La crisis del siglo XV
La
palabra crisis sintetiza la evolución histórica española durante el
Cuatrocientos. Tampoco ahora se trata de un fenómeno peculiar de los pueblos
peninsulares, puesto que los demás países de la Sociedad Occidental son presas
del mismo desasosiego.
Con
el ocaso de los valores culturales del Medioevo y el orto de un nuevo proceso
espiritual y artístico —el Renacimiento— se conjuga a lo largo de la centuria
una etapa de abatimiento económico. Sus raíces se hallan en el siglo XIV:
declive de la agricultura, retirada de capitales del negocio ultramarino,
guerras que asolan regiones económicas capitales y, sobre todo,
desencadenamiento de la Peste Negra (1348), azote que ya no abandonará a Europa
y descargará sobre ella duros golpes hasta el siglo XVII. La peste y la
mortalidad, seguidas por el abandono de los cultivos y las industrias,
enlazaron con la miseria y el hambre en el círculo infernal de la despoblación
y la inflación. Estos factores agudizaron las contradicciones sociales entre
campesinos y señores, artesanos y patricios, nobles y monarcas, especialmente
en los últimos decenios del siglo XIV, cuando los precios se derrumbaron, se
paralizó la actividad mercantil e industrial y las clases superiores fueron
acusadas por las inferiores de opresión y desgobierno. Flandes, Italia, Francia
e Inglaterra acusaron el golpe desde 1380. Y otro tanto ocurrió en los pueblos
de España.
La
primera reacción violenta de las masas fue desviada contra los judíos. El
movimiento antihebraico se había iniciado a mediados del siglo XIV como
descarga sentimental y económica. Pero los pogromos de 1391 tuvieron un
desarrollo gravísimo. Comenzaron en Sevilla y siguieron por Andalucía y la
Mancha, donde las persecuciones fueron generales. Saltó luego a las ciudades más
prósperas del comercio de la lana (Toledo, Madrid, Burgos, Logroño) y
finalmente se abatió sobre la fachada mediterránea de la Corona de Aragón,
donde fueron saqueados los barrios judíos de Barcelona, Valencia y Palma de
Mallorca; para citar tan sólo las urbes primordiales. Este movimiento provocó
la escisión entre la comunidad cristiana y la mosaica, los mutuos, inevitables
y peligrosos recelos, y, sobre todo, la formación de una minoría indecisa: la
de los judíos que entre 1391 y 1415 se convirtieron al cristianismo. Llamados conversos, influyentes por sus
relaciones financieras y su prestigio intelectual, estos neocatólicos, en número
de unos cien mil, acapararon muy pronto el odio de los cristianos viejos. Lo
debían no sólo a las relaciones que seguían manteniendo con los hebreos, sino
también a sus dificultades en adaptarse al cuadro mental de las actividades
cotidianas, desde la comida a la indumentaria. Muy pronto se les acusó de
herejes y se les llamó judaizantes y marranos. La animadversión la mantenían
los grandes, los caballeros y los eclesiásticos, en general las capas aristocráticas,
cuya vanidad les ponía siempre en aprieto la bolsa. Pero los Trastámaras
protegieron a los conversos, tanto en Castilla como en Aragón, porque eran una
fuente imprescindible de recursos en momentos apurados y un engranaje
administrativo del que no era fácil prescindir. La situación en Cataluña fue más
favorable para los conversos, por el hecho de que el préstamo dinerario
recayera en banqueros e instituciones bancarias solventes. jamás hubo en este
país un movimiento que reclamara una inquisición antijudaizante, como fue el
caso en Castilla desde mediados del siglo XV.
La
contracción económica tuvo repercusiones inmediatas en el aspecto social. Las más
simples fueron las que se desencadenaron en Castilla, donde la nobleza aspiró a
detentar el poder y asegurar, de este modo, su gigantesca fortuna (latifundios,
propiedades arrebatadas a la Corona, juros y soldadas concedidos por reyes y
regentes condescendientes), mediante disposiciones jurídicas apropiadas
(establecimiento de mayorazgos y de señoríos) y concesiones económicas (la
Mesta y sus principales cargos, las aduanas marítimas y terrestres, los
servicios y montazgos, etc.). Con tan sublime aspiración la aristocracia
precipitó a Castilla en el caos de cuatro guerras civiles, la última en extremo
violenta. En cambio, en Cataluña el despliegue del conflicto fue más paulatino
y abarcó a todas las clases sociales: los campesinos mostraron su inquietud
desde 1395, las clases bajas urbanas desde 1435, el patriciado y la nobleza en época
similar. Ello produjo tres movimientos subversivos simultáneos: de los remensas
contra sus señores, de los gremios y artesanos contra los patricios, de éstos y
los nobles contra la monarquía autoritaria. Alfonso el Magnánimo apoyó la causa
de los payeses y de los menestrales en Cataluña (pero no la de los foráneos en
Mallorca), de modo que en 1455 impuso soluciones realmente democráticas a las
aspiraciones del pueblo. Pero ello provocó una reacción condigna en las clases
privilegiadas que derivó, al amparo de las circunstancias, en el levantamiento
contra Juan II de Aragón en 1461 y 1462.
Al
socaire de esta subversión social, se plantea el problema de la organización de
los pueblos peninsulares. Entre unos y otros se anudaron entonces tantas
relaciones que era imposible su subsistencia en la forma política consagrada en
el siglo XII. Magnates castellanos y aragoneses cruzan la frontera y se
instalan en el corazón de los problemas políticos de los vecinos; buques vizcaínos
y andaluces constituyen el equipo ligero de la navegación catalana y
mallorquina en este período; y ante las arremetidas de Luis XI en el Rosellón
en 1473 son los barceloneses los primeros que se ilusionan con las lanzas
castellanas que su príncipe heredero podrá traer de Segovia. La monarquía del
Renacimiento se está gestando en la Península —gestándose con signo castellano
y no por videncia mística, sino por el simple empirismo de su demografía en
auge, de la libertad de acción que reivindica su realeza, y de los recursos
que, a pesar de la contracción, continúan proporcionándole los rebaños
trashumantes de la Mesta—.
La
unión de las coronas de los distintos reinos peninsulares en una sola cabeza
venía precedida por una tradición histórica y unas relaciones de orden político,
a veces amistosas, otras antagónicas. Robusteció la primera el ideal humanista,
que resucitó, no ya la España visigótica, tal como la habían concebido el
legitimismo astur o el pensamiento cancilleresco leonés, sino la anterior
Hispania romana, con su régimen de dos grandes entidades provinciales —la España
citerior y la España ulterior— que se amoldaban a la situación territorial
legada por la lucha contra los musulmanes. Esta concepción fue particularmente
cara al humanismo catalán, al cardenal Margarit, por ejemplo, mientras que en
Castilla se notaba el fenómeno de endosarse el nombre de España, tergiversando
la tradicional idea de mancomunidad hispánica medieval y apropiándose el
vocabulario surgido en los medios mercantiles del extranjero (primero en Aviñón
y luego en Flandes). Las relaciones dinásticas prepararon el advenimiento de la
unidad monárquica —de la monarchia
hispana— desde el momento que hicieron factible el establecimiento de una
misma familia, la de los Trastámaras, en los tronos reales de Castilla y Aragón.
La muerte de Martín el Humano, el último rey de la estirpe condal barcelonesa
en la Corona de Aragón, condujo, ampliando la línea de la teoría pactista
catalana, al Compromiso de Caspe, del que surgió la designación de Fernando I,
nieto de Enrique II, como nuevo monarca aragonés (1412). Esta fue para Castilla
una coyuntura afortunada, pues pudo aprovechar la riqueza fabulosa concentrada
en manos de la rama menor de los Trastámaras (conversos burgaleses y medineses,
Orden de Santiago, dinero de la Mesta) para atraerse a las facciones que en
Valencia y Zaragoza se habían levantado contra Jaime de Urgel. Y no tanto
contra este pretendiente, sino, sobre todo, contra la incapacidad de la burguesía
de Barcelona de hallar una fórmula que la reconciliara con la aristocracia
pirenaica y que diese a la Corona de Aragón una solución concreta al dilema político
planteado: o bien pactismo, hasta las últimas consecuencias de una república
aristocrática; o bien, el autoritarismo regio, con el inevitable cortejo de
reformas sociales, políticas y administrativas.
El
establecimiento de una misma dinastía en Castilla y Aragón fue un factor no
despreciable en el camino de la Unidad de la monarquía de las Españas, a pesar
de que debamos desterrar la idea romántica de que los soberanos de una y otra
de las dos ramas no descansaron hasta lograr tal propósito. Al contrario, nunca
fue el nombre de Aragón tan odiado por los nobles castellanos como en época de
Juan II de Castilla; ni tampoco ningún castellano como Alfonso el Magnánimo
condenó y despreció tanto las intrigas de su país. Pero hubo un grupo que, sin
doctrina ni programa, fue marchando en pos de la unidad: el de Juan II de Aragón,
rey de Navarra y gran magnate castellano. Situado entre la espada de Luis XI de
Francia y el muro de la Revolución catalana, no vio otro recurso de salvación
que apoyarse en el auxilio castellano. Tal fue el Norte, pragmático, que
alimentó el proyecto matrimonial entre su hijo Fernando y la princesa
castellana doña Isabel.
Ese
proyecto tropezó con considerables dificultades. Desde mediados de siglo la
guerra civil causaba estragos en los reinos peninsulares. En Portugal fue un
simple episodio, que liquidó la acción de Alfarrobeira. Pero en Castilla y
Navarra se convirtió en mal endémico, en continuada acción de bandería, que
poco a poco consumió los recursos de ambos países. La prepotente nobleza
castellana escindióse en dos partidos en el reinado de Juan II (1406-1454), al
calor de las contrapuestas ambiciones de los infantes de Aragón y del
condestable don Alvaro de Luna, quien intuyó la eficacia de una monarquía
autoritaria, pero no supo sacrificar sus propios intereses al ideal que
pretendió servir. La derrota del bando aragonés en Olmedo (1445) consolidó las
posiciones de sus rivales, al librarles los resortes del poder y los cuantiosos
bienes materiales que poseían en el país. De aquí un constante motivo de
suspicacias y recelos, de intrigas y golpes de mano, que no modificó la ejecución
de don Alvaro (1452). A los viejos prejuicios de grupos y banderías se añadió,
desde este instante, el terror moral provocado por la fatal suerte del
favorito, y, en consecuencia, el deseo de buscar garantías para librarse de análogo
destino. En este ambiente empezó a reinar Enrique IV (1454-1474), cuyos
proyectos de reforma y restauración del país, verdaderamente revolucionarios,
en cuanto socavaban el poder de la grandeza, chocaron con su propio
temperamento, sentimental, tolerante y en exceso flexible. El programa de la
Corte, que los conversos apoyaban con dinero, levantó contra Enrique IV a todos
los grandes, los cuales olvidaron sus banderías para concertarse en una acción
mancomunada que asegurara sus intereses: a saber, la posesión de tierras,
mercedes y juros. El rey fue depuesto en Avila (1464), y en su lugar alzado su
hermanastro Alfonso. Pero la presión popular, ampliamente manifestada en
Castilla, y los inevitables recelos entre los caudillos del movimiento aristocrático,
agrietaron el bloque revolucionario. La desaparición del pretendiente permitió
una aparente reconciliación general en la entrevista de Toros de Guisando
(1468). Pese a la fórmula allí concertada —los rebeldes reconocían el gobierno
de Enrique IV siempre que éste admitiera la sucesión en el trono de su propio
jefe (la princesa Isabel)—, la tranquilidad no renació en Castilla. Al año
siguiente, el enlace de Isabel con el hijo del monarca aragonés volvió a
plantear sobre el tapete no sólo la futura suerte de los partidos en lucha,
sino también la orientación general de la política castellana. En aquel momento
Castilla podía optar por una dirección atlántica o mediterránea. En la primera
encontraba el apoyo de Francia, cuya alianza con Castilla remontaba a un siglo.
En la segunda, la posibilidad de una apertura hacia Borgoña, cuyos mercados
eran concurridos por sus vendedores de lanas. De hecho, no hubo una decisión
intelectual. La suerte de las armas se encargó de resolver la dramática opción.
El
éxito del matrimonio aragonés venía condicionado por la desesperada situación
en que se encontraba el rey Juan II. Su hermano y predecesor en el trono,
Alfonso el Magnánimo (1414-1458), había hecho gran figura en el Mediterráneo,
dando a la causa política catalanoaragonesa el signo dinámico e imperialista de
su estirpe castellana. Experimentóse entonces la eficacia de la colaboración
entre los dos más importantes pueblos peninsulares (la conquista de Nápoles, la
irradiación política en la cuenca del Mediterráneo oriental), pero también
aparecieron los síntomas de futuros males: el desasosiego en la acción, la
veleidad en los objetivos, el agotamiento del país ante empresas superiores a
sus posibilidades inmediatas. Esta política fue creando una atmósfera de
intranquilidad en Cataluña, donde se precisaron cada vez más los principios
pactistas de la oligarquía nobiliaria y burguesa (Cortes de 1454-1458) ante las
arremetidas revolucionarias de las clases bajas urbanas y de la masa campesina,
El acceso de los artesanos y de los gremios a los puestos de mando del
municipio barcelonés (1455), la exigencia de tierras y libertad por parte de
los remensas, almacenaron en Cataluña gran cantidad de materias explosivas, que
estallaron al socaire de la tirante relación entre Juan II y el príncipe de
Viana.
Padre
e hijo habían luchado desde 1451 en Navarra, donde representaban,
respectivamente, el partido campesino y señorial de la Ribera y el grupo
pastoril y tradicionalista de la Montaña. Este conflicto, fomentado por el oro
castellano, se resolvió a favor del monarca, pero éste fue incapaz de pacificar
el país. Más adelante, en 1460, llegóse a una concordia entre Juan II y el príncipe
de Viana, que éste mismo quebrantó a los pocos meses lanzándose a una
imprudente política matrimonial con Castilla. El monarca, exasperado por falsas
delaciones, hizo arrestar a su hijo en Lérida (1460). El acto encendió la mecha
de la Revolución catalana. En su primer período, el país, unánime, logró
avasallar a la monarquía, arrancando de Juan II la libertad del príncipe y, lo
que es más importante, un código de amplias concesiones políticas, que lo
convertían en una república coronada (Capitulación de Vilafranca del Penedés).
Pero meses más tarde, muerto ya el príncipe de Viana, la demagogia hizo fácil
presa en un pueblo rápidamente sugestionable, y por este plano se deslizó la
guerra civil. Al lado de Juan II lucharon parte de la nobleza, casi todo el
clero y, aunque parezca sorprendente, la mayoría de los payeses de remensas;
enfrente se alinearon la baja nobleza, el patriciado y parte de los artesanos,
que en homenaje a Carlos de Viana olvidaron su posición monárquica de 1460 a
1461. Barcelona volcó sus tesoros en la lucha, de modo que el rey sólo pudo
resistir al golpe revolucionario (mayo de 1462) buscando la protección de Luis
XI de Francia. En estas condiciones, los catalanes destronaron a Juan II y
proclamaron rey a Enrique IV de Castilla, proporcionando a esta Corona una
oportunidad clarísima para extender su dominio hasta el Mediterráneo. Pero la
Corte castellana claudicó ante las presiones francesas y la traición de los
consejeros del rey. Una tentativa para captarse el apoyo de Portugal y Borgoña —el
nombramiento del condestable Pedro de Portugal como «rey de los catalanes»— se
disipó al poco tiempo, ante la serie de reveses militares y políticos del paladín
portugués. En 1466, después de la derrota de Prats del Rei y de la rendición de
Tortosa, Barcelona habría capitulado ante el monarca aragonés, si el partido
francófilo no hubiera impuesto la candidatura de Renato de Anjou como sucesor
del fallecido Condestable de Portugal. Elegir a Renato, conde de Provenza,
equivalía a aludir a su sobrino Luis XI de Francia y abrir a este país las
puertas de los Pirineos. Luis XI abandonó la causa de Juan II. Sus tropas
obtuvieron resonantes triunfos, de modo que habrían logrado establecerse en
Cataluña —e incluso preparar la desmembración de la Corona aragonesa— sin la
complicada y astuta actividad diplomática del monarca. Juan II puso en juego el
poderío de Inglaterra, Bretaña, Borgoña y Nápoles, y cuando lo consideró
insuficiente, el de Castilla. La sumisión de Barcelona en 1472, salvando los
principios teóricos del alzamiento revolucionario, indica el éxito del programa
antífrancés de Juan II.
La
última baza del juego se discutió sobre el tapete castellano. Enrique IV,
eterno enamorado de la paz, había mantenido difícilmente el fiel de la balanza
entre la grandeza castellana, entre Aragón y Francia, entre su hija y su
hermana. A su muerte, estalló la inevitable contienda. Encendióse una guerra de
sucesión en la que no sólo planteóse un problema jurídico —el de los derechos
de las princesas Juana e Isabel, respectivamente—, sino el más vasto de qué
papel ejercería Castilla en la organización peninsular y en la política
internacional. Francia y Portugal apoyaron a doña Juana; Aragón y sus aliados
(Nápoles, Borgoña, Inglaterra) a doña Isabel. La eficaz juventud de Fernando de
Aragón, el sentido reformista de la intervención aragonesa y catalana en
Castilla, el auxilio militar de los experimentados técnicos mediterráneos,
dieron la victoria al partido isabelino. Resuelta la principal fuente de sus
divergencias políticas —la duplicidad de influencias de los Trastámaras en el
país—, Castilla pudo ser organizada para desempeñar su papel medular en el seno
de la sociedad hispánica.
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