sábado, 6 de abril de 2013

2.Colonizadores e invasores


 Colonizadores e invasores
 

            La cultura de los grandes pueblos cazadores del Paleolítico superior en Occidente decae desde el séptimo milenio a. de J.C. al compás de las profundas alteraciones climáticas. En la Península asistimos a éste mismo proceso. Muchos lugares del país se desertizan y pierden parte de su población. Sólo las costas y algunas zonas montañosas ofrecen posibilidades de existencia a una fauna menor y a sus diseminados perseguidores. En los Pirineos habitan unos grupos de montañeses que adoran cantos pintados —los azilienses—, mientras que a lo largo del litoral cantábrico y atlántico hallamos establecida una población de comedores de mariscos —los asturienses—. En el andén mediterráneo, sobre todo en el Bajo Ebro y Almería, perviven tribus con un instrumental microlítico. Con él dan caza a ciervos y jabalíes. Su nombre es muy discutido: se les llamó capsienses (creyéndolos relacionados con pueblos africanos); hoy se les considera autóctonos, como una prolongación de los perigordienses del Paleolítico superior. Estas complicaciones no deben preocuparnos. Los hechos importantes son el descenso cultural de la Península durante el Mesolítico y la paulatina diferenciación de sus habitantes en áreas geográficas homogéneas.
            Mientras tanto, en Mesopotamia y Egipto estalla la revolución mental y técnica que inaugura la historia moderna de la humanidad. Nos hallamos en el año 5000 a. de J.C. En muy poco tiempo sobrevienen las decisivas conquistas de la domesticación de animales, el pastoreo, la agricultura, la alfarería, la habitación, la fundición de los metales y la navegación fluvial y marítima. Es el triunfo del intelecto sobre la rutina de la magia. Llamada —con escasa fortuna— revolución neolítica, va a dar al Próximo Oriente la capitalidad mundial durante cuatro milenios. De aquellas tierras saldrán las innovaciones materiales y técnicas (la agricultura y la metalurgia, sobre todo); pero también las grandes religiones. Poco a poco, en sucesivas oleadas, irán integrando el mundo mediterráneo. Primero actuarán por mimetismo; después por colonizadores interpuestos; finalmente, ellos mismos se atreverán a navegar hasta el temible y lejano Occidente. Los pueblos de la Península hispánica quedarán entonces plenamente incorporados a la civilización nacida en el oriente del Mediterráneo.
            Es posible datar las primeras infiltraciones del nuevo género de vida en la Península alrededor del año 3000 a. de J.C. En efecto, los arqueólogos han descubierto restos de grupos de hombres que vivían en cuevas o chozas de ramaje, y conocían el pastoreo y una agricultura muy rudimentaria. La practicaban con azadas y palos puntiagudos. Estos neolíticos antiguos pertenecían al mismo tipo humano que predominaba en el litoral mediterráneo desde los perigordienses. Ninguna invasión a registrar y mucho menos procedente de África del Norte, que en aquel momento está tan atrasada como los pueblos peninsulares respecto al desarrollo de la cultura en el Próximo Oriente. Esto hace sospechar que las primeras reformas neolíticas se transmitirían de modo muy lento, a través del Mediterráneo e incluso de Europa (aquí, partiendo de la cuenca del Danubio).
            Pocos siglos después asistimos a la presión directa de los colonizadores orientales en la Península. Navegantes partidos de aquel punto del Mediterráneo se establecen en Liguria, Provenza, Cataluña y Valencia, aportan nuevas contribuciones materiales, y, sobre todo, una forma de cerámica típica (la cardial). Este impacto viene seguido por otro mucho más decisivo y penetrante: el del pueblo llamado almeriense, que levantó sus acrópolis en la región de Almería, y desde allí, paulatinamente, fue extendiendo la verdadera agricultura neolítica de un lado hacia Andalucía y de otro hacia Cataluña. Allí fue donde caló más hondo y de donde irradió hacia Portugal. El centro y el norte de la Península recibieron con gran retraso tan sustanciales adelantos.
            Aproximadamente nos hallamos ahora sobre el año 2500 a. de J.C. Andalucía conoce un verdadero desarrollo, bajo la tutela de jefes tribales que pueden acumular tesoros y hacerse construir alguna que otra tumba monumental —lejano recuerdo del Egipto faraónico, núcleo, ya olvidado, de la nueva cultura hispánica—. Pero su esplendor máximo lo alcanzó poco después, cuando los navegantes orientales llevaron a España, a través de Almería, la metalurgia del cobre y la religión megalítica. En estos años, bordeando quizá el comienzo del segundo milenio, los primeros pueblos hispanos son arrebatados al paleoliticismo y puestos en el sendero de su existencia histórica.
            El impacto de la tercera oleada oriental sobre la Península —quizá relacionada con la hegemonía cretense en el Egeo— provocó un florecimiento cultural inaudito. Los misioneros de los megalitos —las grandes catedrales de aquella época— no sólo enseñaban la labranza y el arte de obtener el cobre, sino una religión de altos valores morales, presidida por el culto a los muertos, dispensadores de toda fertilidad, y al fuego y al rayo, que purifican y consagran. Llevaron su buena nueva hasta Portugal y Galicia, que en este momento adquieren su primera plenitud cultural; más allá llegaron a Bretaña, Cornualles e Irlanda. En todas estas regiones triunfaron los megalitos, en sus varias formas: sepulcro de corredor y de cúpula, dólmenes, galerías y cistas.
            Bajo la influencia de la cultura megalítica, el sur de España alcanza su primera edad de oro. Una serie de poderosos jefes, establecidos en Los Millares y en las ricas regiones agrarias de Carmona, Antequera, Sevilla y Huelva, gobiernan un pueblo activo y diligente, diestro en las más varias actividades artesanas. En su seno nace el vaso campaniforme, imitación de las finas cestas que tejían los campesinos del valle del Guadalquivir. Hay quien quiere relacionar la expansión de este vaso con la de un pueblo braquicéfalo, llegado de Asia Menor. Es muy posible que no sea necesario aceptar una hipótesis que complica enormemente el cuadro cultural hispánico del neolítico final. De la misma Andalucía o del litoral mediterráneo podría partir un grupo de artesanos nómadas, al que luego se halla en todas las encrucijadas estratégicas del comercio internacional de la época: en Cataluña y en Alsacia, en el Bajo Rin y en Moravia, en Sajonia y el Bajo Elba. La expansión del vaso campaniforme corresponde a la potencia cultural suscitada en Andalucía por la conversión al megalitismo.
            Otra zona que los megalíticos conquistaron es la pirenaica. Grupos de pastores mesocéfalos, lejanos precursores de los actuales vascos, colonizan la cordillera desde el País Vasco a Cataluña. Así se dibuja una nueva área cultural, un área de transición entre el Lenguadoc y el valle del Ebro, que en muchos aspectos recuerda el ámbito aquitanocantábrico del arte rupestre y las supervivencias azilienses.
            Después de esta época de fulgor megalítico, los pueblos peninsulares decaen paulatinamente. En Portugal, Andalucía, la costa mediterránea y los Pirineos, para no hablar de la Meseta y la orla cantábrica, se observa un bajón cultural. De él se saldrá con la introducción de la metalurgia del Bronce por un pueblo que se estableció en la misma región de Almería entre el 1900 y el 1600 a. de J.C., y que desde allí fue irradiando las nuevas técnicas del bronce y una serie de tipos artísticos, bélicos y culturales hacia el Levante, Centro y Poniente. Es posible que no sea un pueblo en movimiento, sino que, como de costumbre, se trate de grupos de colonizadores en sistema de factoría. En todo caso, su papel civilizador es el mismo. Los arqueólogos han bautizado esta cultura con el nombre de El Argar. Otra vez no han tenido acierto.
            Con los argáricos el problema de la Península alcanza entidad mediterránea. Los Estados del Próximo Oriente necesitan estaño para fabricar sus armas y sus útiles, y el estaño sólo se encuentra en el más lejano Occidente o bien en las etapas hispánicas. Ello conducirá a los fenicios a hacer acto de presencia en la vida de Tarshish, un país rico en planta, minerales y objetos exóticos. Tarshish es la versión bíblica de Tartessos, la rica capital de Andalucía. En sus costas, y concretamente en Cádiz, se afincarán los fenicios a comienzos ya del primer milenio a. de J.C. Y desde aquel momento iniciarán una serie de fructuosas relaciones mercantiles, y culturales, que tuvieron gran repercusión en los puertos del oriente del Mediterráneo. En todos ellos se hablaba de los fabulosos tesoros de Occidente. Sucesores en cierto modo de los cretenses, los helenos decidieron repetir la aventura marítima de los púnicos. Y ya directamente desde Asia Menor o desde sus colonias en Italia, Magna Grecia y Provenza, dieron su salto a España (siglo VI a. de J.C). Una de sus principales fundaciones fue Emporion (golfo de Rosas), llave del Occidente griego en Iberia.
            Mientras fenicios y helenos potencian la riqueza de los pueblos asentados en el litoral mediterráneo, desde Cataluña a Andalucía, que conocen con el nombre genérico de iberos, en el interior de la Península ha acaecido un hecho a no dudar importante. El pueblo celta ha penetrado por los Pirineos (900-650 a. de J.C.) y después de ocupar buena parte de la Península, posiblemente hasta el Tajo y el Júcar, difunde en ella la metalurgia del hierro, que ha conocido en su patria danubiana. Esta invasión tuvo inmediatas repercusiones en orden a algunos factores materiales y culturales. Además, en determinados lugares impuso una casta guerrera sobre un pueblo de agricultores, mientras en otros se fusionaba con los indígenas.
            Sobre todo ello estamos muy mal informados y lo estaremos siempre, porque los celtas introdujeron la incineración de los cadáveres y los iberos adoptaron esta práctica. Y los muertos no podrán hablar jamás. La lingüística y la arqueología aplicadas al caso son manzanas de discordia, puesto que en los celtas un grupo de autores halla los precedentes del germanismo en la Península —con todo lo que supone en relación con los visigodos y su monarquía unitaria—, mientras que otros ven en los iberos del Sur y del Este la expresión más adecuada de la futura idiosincrasia hispánica. Nada menos convincente. Tales iberos y tales celtas fueron grupos muy complejos, a los cuales no puede aplicarse ningún canon psicológico y mucho menos cuando sólo son intuitivos y generalizadores (los iberos: agrarios, urbanos, blandos y poco consistentes; y los celtas: pastores, rústicos, rudos y violentos). Sólo sabemos que sus lenguas eran distintas, así como también su actitud ante la vida. Pero entre los iberos y los celtas y los futuros hispani aún había de pasar un milenio.
            En el instante en que Roma va a penetrar en la Península, ésta se presenta todavía como algo muy primitivo, con la excepción del área andaluza (o turdetana) y del área mediterránea (o ibérica), donde la influencia cultural y económica de los extranjeros ha sido más intensa. En todas partes se manifiesta un pujante cantonalismo, tanto entre los jefes de las ricas poblaciones ibéricas del litoral, como entre los príncipes celtibéricos y célticos del interior. Entre estos últimos descuellan los lusitanos (en Portugal) por sus mayores posibilidades económicas y sus crujientes estructuras sociales. En cuanto al Norte cantábrico y galaico, se mantiene arcaico y desconfiado contra cualquier novedad. Hasta el siglo X, allí se mantendrán en reserva las fuerzas de recuperación del país.

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