sábado, 6 de abril de 2013

1.Los primeros pobladores


Los primeros pobladores
 

            Quinientos mil años antes de nosotros —siglo más, siglo menos— unos grupos de pitecantropienses dieron su pláceme a la Península hispánica y se establecieron en ella. No eran los primeros homínidas que divagaban por el planeta. A buen seguro, los que pueden considerarse como tales —los llamados australopitecienses, que aparecieron hacia el 700.000— no se alejaron muchísimo de su lugar de origen, en el Africa austral. La Península sólo conoció, pues, la segunda oleada de humanidad, mucho más evolucionada que la primera y posiblemente recriada en la zona ecuatorial y en el Lejano Oriente.
            Los mencionados pitecántropos —el nombre no resulta muy favorecido, por cierto— habían avanzado hacia Occidente, llegando con el hombre de Mauer hasta Alemania occidental y con el Atlántropo hasta Argelia. Todo ello es evidentemente provisional y contingente, porque con dos hallazgos no puede escribirse la historia de los 200.000 años que duró el período de hegemonía pitecantropiense sobre la Tierra. Pero tenemos otros datos, éstos dimanantes del material lítico que nos han conservado los lugares en dónde permanecieron. Por ellos sabemos que los pobres y diseminados grupos de los primeros hispanos dejaron huellas de su existencia en varias partes de la Península, que vivían atosigados por la lucha contra fieras poderosas, que se defendían como podían con el fuego, que atacaban si les era posible con bastones arrojadizos, que avanzaban recolectando frutos y raíces y que no se alejaban en demasía de los lugares donde se hallaban filones de sílex. Ya que estos seres, de débil inteligencia, habían aprendido a desbastar groseramente esa dura piedra y a construir unos útiles en forma de «tallas» y «lascas». Impropiamente se les ha denominado durante mucho tiempo armas (como la famosa hacha de mano achelense); en realidad, su objeto principal, es decir su más común utilidad, era percutir y machacar sobre otros materiales.
            Los prehistoriadores habían hecho sus cálculos y fijado unos períodos a los que denominaban y denominan Paleolítico inferior, a base de sucesiones de técnicas líticas. Hoy es inútil rememorarlos, porque el problema de la técnica —que es un hecho humano y no pétreo, y, por tanto, delicado— les lleva de cabeza. Es preciso dejar pasar cierto tiempo hasta que se resuelva a gusto de todos. Digamos que los ejemplares hispanos de tallas y lascas de este largo período son sobresalientes, y que los percutores bifaces del achelense de San Isidro, de Madrid, llenan de orgullo a nuestros arqueólogos.
            Hacia el año 200.000 se produce un cambio de panorama, del que el territorio peninsular se benefició inmediatamente. Aparecieron entonces en el Viejo Mundo los hombres de Neandertal, mucho más capaces y activos que los pitecantropienses, pues ya se nos muestran dotados de una vida espiritual compleja, con atisbos religiosos y mágicos. Su aspecto, mucho más favorecido que el clisé que habitualmente se tiene de ellos por culpa de lamentables precipitaciones, les acerca bastante a nosotros. Con la expansión de la humanidad neandertaloide la cultura va a recibir un gran empujón. Por esta causa los prehistoriadores han decidido abrir un nuevo período arqueológico y llamar Paleolítico medio al lapso en que predominó este homínida.
            Los neandertalenses llegarían a la Península por el Pirineo y prácticamente la ocuparían toda. Es curioso el hecho de que los restos óseos se hayan encontrado en la línea prelitoral mediterránea, desde Bañolas a Gibraltar, y en los promontorios atlánticos portugueses, mientras que los yacimientos líticos abundan en las cercanías de Madrid y en la desembocadura del Tajo. Ello indica, una vez más, que no hay concordancia todavía entre los hallazgos arqueológicos y la realidad humana y cultural de la época. Y a fe que sería interesante establecerla, porque el cazador neandertaloide hizo la primera síntesis técnica, reduciendo las tallas y las lascas a un complejo artesano en que predominaban los útiles pequeños: especialmente, puntas y raederas. A esa técnica se la denomina musteriense. Otro nombre raro. Aún se logró avanzar un paso más: el neandertaloide aprendió a sujetar una de esas piedras a un bastón endurecido. Había empleado cerca de cien mil años en obtener este enorme progreso técnico; los mismos que necesitó para organizar un rudimentario culto funerario. El ritmo de la historia se aceleró, como podemos ver, notablemente.
            Con cuatrocientos mil años por la popa —nuestra narración no puede ser más rápida— pasamos ahora a saludar la entrada en la Península de nuestros directos antecesores: las bandas de cazadores evolucionados del Homo sapiens. Es posible que se realizara a partir del año 40.000, fecha mucho más asequible. La llegada de la verdadera humanidad, de cráneo bien desarrollado y características anatómicas idénticas a las nuestras, dio lugar a una dinámica social mucho más interesante. Los perigordienses y cromañonenses (variedades raciales del Homo sapiens), que constituyeron las primeras y nutridas invasiones, eran cazadores de aventura y salían a emprender amplias expediciones para capturar a los animales. Los tiempos eran fríos y duros y la caza mucho más huidiza que en el período anterior. Felizmente, el Homo sapiens logró vencer una serie de dificultades técnicas y elaborar un repertorio instrumental lítico completo. Su gran descubrimiento fue el cincel. Con este útil hizo maravillas. Talló primorosas hojas, cuchillos, taladros, buriles y puntas. Además, aprendió a trabajar el asta y el hueso, y con ello dio a luz el arpón y el anzuelo. Sus grandes conquistas técnicas fueron, sin embargo, la azagaya y la flecha. Con ellas iba a conquistar el mundo y a proclamarse rey de la creación.
            Sobre los protagonistas de tales cambios, los arqueólogos no se han puesto de acuerdo. Arrellanados en el llamado Paleolítico superior, consideraban antes que existían tres fases culturales correspondientes a otros tantos pueblos: auriñacienses (asiáticos), solutrenses (africanos) y magdalenienses (nórdicos). Ahora los horizontes son más complejos, y esperamos que aún lo sean más cuando se realicen nuevas investigaciones. Porque son mucho los 30.000 años de duración de esta época, y no se ve claro qué hicieron los auriñacienses y los solutrenses. Es posible que aquéllos fueran más estables y éstos menos. Quizás los solutrenses fueran tribus nómadas, que en la Península marcharon muchas veces mezcladas con los perigordienses. En todo caso, parece que prefirieron establecerse en cinco regiones: Cataluña y Sudeste (Alicante-Murcia), Cantabria, Castilla la Nueva y desembocadura del Tajo. Por lo menos tal es el resultado que hasta hoy proporcionan el azar de los hallazgos y la densidad de los equipos regionales de prehistoriadores. Sin duda alguna, el hecho capital del Paleolítico superior es el establecimiento de los magdalenienses nórdicos en el Sistema Cantábrico, desde Navarra a Asturias. Al otro lado de los Pirineos, se extendían por la cuenca del Garona hasta los altos valles de su afluente el Dordoña.
            Este grupo humano, culturalmente muy compacto, fue gran innovador. Se les atribuyen los progresos técnicos a que hemos hecho alusión —incluso el arco—. Y a ellos corresponde el mérito de haber desarrollado el arte parietal. Éste es fruto de una sociedad ya jerarquizada y especializada —la caza suele ser fructífera con las nuevas armas y un grupo puede permitirse la posibilidad de no trabajar para dedicarse a prácticas mágicas y propiciar a sus compañeros una buena expedición—. Aún hoy constituye un interrogante para cuantos nos acercamos a contemplarlo sin prevenciones. Una realización completa e insospechada, que tiene como exponentes supremos las pinturas rupestres de Ruffignac, Lascaux y Font de Gaume, en Francia, y Altamira y Castillo, en la Península. A esta provincia artística suele llamársele francocantábrica. Examinando su situación geográfica, más cabría rebautizarla con el nombre de aquitanocantábrica. Los elementos sueltos en otras partes de Francia y España no pueden alterar esta afirmación.
            Tal es lo que lograron conquistar para la cultura los pueblos magdalenienses. Es lástima que su aportación artística no pudiera ser acumulativa. Con ellos pasó su fibra estética y las pinturas rupestres fueron decayendo, hasta desaparecer en formas esquemáticas. Sólo en la región prelitoral mediterránea, en época todavía insegura, pero posiblemente posterior al magdaleniense nórdico o sea hacia los años 7000 a 3000 a. de J.C., se desarrolla una réplica de la gran pintura animalística aquitanocantábrica. Réplica expresionista, vivaz, en la que la figura humana adquiere el papel de protagonista, en que se da testimonio de una existencia y de una sociedad. Posiblemente derivado del arte magdaleniense de Lascaux, ese nuevo estilo ahincaría fuertemente entre las tribus perigordienses del Oriente peninsular y las caracterizaría desde Cataluña a Andalucía, a lo largo del corredor prelitoral mediterráneo.
            Dos provincias: la aquitanocantábrica y la provincia mediterránea. Éstas son las dos nociones que empiezan a surgir en aquellos nebulosísimos años correspondientes al Paleolítico. Sin más trascendencia que explicar las posibilidades de relación de unos veinticinco mil a cincuenta mil seres que, como cifra máxima, debían poblar por aquel entonces el territorio de la Península.

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