El legitimismo astur
y la intrusión franca en España
y la intrusión franca en España
Después
de la invasión musulmana quedó rota la continuidad política del Estado visigótico
y destruido el armazón económico, jurídico y espiritual de aquella sociedad.
Nada puede esperarse ya de ella; pertenece a un nuevo campo, que acabará de
deslindar la conversión de los campesinos al Islamismo. Entonces nacen las Españas
en su plural unidad. Alineados desde Galicia a Cataluña, en el mejor de los
casos simples islotes testimonio ante la marea musulmana, los núcleos
cristianos empiezan su carrera histórica. No debemos imaginárnoslos empuñando
las armas en tono heroico. Es mejor verlos con la óptica de los emires de Al
Andalus: bandas indomables, que amenazaban desde las montañas las ciudades y
las cosechas, las líneas de comunicaciones y las retaguardias de los ejércitos.
Por
una paradoja histórica, astures y cántabros, que siempre habían sido los grupos
más reacios a ingresar en la comunidad peninsular, se erigieron en
continuadores de la tradición hispánica. Es posible que contribuyeran a este
cambio algunos grupos de guerreros del ejército del rey Rodrigo, quienes,
refugiados en Asturias, acaudillaron el innato sentimiento de independencia de
los montañeses y dieron a la lucha contra los emires de Andalucía un cierto
sentido de rescate del reino perdido en el Guadalete. Desde el siglo XII así se
ha complacido en presentarlos, aun exagerando los detalles, la tradición. Sin
embargo, las acciones guerreras registradas a lo largo del siglo VIII más tuvieron
el carácter de las antiguas empresas de los montañeses contra las legiones
romanas o las huestes godas, que no el de cualquier ideal de reconquista. Con
todo, hay un hecho importante. Los astures —o quizá, los administradores y
eclesiásticos hispanos allí refugiados— reivindicaron cierto principio monárquico,
y aunque su valor político fue prácticamente nulo durante casi dos siglos, hizo
posible la conservación de un elemento decisivo para sus ulteriores fines: el
legitimismo. Bien se echó de ver cuando las primeras debilidades políticas del
mundo musulmán permitieron a ese Principado emitir algunos destellos de gloria,
ya en tiempos de Alfonso I (739-757), ya en los de Alfonso II (791-842).
Cubriendo las tierras de Galicia y Asturias desde los altos puertos de los
Montes de León y Sistema cantábrico, permitieron el desarrollo de un pequeño y
viril mundo cultural, presidido por algunos eclesiásticos. Éstos fueron los que
prepararon la ruptura del cordón umbilical que aún vinculaba el ideal astur al
mozarabismo. En este orden de ideas, la batalla del adopcionismo, a que ya nos
hemos referido, y el establecimiento del culto al apóstol Santiago en
Compostela por Alfonso II, señalan hitos decisivos, aunque no sea necesario
sacar de quicio las cosas y presentar la figura de Santiago como un
anti-Mahoma. Desde mediados del siglo IX, el legitimismo astur, en la pluma de
los escribas que confeccionaban los documentos, anunció el papel de heredero
del mundo visigodo, en particular de la idea unitaria de Hispania bajo una sola
monarquía. De 850 a 900, durante los reinados de Ordoño I y Alfonso III el
Magno, tal ideología hizo, evidentemente, sensibles progresos.
Sin
embargo, el papel que se habían atribuido los reyes astures frente al Islam era
desconocido por los montañeses que habían hecho frente con el mismo éxito a los
ejércitos musulmanes en los Pirineos. Desde Navarra hasta el Urgel, en Cataluña,
comunidades hispanas se habían mantenido libres del dominio islámico. Pero en
este frente pirenaico se registró la presencia de un elemento que afectó la línea
de su futuro histórico: los francos. Por una serie de afortunadas
circunstancias, recayó sobre las espaldas de este pueblo germánico, durante el
siglo VIII, la empresa de poner coto a la expansión árabe en el Occidente de
Europa (732, victoria de Poitiers) y de organizar las últimas reminiscencias
del mundo romano en una fachada imperial, proyectada y sostenida por la Iglesia
romana (800, Imperio carolingio). Como prosecución de la primera tarea,
alimentada por los gobernadores de Aquitania, los guerreros francos acudieron
en apoyo de los exilados hispanos a fin de restablecerlos en sus posesiones
transpirenaicas. Estos propósitos, que hallaron cordial eco en la misma persona
de Carlomagno, tendían a derruir la frontera musulmana mediante la conquista de
Zaragoza, importante reducto mozárabe. Pero al fracasar este gran proyecto
(778), fue preciso inclinarse hacia soluciones tácticas inmediatas. Así se
procedió a la conquista sistemática de Cataluña.
Aunque
los francos no pudieron pasar más adelante, su intervención en el antiguo
territorio visigodo tuvo amplias repercusiones. De un lado, acreció el espíritu
particularista navarro, el cual desembocó a mediados del siglo IX en la creación
de una monarquía propia, la de Iñigo Arista. De otro, Carlomagno incorporó a su
Imperio los condados catalanes surgidos en el curso de sus campañas entre
785-801, los cuales fueron englobados en un cuerpo político mal definido,
denominado Marca Hispánica. En ella convivieron, sobre una población indígena
muy removida a causa de las guerras, nobles francos con exiliados visigodos y
emigrados hispánicos. Las condiciones defensivas de la Marca, que en los
Pirineos protegía a Europa contra los posibles retornos del poder musulmán, la
transformaron en un reducto militar de primer orden, en el cual la naciente
organización feudal europea tuvo campo privilegiado de expansión. La colonización
agrícola del país, la recia estructuración del vasallaje, la difusión cultural
de los monasterios del sur de Francia y la misma dependencia política de ésta a
Roma, crearon en Cataluña una sociedad distinta de la de los bravos montañeses
astures, de los grandes potentados musulmanes o de los ensimismados mozárabes.
Pese al establecimiento de una dinastía condal propia en Barcelona, por obra de
Wifredo el Velloso (874-898), él mismo descendiente de Carcasona (en el
Lenguadoc), es evidente que durante dos centurias los condados catalanes
latieron al ritmo de Francia, aun sin olvidar el apremiante problema de
defenderse a diario contra las potentes arremetidas de los musulmanes.
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