sábado, 6 de abril de 2013

14.La crisis del siglo XV


La crisis del siglo XV
 

            La palabra crisis sintetiza la evolución histórica española durante el Cuatrocientos. Tampoco ahora se trata de un fenómeno peculiar de los pueblos peninsulares, puesto que los demás países de la Sociedad Occidental son presas del mismo desasosiego.
            Con el ocaso de los valores culturales del Medioevo y el orto de un nuevo proceso espiritual y artístico —el Renacimiento— se conjuga a lo largo de la centuria una etapa de abatimiento económico. Sus raíces se hallan en el siglo XIV: declive de la agricultura, retirada de capitales del negocio ultramarino, guerras que asolan regiones económicas capitales y, sobre todo, desencadenamiento de la Peste Negra (1348), azote que ya no abandonará a Europa y descargará sobre ella duros golpes hasta el siglo XVII. La peste y la mortalidad, seguidas por el abandono de los cultivos y las industrias, enlazaron con la miseria y el hambre en el círculo infernal de la despoblación y la inflación. Estos factores agudizaron las contradicciones sociales entre campesinos y señores, artesanos y patricios, nobles y monarcas, especialmente en los últimos decenios del siglo XIV, cuando los precios se derrumbaron, se paralizó la actividad mercantil e industrial y las clases superiores fueron acusadas por las inferiores de opresión y desgobierno. Flandes, Italia, Francia e Inglaterra acusaron el golpe desde 1380. Y otro tanto ocurrió en los pueblos de España.
            La primera reacción violenta de las masas fue desviada contra los judíos. El movimiento antihebraico se había iniciado a mediados del siglo XIV como descarga sentimental y económica. Pero los pogromos de 1391 tuvieron un desarrollo gravísimo. Comenzaron en Sevilla y siguieron por Andalucía y la Mancha, donde las persecuciones fueron generales. Saltó luego a las ciudades más prósperas del comercio de la lana (Toledo, Madrid, Burgos, Logroño) y finalmente se abatió sobre la fachada mediterránea de la Corona de Aragón, donde fueron saqueados los barrios judíos de Barcelona, Valencia y Palma de Mallorca; para citar tan sólo las urbes primordiales. Este movimiento provocó la escisión entre la comunidad cristiana y la mosaica, los mutuos, inevitables y peligrosos recelos, y, sobre todo, la formación de una minoría indecisa: la de los judíos que entre 1391 y 1415 se convirtieron al cristianismo. Llamados conversos, influyentes por sus relaciones financieras y su prestigio intelectual, estos neocatólicos, en número de unos cien mil, acapararon muy pronto el odio de los cristianos viejos. Lo debían no sólo a las relaciones que seguían manteniendo con los hebreos, sino también a sus dificultades en adaptarse al cuadro mental de las actividades cotidianas, desde la comida a la indumentaria. Muy pronto se les acusó de herejes y se les llamó judaizantes y marranos. La animadversión la mantenían los grandes, los caballeros y los eclesiásticos, en general las capas aristocráticas, cuya vanidad les ponía siempre en aprieto la bolsa. Pero los Trastámaras protegieron a los conversos, tanto en Castilla como en Aragón, porque eran una fuente imprescindible de recursos en momentos apurados y un engranaje administrativo del que no era fácil prescindir. La situación en Cataluña fue más favorable para los conversos, por el hecho de que el préstamo dinerario recayera en banqueros e instituciones bancarias solventes. jamás hubo en este país un movimiento que reclamara una inquisición antijudaizante, como fue el caso en Castilla desde mediados del siglo XV.
            La contracción económica tuvo repercusiones inmediatas en el aspecto social. Las más simples fueron las que se desencadenaron en Castilla, donde la nobleza aspiró a detentar el poder y asegurar, de este modo, su gigantesca fortuna (latifundios, propiedades arrebatadas a la Corona, juros y soldadas concedidos por reyes y regentes condescendientes), mediante disposiciones jurídicas apropiadas (establecimiento de mayorazgos y de señoríos) y concesiones económicas (la Mesta y sus principales cargos, las aduanas marítimas y terrestres, los servicios y montazgos, etc.). Con tan sublime aspiración la aristocracia precipitó a Castilla en el caos de cuatro guerras civiles, la última en extremo violenta. En cambio, en Cataluña el despliegue del conflicto fue más paulatino y abarcó a todas las clases sociales: los campesinos mostraron su inquietud desde 1395, las clases bajas urbanas desde 1435, el patriciado y la nobleza en época similar. Ello produjo tres movimientos subversivos simultáneos: de los remensas contra sus señores, de los gremios y artesanos contra los patricios, de éstos y los nobles contra la monarquía autoritaria. Alfonso el Magnánimo apoyó la causa de los payeses y de los menestrales en Cataluña (pero no la de los foráneos en Mallorca), de modo que en 1455 impuso soluciones realmente democráticas a las aspiraciones del pueblo. Pero ello provocó una reacción condigna en las clases privilegiadas que derivó, al amparo de las circunstancias, en el levantamiento contra Juan II de Aragón en 1461 y 1462.
            Al socaire de esta subversión social, se plantea el problema de la organización de los pueblos peninsulares. Entre unos y otros se anudaron entonces tantas relaciones que era imposible su subsistencia en la forma política consagrada en el siglo XII. Magnates castellanos y aragoneses cruzan la frontera y se instalan en el corazón de los problemas políticos de los vecinos; buques vizcaínos y andaluces constituyen el equipo ligero de la navegación catalana y mallorquina en este período; y ante las arremetidas de Luis XI en el Rosellón en 1473 son los barceloneses los primeros que se ilusionan con las lanzas castellanas que su príncipe heredero podrá traer de Segovia. La monarquía del Renacimiento se está gestando en la Península —gestándose con signo castellano y no por videncia mística, sino por el simple empirismo de su demografía en auge, de la libertad de acción que reivindica su realeza, y de los recursos que, a pesar de la contracción, continúan proporcionándole los rebaños trashumantes de la Mesta—.
            La unión de las coronas de los distintos reinos peninsulares en una sola cabeza venía precedida por una tradición histórica y unas relaciones de orden político, a veces amistosas, otras antagónicas. Robusteció la primera el ideal humanista, que resucitó, no ya la España visigótica, tal como la habían concebido el legitimismo astur o el pensamiento cancilleresco leonés, sino la anterior Hispania romana, con su régimen de dos grandes entidades provinciales —la España citerior y la España ulterior— que se amoldaban a la situación territorial legada por la lucha contra los musulmanes. Esta concepción fue particularmente cara al humanismo catalán, al cardenal Margarit, por ejemplo, mientras que en Castilla se notaba el fenómeno de endosarse el nombre de España, tergiversando la tradicional idea de mancomunidad hispánica medieval y apropiándose el vocabulario surgido en los medios mercantiles del extranjero (primero en Aviñón y luego en Flandes). Las relaciones dinásticas prepararon el advenimiento de la unidad monárquica —de la monarchia hispana— desde el momento que hicieron factible el establecimiento de una misma familia, la de los Trastámaras, en los tronos reales de Castilla y Aragón. La muerte de Martín el Humano, el último rey de la estirpe condal barcelonesa en la Corona de Aragón, condujo, ampliando la línea de la teoría pactista catalana, al Compromiso de Caspe, del que surgió la designación de Fernando I, nieto de Enrique II, como nuevo monarca aragonés (1412). Esta fue para Castilla una coyuntura afortunada, pues pudo aprovechar la riqueza fabulosa concentrada en manos de la rama menor de los Trastámaras (conversos burgaleses y medineses, Orden de Santiago, dinero de la Mesta) para atraerse a las facciones que en Valencia y Zaragoza se habían levantado contra Jaime de Urgel. Y no tanto contra este pretendiente, sino, sobre todo, contra la incapacidad de la burguesía de Barcelona de hallar una fórmula que la reconciliara con la aristocracia pirenaica y que diese a la Corona de Aragón una solución concreta al dilema político planteado: o bien pactismo, hasta las últimas consecuencias de una república aristocrática; o bien, el autoritarismo regio, con el inevitable cortejo de reformas sociales, políticas y administrativas.
            El establecimiento de una misma dinastía en Castilla y Aragón fue un factor no despreciable en el camino de la Unidad de la monarquía de las Españas, a pesar de que debamos desterrar la idea romántica de que los soberanos de una y otra de las dos ramas no descansaron hasta lograr tal propósito. Al contrario, nunca fue el nombre de Aragón tan odiado por los nobles castellanos como en época de Juan II de Castilla; ni tampoco ningún castellano como Alfonso el Magnánimo condenó y despreció tanto las intrigas de su país. Pero hubo un grupo que, sin doctrina ni programa, fue marchando en pos de la unidad: el de Juan II de Aragón, rey de Navarra y gran magnate castellano. Situado entre la espada de Luis XI de Francia y el muro de la Revolución catalana, no vio otro recurso de salvación que apoyarse en el auxilio castellano. Tal fue el Norte, pragmático, que alimentó el proyecto matrimonial entre su hijo Fernando y la princesa castellana doña Isabel.
            Ese proyecto tropezó con considerables dificultades. Desde mediados de siglo la guerra civil causaba estragos en los reinos peninsulares. En Portugal fue un simple episodio, que liquidó la acción de Alfarrobeira. Pero en Castilla y Navarra se convirtió en mal endémico, en continuada acción de bandería, que poco a poco consumió los recursos de ambos países. La prepotente nobleza castellana escindióse en dos partidos en el reinado de Juan II (1406-1454), al calor de las contrapuestas ambiciones de los infantes de Aragón y del condestable don Alvaro de Luna, quien intuyó la eficacia de una monarquía autoritaria, pero no supo sacrificar sus propios intereses al ideal que pretendió servir. La derrota del bando aragonés en Olmedo (1445) consolidó las posiciones de sus rivales, al librarles los resortes del poder y los cuantiosos bienes materiales que poseían en el país. De aquí un constante motivo de suspicacias y recelos, de intrigas y golpes de mano, que no modificó la ejecución de don Alvaro (1452). A los viejos prejuicios de grupos y banderías se añadió, desde este instante, el terror moral provocado por la fatal suerte del favorito, y, en consecuencia, el deseo de buscar garantías para librarse de análogo destino. En este ambiente empezó a reinar Enrique IV (1454-1474), cuyos proyectos de reforma y restauración del país, verdaderamente revolucionarios, en cuanto socavaban el poder de la grandeza, chocaron con su propio temperamento, sentimental, tolerante y en exceso flexible. El programa de la Corte, que los conversos apoyaban con dinero, levantó contra Enrique IV a todos los grandes, los cuales olvidaron sus banderías para concertarse en una acción mancomunada que asegurara sus intereses: a saber, la posesión de tierras, mercedes y juros. El rey fue depuesto en Avila (1464), y en su lugar alzado su hermanastro Alfonso. Pero la presión popular, ampliamente manifestada en Castilla, y los inevitables recelos entre los caudillos del movimiento aristocrático, agrietaron el bloque revolucionario. La desaparición del pretendiente permitió una aparente reconciliación general en la entrevista de Toros de Guisando (1468). Pese a la fórmula allí concertada —los rebeldes reconocían el gobierno de Enrique IV siempre que éste admitiera la sucesión en el trono de su propio jefe (la princesa Isabel)—, la tranquilidad no renació en Castilla. Al año siguiente, el enlace de Isabel con el hijo del monarca aragonés volvió a plantear sobre el tapete no sólo la futura suerte de los partidos en lucha, sino también la orientación general de la política castellana. En aquel momento Castilla podía optar por una dirección atlántica o mediterránea. En la primera encontraba el apoyo de Francia, cuya alianza con Castilla remontaba a un siglo. En la segunda, la posibilidad de una apertura hacia Borgoña, cuyos mercados eran concurridos por sus vendedores de lanas. De hecho, no hubo una decisión intelectual. La suerte de las armas se encargó de resolver la dramática opción.
            El éxito del matrimonio aragonés venía condicionado por la desesperada situación en que se encontraba el rey Juan II. Su hermano y predecesor en el trono, Alfonso el Magnánimo (1414-1458), había hecho gran figura en el Mediterráneo, dando a la causa política catalanoaragonesa el signo dinámico e imperialista de su estirpe castellana. Experimentóse entonces la eficacia de la colaboración entre los dos más importantes pueblos peninsulares (la conquista de Nápoles, la irradiación política en la cuenca del Mediterráneo oriental), pero también aparecieron los síntomas de futuros males: el desasosiego en la acción, la veleidad en los objetivos, el agotamiento del país ante empresas superiores a sus posibilidades inmediatas. Esta política fue creando una atmósfera de intranquilidad en Cataluña, donde se precisaron cada vez más los principios pactistas de la oligarquía nobiliaria y burguesa (Cortes de 1454-1458) ante las arremetidas revolucionarias de las clases bajas urbanas y de la masa campesina, El acceso de los artesanos y de los gremios a los puestos de mando del municipio barcelonés (1455), la exigencia de tierras y libertad por parte de los remensas, almacenaron en Cataluña gran cantidad de materias explosivas, que estallaron al socaire de la tirante relación entre Juan II y el príncipe de Viana.
            Padre e hijo habían luchado desde 1451 en Navarra, donde representaban, respectivamente, el partido campesino y señorial de la Ribera y el grupo pastoril y tradicionalista de la Montaña. Este conflicto, fomentado por el oro castellano, se resolvió a favor del monarca, pero éste fue incapaz de pacificar el país. Más adelante, en 1460, llegóse a una concordia entre Juan II y el príncipe de Viana, que éste mismo quebrantó a los pocos meses lanzándose a una imprudente política matrimonial con Castilla. El monarca, exasperado por falsas delaciones, hizo arrestar a su hijo en Lérida (1460). El acto encendió la mecha de la Revolución catalana. En su primer período, el país, unánime, logró avasallar a la monarquía, arrancando de Juan II la libertad del príncipe y, lo que es más importante, un código de amplias concesiones políticas, que lo convertían en una república coronada (Capitulación de Vilafranca del Penedés). Pero meses más tarde, muerto ya el príncipe de Viana, la demagogia hizo fácil presa en un pueblo rápidamente sugestionable, y por este plano se deslizó la guerra civil. Al lado de Juan II lucharon parte de la nobleza, casi todo el clero y, aunque parezca sorprendente, la mayoría de los payeses de remensas; enfrente se alinearon la baja nobleza, el patriciado y parte de los artesanos, que en homenaje a Carlos de Viana olvidaron su posición monárquica de 1460 a 1461. Barcelona volcó sus tesoros en la lucha, de modo que el rey sólo pudo resistir al golpe revolucionario (mayo de 1462) buscando la protección de Luis XI de Francia. En estas condiciones, los catalanes destronaron a Juan II y proclamaron rey a Enrique IV de Castilla, proporcionando a esta Corona una oportunidad clarísima para extender su dominio hasta el Mediterráneo. Pero la Corte castellana claudicó ante las presiones francesas y la traición de los consejeros del rey. Una tentativa para captarse el apoyo de Portugal y Borgoña —el nombramiento del condestable Pedro de Portugal como «rey de los catalanes»— se disipó al poco tiempo, ante la serie de reveses militares y políticos del paladín portugués. En 1466, después de la derrota de Prats del Rei y de la rendición de Tortosa, Barcelona habría capitulado ante el monarca aragonés, si el partido francófilo no hubiera impuesto la candidatura de Renato de Anjou como sucesor del fallecido Condestable de Portugal. Elegir a Renato, conde de Provenza, equivalía a aludir a su sobrino Luis XI de Francia y abrir a este país las puertas de los Pirineos. Luis XI abandonó la causa de Juan II. Sus tropas obtuvieron resonantes triunfos, de modo que habrían logrado establecerse en Cataluña —e incluso preparar la desmembración de la Corona aragonesa— sin la complicada y astuta actividad diplomática del monarca. Juan II puso en juego el poderío de Inglaterra, Bretaña, Borgoña y Nápoles, y cuando lo consideró insuficiente, el de Castilla. La sumisión de Barcelona en 1472, salvando los principios teóricos del alzamiento revolucionario, indica el éxito del programa antífrancés de Juan II.
            La última baza del juego se discutió sobre el tapete castellano. Enrique IV, eterno enamorado de la paz, había mantenido difícilmente el fiel de la balanza entre la grandeza castellana, entre Aragón y Francia, entre su hija y su hermana. A su muerte, estalló la inevitable contienda. Encendióse una guerra de sucesión en la que no sólo planteóse un problema jurídico —el de los derechos de las princesas Juana e Isabel, respectivamente—, sino el más vasto de qué papel ejercería Castilla en la organización peninsular y en la política internacional. Francia y Portugal apoyaron a doña Juana; Aragón y sus aliados (Nápoles, Borgoña, Inglaterra) a doña Isabel. La eficaz juventud de Fernando de Aragón, el sentido reformista de la intervención aragonesa y catalana en Castilla, el auxilio militar de los experimentados técnicos mediterráneos, dieron la victoria al partido isabelino. Resuelta la principal fuente de sus divergencias políticas —la duplicidad de influencias de los Trastámaras en el país—, Castilla pudo ser organizada para desempeñar su papel medular en el seno de la sociedad hispánica.

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