Los primeros pobladores
Quinientos
mil años antes de nosotros —siglo más, siglo menos— unos grupos de
pitecantropienses dieron su pláceme a la Península hispánica y se establecieron
en ella. No eran los primeros homínidas que divagaban por el planeta. A buen
seguro, los que pueden considerarse como tales —los llamados
australopitecienses, que aparecieron hacia el 700.000— no se alejaron muchísimo
de su lugar de origen, en el Africa austral. La Península sólo conoció, pues,
la segunda oleada de humanidad, mucho más evolucionada que la primera y
posiblemente recriada en la zona ecuatorial y en el Lejano Oriente.
Los
mencionados pitecántropos —el nombre no resulta muy favorecido, por cierto— habían
avanzado hacia Occidente, llegando con el hombre de Mauer hasta Alemania
occidental y con el Atlántropo hasta Argelia. Todo ello es evidentemente
provisional y contingente, porque con dos hallazgos no puede escribirse la
historia de los 200.000 años que duró el período de hegemonía pitecantropiense
sobre la Tierra. Pero tenemos otros datos, éstos dimanantes del material lítico
que nos han conservado los lugares en dónde permanecieron. Por ellos sabemos
que los pobres y diseminados grupos de los primeros hispanos dejaron huellas de
su existencia en varias partes de la Península, que vivían atosigados por la
lucha contra fieras poderosas, que se defendían como podían con el fuego, que
atacaban si les era posible con bastones arrojadizos, que avanzaban
recolectando frutos y raíces y que no se alejaban en demasía de los lugares
donde se hallaban filones de sílex. Ya que estos seres, de débil inteligencia,
habían aprendido a desbastar groseramente esa dura piedra y a construir unos útiles en forma de «tallas» y «lascas».
Impropiamente se les ha denominado durante mucho tiempo armas (como la famosa
hacha de mano achelense); en realidad, su objeto principal, es decir su más común
utilidad, era percutir y machacar sobre otros materiales.
Los
prehistoriadores habían hecho sus cálculos y fijado unos períodos a los que
denominaban y denominan Paleolítico inferior, a base de sucesiones de técnicas
líticas. Hoy es inútil rememorarlos, porque el problema de la técnica —que es
un hecho humano y no pétreo, y, por tanto, delicado— les lleva de cabeza. Es
preciso dejar pasar cierto tiempo hasta que se resuelva a gusto de todos.
Digamos que los ejemplares hispanos de tallas y lascas de este largo período
son sobresalientes, y que los percutores bifaces del achelense de San Isidro,
de Madrid, llenan de orgullo a nuestros arqueólogos.
Hacia
el año 200.000 se produce un cambio de panorama, del que el territorio
peninsular se benefició inmediatamente. Aparecieron entonces en el Viejo Mundo
los hombres de Neandertal, mucho más capaces y activos que los
pitecantropienses, pues ya se nos muestran dotados de una vida espiritual
compleja, con atisbos religiosos y mágicos. Su aspecto, mucho más favorecido
que el clisé que habitualmente se tiene de ellos por culpa de lamentables
precipitaciones, les acerca bastante a nosotros. Con la expansión de la
humanidad neandertaloide la cultura va a recibir un gran empujón. Por esta
causa los prehistoriadores han decidido abrir un nuevo período arqueológico y
llamar Paleolítico medio al lapso en que predominó este homínida.
Los
neandertalenses llegarían a la Península por el Pirineo y prácticamente la
ocuparían toda. Es curioso el hecho de que los restos óseos se hayan encontrado
en la línea prelitoral mediterránea, desde Bañolas a Gibraltar, y en los
promontorios atlánticos portugueses, mientras que los yacimientos líticos
abundan en las cercanías de Madrid y en la desembocadura del Tajo. Ello indica,
una vez más, que no hay concordancia todavía entre los hallazgos arqueológicos
y la realidad humana y cultural de la época. Y a fe que sería interesante
establecerla, porque el cazador neandertaloide hizo la primera síntesis técnica,
reduciendo las tallas y las lascas a un complejo artesano en que predominaban
los útiles pequeños: especialmente, puntas y raederas. A esa técnica se la
denomina musteriense. Otro nombre raro. Aún se logró avanzar un paso más: el
neandertaloide aprendió a sujetar una de esas piedras a un bastón endurecido.
Había empleado cerca de cien mil años en obtener este enorme progreso técnico;
los mismos que necesitó para organizar un rudimentario culto funerario. El
ritmo de la historia se aceleró, como podemos ver, notablemente.
Con
cuatrocientos mil años por la popa —nuestra narración no puede ser más rápida—
pasamos ahora a saludar la entrada en la Península de nuestros directos
antecesores: las bandas de cazadores evolucionados del Homo sapiens. Es posible que se realizara a partir del año 40.000,
fecha mucho más asequible. La llegada de la verdadera humanidad, de cráneo bien
desarrollado y características anatómicas idénticas a las nuestras, dio lugar a
una dinámica social mucho más interesante. Los perigordienses y cromañonenses
(variedades raciales del Homo sapiens),
que constituyeron las primeras y nutridas invasiones, eran cazadores de
aventura y salían a emprender amplias expediciones para capturar a los
animales. Los tiempos eran fríos y duros y la caza mucho más huidiza que en el
período anterior. Felizmente, el Homo
sapiens logró vencer una serie de dificultades técnicas y elaborar un
repertorio instrumental lítico completo. Su gran descubrimiento fue el cincel.
Con este útil hizo maravillas. Talló primorosas hojas, cuchillos, taladros,
buriles y puntas. Además, aprendió a trabajar el asta y el hueso, y con ello
dio a luz el arpón y el anzuelo. Sus grandes conquistas técnicas fueron, sin
embargo, la azagaya y la flecha. Con ellas iba a conquistar el mundo y a
proclamarse rey de la creación.
Sobre
los protagonistas de tales cambios, los arqueólogos no se han puesto de
acuerdo. Arrellanados en el llamado Paleolítico superior, consideraban antes
que existían tres fases culturales correspondientes a otros tantos pueblos:
auriñacienses (asiáticos), solutrenses (africanos) y magdalenienses (nórdicos).
Ahora los horizontes son más complejos, y esperamos que aún lo sean más cuando
se realicen nuevas investigaciones. Porque son mucho los 30.000 años de duración
de esta época, y no se ve claro qué hicieron los auriñacienses y los
solutrenses. Es posible que aquéllos fueran más estables y éstos menos. Quizás
los solutrenses fueran tribus nómadas, que en la Península marcharon muchas
veces mezcladas con los perigordienses. En todo caso, parece que prefirieron
establecerse en cinco regiones: Cataluña y Sudeste (Alicante-Murcia),
Cantabria, Castilla la Nueva y desembocadura del Tajo. Por lo menos tal es el
resultado que hasta hoy proporcionan el azar de los hallazgos y la densidad de
los equipos regionales de prehistoriadores. Sin duda alguna, el hecho capital del
Paleolítico superior es el establecimiento de los magdalenienses nórdicos en el
Sistema Cantábrico, desde Navarra a Asturias. Al otro lado de los Pirineos, se
extendían por la cuenca del Garona hasta los altos valles de su afluente el
Dordoña.
Este
grupo humano, culturalmente muy compacto, fue gran innovador. Se les atribuyen
los progresos técnicos a que hemos hecho alusión —incluso el arco—. Y a ellos
corresponde el mérito de haber desarrollado el arte parietal. Éste es fruto de
una sociedad ya jerarquizada y especializada —la caza suele ser fructífera con
las nuevas armas y un grupo puede permitirse la posibilidad de no trabajar para
dedicarse a prácticas mágicas y propiciar a sus compañeros una buena expedición—.
Aún hoy constituye un interrogante para cuantos nos acercamos a contemplarlo
sin prevenciones. Una realización completa e insospechada, que tiene como
exponentes supremos las pinturas rupestres de Ruffignac, Lascaux y Font de
Gaume, en Francia, y Altamira y Castillo, en la Península. A esta provincia artística
suele llamársele francocantábrica. Examinando su situación geográfica, más cabría
rebautizarla con el nombre de aquitanocantábrica. Los elementos sueltos en
otras partes de Francia y España no pueden alterar esta afirmación.
Tal
es lo que lograron conquistar para la cultura los pueblos magdalenienses. Es lástima
que su aportación artística no pudiera ser acumulativa. Con ellos pasó su fibra
estética y las pinturas rupestres fueron decayendo, hasta desaparecer en formas
esquemáticas. Sólo en la región prelitoral mediterránea, en época todavía
insegura, pero posiblemente posterior al magdaleniense nórdico o sea hacia los
años 7000 a 3000 a. de J.C., se desarrolla una réplica de la gran pintura
animalística aquitanocantábrica. Réplica expresionista, vivaz, en la que la
figura humana adquiere el papel de protagonista, en que se da testimonio de una
existencia y de una sociedad. Posiblemente derivado del arte magdaleniense de
Lascaux, ese nuevo estilo ahincaría fuertemente entre las tribus perigordienses
del Oriente peninsular y las caracterizaría desde Cataluña a Andalucía, a lo
largo del corredor prelitoral mediterráneo.
Dos
provincias: la aquitanocantábrica y la provincia mediterránea. Éstas son las
dos nociones que empiezan a surgir en aquellos nebulosísimos años
correspondientes al Paleolítico. Sin más trascendencia que explicar las
posibilidades de relación de unos veinticinco mil a cincuenta mil seres que,
como cifra máxima, debían poblar por aquel entonces el territorio de la Península.
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