en un cuerpo político mal definido, denominado Marca Hispánica. En ella convivieron, sobre una población indígena muy removida a causa de las guerras, nobles francos con exiliados visigodos y emigrados hispánicos. Las condiciones defensivas de la Marca, que en los Pirineos protegía a Europa contra los posibles retornos del poder musulmán, la transformaron en un reducto militar de primer orden, en el cual la naciente organización feudal europea tuvo campo privilegiado de expansión. La colonización agrícola del país, la recia estructuración del vasallaje, la difusión cultural de los monasterios del sur de Francia y la misma dependencia política de ésta a Roma, crearon en Cataluña una sociedad distinta de la de los bravos montañeses astures, de los grandes potentados musulmanes o de los ensimismados mozárabes. Pese al establecimiento de una dinastía condal propia en Barcelona, por obra de Wifredo el Velloso (874-898), él mismo descendiente de Carcasona (en el Lenguadoc), es evidente que durante dos centurias los condados catalanes latieron al ritmo de Francia, aun sin olvidar el apremiante problema de defenderse a diario contra las potentes arremetidas de los musulmanes.

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