sábado, 6 de abril de 2013

20.La crisis del siglo XX


La crisis del siglo XX
 

            Durante la primera mitad del siglo XX, España fue sacudida por una profunda crisis. No le quita importancia el hecho de que pueda considerarse como una versión regional de la crisis general europea de esta centuria. Si muchos problemas fueron idénticos y paralelos, hay algunas facetas de este proceso que afectan exclusivamente a la vida española.
            En primerísimo lugar, el desasosiego español se manifestó mucho antes que el europeo, en plena época del dorado y prosaico fin du siècle. Aunque muchos indicios apuntaban hacia un hondo cambio espiritual, éste cristalizó al amparo de la derrota experimentada por España ante los Estados Unidos en 1898. El frívolo optimismo oficial, el fácil patriotismo callejero, dejaron paso a una consternación universal, que en unos fue simple rellano para otra etapa intrascendente y en otros sentimiento de humillación y vergüenza, de jurada voluntad de cambio, ya por los caminos de la exaltación nacionalista, ya por los del internacionalismo revolucionario. Estos dos últimos grupos estaban de acuerdo en que aquello —el gobierno, la sociedad, la vida cursi y boba, el engaño, la rutina y la pereza— no podía seguir sin provocar la extinción de España. Pero ¿qué era España? A esta pregunta se contestó en forma muy varia: España era Castilla, España era Africa, España era una entelequia, España era la suma de las regiones autónomas de la época de los Reyes Católicos, etc. Aquella generación, sin embargo, lanzó dos afirmaciones unánimes y tajantes: España no les gustaba tal como era y era preciso europeizarla a toda costa. Sobre qué forma se daría a la futura España que ambicionaban aquellos hombres, hubo divergencia de miras: los periféricos, sobre todo los catalanes, predicaron una solución optimista, constructiva, burguesa e historicista; los castellanos, en cambio, se caracterizaron por su pesimismo, el desgarro de su pasado, su aristocratismo y su abstractismo. Ambos grupos tenían su razón de ser en un nacionalismo ardiente, que deseaba quemar etapas y restaurar la grandeza de España. Si ello no era posible, si España estaba muerta, los catalanes, los vascos, los gallegos habrían de renunciar a sobrellevar el peso de Castilla. Todo el problema estaba ahí. El impacto de esta inquieta mentalidad en la masa española suscitó, de momento, una recuperación intelectual y literaria de primer orden, que no cedió a lo largo de los decenios sucesivos, Pero las ideas que contenía —ideas explosivas, capaces de hacer saltar al país en pedazos— sólo trascendieron a la política hacia 1917, después de una condigna elaboración filosófica e histórica.
            La divergencia generacional a que hemos aludido —y que expresamos en el doble grafismo: 1898 para Castilla, 1901 para Cataluña— provocó un disentimiento de criterios entre Castilla y Cataluña respecto a cuál había de ser la organización del Estado español. En el ápice de la polémica intelectual y del juego político se llegó a posiciones especulativas abocadas al mutuo separatismo ideológico, que no dejaron de ser aprovechadas por los captadores de fáciles entusiasmos. La estricta realidad de los hechos revela, dentro de la corriente nacionalista mencionada, una intervención de los catalanes en la vida científica, social y económica de España superior a cualquiera de la que tuvieron en el pasado. En el fondo de este asunto se debatió no sólo la posibilidad de admitir una cultura autóctona y auténtica como representativa de una modalidad de lo hispánico, sino también la posibilidad de dar al Estado una estructura eficiente y moderna, cuyos dirigentes, en lugar de politiquear, lo abocaran a la solución de los mas urgentes y dramáticos problemas del país. Para cohonestar ambas tendencias, los nacionalistas catalanes solicitaban un régimen de autonomía. Su propuesta fue envidriada por anquilosadas concepciones y por el temor de que iba a producirse el cuarteamiento del Estado español surgido del Renacimiento o bien el declive de la misión histórica de Castilla como entidad nacional fundadora del mismo.
            El tercer problema fue el religioso. Eran generales en Europa, desde luego, el ataque contra el catolicismo y la separación de las masas del seno de la Iglesia; pero específicamente español fue el modo de presentarse, de combinarse con la política e incluso con la guerra. El liberalismo aristocrático y burgués decimonónico había sido regalista y moderadamente laico; su gran objetivo consistió en eliminar a las Ordenes religiosas y proceder a la adquisición de sus bienes. Pero la Iglesia secular debía ser defendida y protegida por el mismo Estado (Constitución de 1845, Concordato de 1851). Mientras tanto, las corrientes democráticas, republicanas y federales predicaron no sólo un anticlericalismo general, sino también, y por vez primera en España, una actitud atea. La escisión que se produjo en el seno del país en 1869 cuando se discutió el tema de la unidad católica de España debía repercutir hondamente en el futuro. Desde 1868, la propaganda antirreligiosa abrió anchos boquetes en el antiguo bloque católico español, sobre todo en las zonas industriales proletarizadas. La reacción de la Iglesia fue bastante débil a lo largo de la centuria, si exceptuamos el grupo de apologetas dirigido por Balmes; a finales de ella, sólo una personalidad, Menéndez y Pelayo, se elevó sobre la vulgaridad para defender la raíz católica de la vida hispánica. No obstante, en estos años de la Restauración, la mano abierta de los gobernantes favoreció a la Iglesia mediante la difusión de la enseñanza por antiguas y nuevas congregaciones religiosas. Un nuevo factor a señalar es el de la vinculación regionalista de gran parte del clero periférico, impulso que suscitó una poderosa corriente de recuperación religiosa. Así, también la Iglesia española tuvo su generación del 98. De esos focos locales —Cataluña, Valencia, Asturias, País Vasco, sobre todo— partió una oleada de restauración litúrgica, que halló nuevos arrimaderos de fervor popular, sobre todo entre la nobleza, la burguesía y las clases medias. En estas condiciones de recuperación católica, fue más vivo el choque con la primera oleada anticlerical del siglo, que se desencadenó en 1901 a remolque de las campañas francesas y portuguesas. La demagogia desbordó su cascada sobre las masas proletarizadas y preparó su ruptura con la Iglesia, acusada de ser instrumento de la burguesía y de los propietarios contra sus reivindicaciones de clase. Esta psicología de defraudación puede explicar los atentados contra los templos de que tan pródiga ha sido la reciente historia española, a partir de la Semana Trágica barcelonesa de 1909. Sin embargo, la Iglesia no abandonó el camino que se había trazado: la reconquista de la sociedad por las vías de la educación.
            En el campo social sus tentativas fueron muy tímidas, aunque muchas y variadas, tanto en las zonas industriales como en las agrarias. Por desgracia, los dirigentes de esta acción, incluso las más altas jerarquías, no hallaron el apoyo de que eran merecedores. En 1917 —crisis general en las relaciones laborales— el movimiento obrero católico fue sacrificado y dejado a su suerte. El sindicalismo amarillo se nutriría de este grupo, desviándolo hacia posiciones de combate que no favorecieron ni la paz social ni la tolerancia religiosa.
            La actitud de las clases conservadoras respecto a las reivindicaciones obreras fue en España más intransigente que en otros países de Occidente a causa de la presencia de un movimiento anarquista desbordante y demoledor. Todavía hoy está por aclarar si el anarquismo se desarrolló a consecuencia de la falta de visión y la dureza del patronato español, o bien si éste adoptó su posición de fuerte resistencia ante la tendencia del sindicalismo anarquista a la acción subversiva o declaradamente revolucionaria. En todo caso, mientras la burguesía e incluso los gobiernos llegaron a poder negociar con la Unión General de Trabajadores (U.G.T.), organización laboral del Partido Socialista, y éste participó en la vida política y municipal española, el sindicalismo anarquista fue inmanejable. De hecho, hay que distinguir en él dos corrientes: el sindicalismo puro, de invitación francesa, apolítico y partidario de la acción directa, que se organiza en Barcelona desde 1901 (y da lugar a la Solidaridad Obrera, a la Federación de Sociedades Obreras de Barcelona, a la confederación Regional del Trabajo de Cataluña y a la Confederación Nacional del Trabajo, o C.N.T., y los Sindicatos Unicos, 1918), y el anarquismo militante. Esta corriente, decaída después del fracaso del terrorismo individualista de finales de siglo, fue adueñándose poco a poco del sindicalismo laboral, hasta someterlo (después de 1909) a sus ideales de revolución social, cataclismática y definitiva. Así se fue concretando el anarcosindicalismo, cuya simbiosis hicieron indestructible las luchas callejeras barcelonesas entre 1919 y 1923. Sindicalistas, anarquistas teóricos, profesionales del terrorismo, pistoleros, se mezclaron en uno de los conjuntos subversivos más explosivos —y todavía menos estudiados— del complejo social europeo surgido de la guerra del 14. Gente dispuesta a arrebatar el poder de manos de la burguesía y de sus fuerzas coactivas, a aniquilar el Estado en un gran empujón revolucionario, y a iniciar una vida de propiedad colectivizada en el seno de municipios libres, de economía agraria y patriarcal. Utopía desmadejada, sin parangón posible en el mundo, pura reacción del campesino analfabeto transformado en obrero mecanizado de una empresa urbana.
            En fin, el último rasgo hispánico de la crisis del siglo XX es el agrario. No es exclusivo, pues fue compartido con los países de la Europa oriental y balcánica; pero sí diferencial, en cuanto no lo presentaron los demás países de Occidente. Este arduo problema, a la vez moral, económico, técnico y social, quedó orillado en la obra de gobierno de los partidos turnantes —selección de los grandes propietarios—. La Primera Guerra Mundial le dio una solución momentánea con las demandas de productos del campo y de materias primas por parte de los países beligerantes. Pero la caída de precios y el desempleo subsiguiente agravaron el ya inquietante horizonte del campo español.
            Las demás facetas de la crisis hispánica son idénticas a las europeas generales: diversidad de miras entre dirigismo y libertad económicos; entre autoritarismo y democracia; entre propiedad privada y colectivización de los medios de producción; entre concepción humanista y concepción materialista de la vida. Pero dado el temperamento hispano y la entidad de los problemas aludidos, se desarrollaron en el suelo peninsular con una violencia extremada.
            Hasta 1936 se intentaron tres soluciones para vencer las dificultades con que tropezaba la organización de la sociedad española. La primera fue, bajo el reinado efectivo de Alfonso XIII (1902-1931), la aplicación correcta del régimen parlamentario, tal como se presentaba en la Constitución de 1876 y como Cánovas, su autor, no había querido desarrollarlo. El artífice de esta política fue Antonio Manta; su gran idea, la reforma de la administración local, que consideró en la doble vertiente de descuajar el caciquismo en Castilla y dar cabida a los deseos autonomistas de Cataluña. Pero la explosión obrerista de 1909 en Barcelona —presentida desde 1901, pero no evitada por quienes consideraban el problema obrero bajo una óptica de orden público— determinó el fracaso de tal política. Una orientación a la izquierda, preconizada por José Canalejas, representó algunos avances por un espacio limitado de tiempo. Su asesinato y la declaración de la Primera Guerra Mundial cancelaron aquella esperanzadora experiencia reformista.
            A pesar de que España se mantuvo neutral, la guerra provocó el desquiciamiento de la sociedad decimonónica. El doble chorro que se inyectaba desde los campos de batalla de Europa —dinero para abastos, ideas para mantener la fe en la lucha— alentó el proceso de transformación. Incluso el ejército experimentó el impacto subversivo: en su seno se constituyeron las Juntas de Defensa. Sus actos, sus proclamas, contribuyeron a demoler los principios en que se basaban los gobiernos parlamentarios, gobiernos de pura gestión, atosigados por las reivindicaciones políticas, sociales y autonomistas.. En 1917 esta situación hizo crisis. La huelga obrera de aquél año fue sofocada por el ejército y la burguesía catalana, que acaudillaba un movimiento de renovación política, se dejó arrastrar por las apetitosas alamedas del poder.
            La crisis de 1917 preparó unos años de exasperación. Insolidaria e invertebrada —ésta fue la coyuntura que definió Ortega—, cada porción de la sociedad buscó soluciones drásticas: el sindicalismo obrero, entregándose a una ciega lucha en las calles, lugar elegido precisamente por los elementos más reaccionarios de la burguesía, especializados en llamar al ejército en su auxilio; el regionalismo catalán, que había recibido una primera estructura política en la Mancomunidad de Cataluña (1913), reclamando un texto legal definitivo en sus campañas de autodeterminación, derivadas de los principios del presidente Wilson; el radicalismo castellano, acechando la menor ocasión para echarse sobre cualquier gobierno; y todos, a coro, exclamando que debía buscarse una nueva solución política.
            Contrariamente a las previsiones de muchos, la solución fue el establecimiento de una dictadura por el general Primo de Rivera en 1923. Se derogó la Constitución de 1876 y quedó roto el mismo principio de legitimidad de la Corona; pero en aquellas circunstancias —terrorismo, campañas coloniales desfavorables, disgregación del Estado— el monarca y el ejército creyeron que debían intervenir y reorganizar la vida del país. Era un momento propicio para intentar este propósito, pues el Occidente europeo se reorganizaba en el sentido conservador y Mussolini había ya dado su golpe sobre Roma. Primo de Rivera aplicó un sistema de gobierno paternalista, puramente defensivo, que vivió tanto cuanto duró la oleada de prosperidad general que siguió al fin de la I Gran Guerra. La crisis económica de 1929 le alejó del poder. Su caída reveló la inmensidad de su fracaso: aparte la pacificación de Marruecos y la realización de algunas obras públicas, todo estaba por hacer. Aún más, los problemas se habían enconado a causa de su persistencia y de la oleada de radicalismos que la gran crisis estaba suscitando en toda Europa.
            La mística de la reforma revolucionaria, generalizada en buena parte del pueblo español en 1931, dio vida a la tercera solución: la Segunda República. Llevada al poder gracias a un inicial movimiento de entusiasmo popular, preconizó un Estado democrático, regionalista, laico y abierto a amplias reformas sociales. Era un sistema conveniente a una burguesía de izquierdas, de clase media liberal y de menestralía, precisamente las fuerzas menos vivas —excepto en algunos territorios periféricos, como Cataluña— del panorama español. De este modo. el camino de la República fue totalmente obstaculizado por las presiones de los obreros (los sindicalistas de la C.N.T., inducidos por la mística de la Tercera Revolución, y los socialistas de la U.G.T., por el revolucionarismo marxista) y la reacción de los grandes latifundistas (sublevación de Sanjurjo, 1932). También los católicos, que se sentían amenazados en sus conciencias, hostilizaron a la República y en lugar de apoderarse democrática y sinceramente de sus puestos de mando, contribuyeron a minarla. Sobre estos profundos desgarrones en la piel de toro hispánica, no cayó otro bálsamo que la apología de la violencia, aprendida de la Alemania de Hitler, la Italia de Mussolini, la Austria de Dollfuss, la Rusia de Stalin y hasta incluso de la Francia de febrero del 34. Europa se echó sobre España, enturbió sus ojos y la precipitó hacia la tremenda crisis de octubre de 1934 en Cataluña y Asturias, de la que salió con una mentalidad revolucionaria en la derecha y en la izquierda. Y así, de la misma manera que muchas gotas de agua forman un torrente, los hispanos se dejaron arrastrar hacia el dramático torbellino de julio de 1936.

19. Política y economía en la España del siglo XIX


 Política y economía
 en la España del siglo XIX
 

            El motín de Aranjuez (17 de marzo de 1808) fue el primer síntoma evidente de que el humor político y social había cambiado en España. La intervención del pueblo —agitado por elementos provocadores— a favor del príncipe Fernando, motivó la abdicación de Carlos IV y el fin del régimen dictatorial de Godoy. Simple anécdota en los textos históricos, debe medirse en la profundidad del cambio de signo; un monarca había sido destronado a causa de una acción popular. Amanecía una nueva época, aunque fuera al amparo de las bayonetas de Napoleón. Pero éste tenía otros planes: el primero, adueñarse del Estado español e imponerle un aparato administrativo eficaz. Ni los afrancesados ni el pueblo comprendían aquella maniobra. A las pocas semanas, temerosos del regreso de Godoy, un grupo de conjurados aprovechó el sentimentalismo popular para echarse sobre el francés. Así se dio la trágica jornada del 2 de mayo, en la que lo más notable fue la dramática aparición de la masa popular como primer sujeto de la vida política española Derrumbado el aparato burocrático de la Monarquía en parte por la forzada abdicación de los reyes, en parte por la claudicación de los organismos gubernamentales, la presión popular se reveló en su plenitud en las decisivas jornadas de la última semana de mayo y primera de junio de 1808. En aquellos días, las clases medias, los intelectuales y los hidalgos asumieron el poder, respaldándose en el fervor de artesanos o campesinos dispuestos a partirse el pecho y combatir a las autoridades que, siguiendo el ejemplo madrileño, colaboraban con los franceses. En definitiva, se trató de una acción destinada a librar a Espalta de los godoyistas más que de expulsar a las tropas napoleónicas. Pero una vez éstas se quedaron para imponer a José I y la Constitución de Bayona, entonces el movimiento se concentró en un arrebatado impulso —que estuvo muy lejos de ser unánime— contra los invasores y lo que ellos representaban en Europa. Y, además, en otro no menos transparente de aprovechar aquellas circunstancias para dar a la Monarquía una nueva orientación que hiciera imposible el despotismo ministerial y la humillación que todos estaban sufriendo.
            En la revolución de mayo de 1808 lo que menos interesa es el fenómeno cantonalista, producto de las circunstancias en que había estallado el movimiento. Lo decisivo es el deseo de reformas que aparece en los propósitos de cada una de las Juntas provinciales y, más adelante, en el seno de la Junta Central Suprema. La sacudida popular había sido tan fuerte, que el reformismo político y social se convirtió en uno de los objetivos principales de la lucha, al lado del evidente deseo de mantener la independencia del país. El pueblo, peor o mejor encuadrado por unos mandos militares dudosos, activo siempre en la guerrilla, dando sus ardientes pechos en la defensa de las plazas fuertes, combatía por unos ideales concretos y primarios: por su casa, por su Dios y por su rey; en definitiva, por el país. Pero sería craso error ignorar el fermento de renovación social, incluso la tendencia antiaristocrática, que estimulaba a los garrochistas de Bailén, a los somatenes del Bruch o a los guerrilleros zaragozanos.
            La élite del país aparecía, por el contrario, dividida en cuatro grandes direcciones: los que aceptaban —y eran los menos— el estado de cosas anterior al movimiento de mayo; los que habían acatado a José Bonaparte y consideraban que el mejor régimen para España descansaba en la incitación de la Francia napoleónica (se les llamó afrancesados); los tradicionalistas, que buscaban la panacea de la reconstitución estatal en el respeto de los antiguos moldes de la Monarquía (ya fueran foralistas, ya centralizadores); en fin, los reformistas, que, combatiendo a los franceses por invasores, creían en la oportunidad de la redacción de una Carta constitucional de corte revolucionario: intelectuales, curas de abolengo más o menos jansenista, grandes propietarios y parte de las clases. medias de la periferia peninsular.
            El apoyo inglés y el desarrollo de las circunstancias —el ataque de la Grande Armée entre 1809 y 1812— favorecieron los propósitos del último grupo. Obtuvieron la reunión de unas Cortes generales en Cádiz, entregadas incondicionalmente a su causa. En ellas, sucesivamente, proclamaron la soberanía nacional y la libertad de imprenta y dieron al país la Constitución de 1812, más española en el fondo de lo que parece en la forma. Las divergencias de criterio sobre muchos puntos discutidos en la asamblea gaditana coagularon las principales corrientes de opinión: unos fueron llamados serviles, otros liberales. La controversia sobre la supresión del Santo Oficio —la primera polémica pública sobre el pasado de España— abrió un foso insalvable entre ambos bandos, sobre todo cuando el episcopado se opuso de modo tajante a admitir aquella medida.
            La expulsión de los franceses de España y el retorno de Fernando VII (1814-1833) coincidieron en plantear una delicada situación política. En la pugna entablada entre liberales y serviles, el monarca optó por la solución más cómoda: la restauración del puro absolutismo, desoyendo no sólo las exigencias liberales (lo que era lógico en aquel momento), sino también las demandas de los persas, realistas de cuño tradicionalizante, pero partidarios de algunas reformas en la Monarquía que evitaran el despotismo ministerial. La decisión del rey arrojó a los liberales al seno de las sectas secretas, en filas cuales se concertaron con los oficiales del ejército que habían regresado de las cárceles francesas o con los jefes de los guerrilleros. Ambos grupos habían sufrido hondo desengaño al ser rechazados a posición secundaria, mientras se daban las prebendas a los supervivientes del Viejo Régimen, entusiastas godoyistas que habían sido vapuleados por las tropas napoleónicas. Así, en el seno de la masonería y del carbonarismo, males endémicos de la época, se preparó la larga etapa del ejército liberal en España.
            En 1820, después de varias intentonas frustradas, los oficiales de esa tendencia lograron pronunciar contra el absolutismo a las tropas que, en Andalucía, esperaban el embarque para América. Nombres y episodios carecen de importancia. El hecho evidente es el triunfo del movimiento en las guarniciones de la periferia, la defección final del ejército del Centro y la aceptación por el monarca de la Carta constitucional de 1812. En el seno de la Europa atónita, España se convirtió en faro de la revolución liberal, del que partieron los rayos que encendieron movimientos análogos en Portugal e Italia. Pero excepto en las masas urbanas, el país continuó adscrito a su credo tradicional. Ello explica la intrascendencia de la batalla política que libraban en Madrid las dos nacientes ramas del árbol del liberalismo español: los doceañistas y los exaltados. Mientras tanto, el campo del norte de España daba prueba de creciente intranquilidad, la cual desembocó en el levantamiento realista del verano de 1822, especialmente violento en Navarra y Cataluña. Aquí quedó constituida una regencia, la de Urgel, cuyo programa se remonta no ya al caprichoso absolutismo de la última experiencia fernandina, sino a la tendencia reformista y foral del Manifiesto de los persas de 1814.
            Con los exaltados en el poder, el constitucionalismo perdió la simpatía de los terratenientes y de los nobles —amenazados en sus derechos señoriales— y de los burgueses. Algunos capitalistas se vieron amenazados por los primeros conatos de agitación obrera que registró la historia de España. Bastó, pues, un simple paseo militar —el del ejército francés denominado los Cien Mil Hijos de San Luis— para desmontar el aparato de la segunda experiencia constitucional en España (1823). De nuevo los liberales conocieron una oleada de persecución y depuraciones, réplica aguda a las que ellos mismos acababan de ejercer. La mayoría partió para el exilio, siguiendo el ejemplo de tantos otros movimientos políticos españoles. Pero el de 1823 tuvo especial relieve, porque los constitucionalistas eran gente joven, deseosa de novedades. Y entre otras cosas, descubrirían el movimiento romántico en su plenitud creadora. En Francia y, sobre todo, en Inglaterra, el liberalismo y el romanticismo se dieron la mano, y así habían de regresar a España en 1833.
            Mientras tanto, en la Península algo había cambiado en el seno del partido realista. La fracción más importante del mismo, dirigida por el audaz grupo de los «apostólicos», empezó a desconfiar de Fernando VII. Se le reprochaba su excesiva indulgencia respecto a los elementos moderados del ejército; el crédito que daba a los altos funcionarios del Estado de tendencia afrancesada; la negativa a admitir en bloque a los oficiales y tropa del voluntariado realista de 1822-1823; su posición suspecta en cuanto a rehabilitar el tribunal del Santo Oficio. Este grupo puso sus ojos en la persona de Carlos de Borbón, hermano y probable sucesor de Fernando VII. Esperaban que aquél acogería la integridad de su movimiento, empeñado ahora de modo concreto en la defensa del ideal católico español y una forma absoluta de gobierno compatible con la tradición foral del país. La ruptura entre Fernando VII y los apostólicos acaeció en 1827, con motivo del alzamiento catalán de los «malcontents» (agraviados). Desde este momento se dibujó el partido carlista, mientras en las altas esferas se buscaba ansiosamente una fórmula que permitiera gobernar entre los grupos extremistas: carlistas, de un lado; liberales, de otro. No queriendo caer ni en un sistema ni en otro, Fernando VII prefirió ir gobernando dictatorialmente, apoyándose en una burocracia «ilustrada», que le era muy afecta, y cuyos tentáculos alcanzaban, de un lado, a los banqueros afrancesados en el exilio, y, de otro, a los industriales del algodón de Barcelona, a los comerciantes de Cádiz y, también, a no pocos grupos de emigrados liberales moderados.
            El liberalismo moderado —o sea, la libertad bien entendida— era, precisamente, la fórmula que apoyaba la burguesía de las ciudades del litoral y los hombres de negocio que empezaban a surgir en Madrid al compás del incipiente desarrollo de la economía nacional. Por esta causa, la inclinación de la Corte hacia el bando moderado liberal no sólo representó una actitud de defensa de los derechos sucesorios de la recién nacida princesa Isabel (1830), sino una tendencia de la burocracia fernandina a orillar el violento choque que se presentía entre exaltados y carlistas. La proclamación de Isabel como heredera de la Corona no fue, pues, el resultado de un mero cabildeo cortesano. La burguesía festejó en todas partes el acontecimiento con singular aplauso.
            El levantamiento carlista de 1833, muerto ya Fernando VII y en la regencia del Estado su viuda María Cristina de Borbón, se localizó en las regiones donde era más vivo el espíritu foral y los campesinos gozaban de relativa independencia económica: Vascongadas, Navarra, Aragón y Cataluña. Ello obligó al gobierno a acentuar sus disposiciones liberales. El poder fue confiado a los moderados (liberales doceañistas más burócratas ilustrados), los cuales creyeron hallar la panacea a los conflictos que dividían el país promulgando el Estatuto Real, especie de Carta otorgada que, salvaguardando el principio monárquico, permitía la intervención de las clases adineradas en el gobierno del país. Este era, precisamente, el ideal burgués; de forma que el Estatuto fue recibido con emocionada gratitud por esta clase social, que entraba en una época de franco empuje con la introducción de las primeras máquinas de vapor (Barcelona, 1833). Pero el régimen moderado previsto por ese instrumento legislativo se frustró ante la virulencia de las pasiones desatadas por la guerra civil que asolaba el Norte de España. Mientras los carlistas tenían en jaque a las desorganizadas columnas del ejército cristino, en las principales ciudades sobrevenían feroces explosiones anticlericales, motivadas por oscuros resentimientos seculares y la propaganda demagógica de los liberales exaltados. En 1834 y 1835 numerosos conventos fueron quemados y saqueados y sus moradores acosados y, en algunos casos, asesinados. Lo mismo aconteció en los grandes monasterios que todavía dominaban la vida rural del país. Pero en este caso es más comprensible la actitud de los campesinos, cuya vida había sido muy dura en los últimos tiempos.
            Aprovechando esta situación, el ministro Mendizábal puso en práctica una idea, albergada ya por los burócratas de la época de Carlos III y Carlos IV y vivamente defendida por la familia liberal desde 1812 en las Cortes de Cádiz: la desamortización de los bienes del clero. Esta medida (1837) tiene la mayor importancia en el cuadro de los sucesos político-sociales del siglo XIX. Pudo ser una verdadera reforma agraria, que estabilizase la suerte del campesino castellano, extremeño y andaluz, y se limitó a ser una transferencia de bienes de la Iglesia a las clases económicamente fuertes (grandes propietarios, aristócratas y burgueses), de la que el Estado sacó el menor provecho y los labradores gran daño. Consecuencias inmediatas de esa medida fueron la consolidación del régimen liberal (los conservadores, compradores de bienes nacionales, se vincularon por interés a la causa de Isabel II) y la expansión del neolatifundismo, mucho más poderoso y, sobre todo, más egoísta que el creado durante los siglos XIII a XV.
            Un nuevo corrimiento hacia la izquierda —provocado por unos sargentos en La Granja— iluminó la Constitución de 1837, una de las más liberales de la época. Fue expresión de la inquieta minoría progresista (antiguos exaltados), que contaba con la adhesión de unos cuantos intelectuales, de varios jefes de alta graduación militar y de las masas del recién nacido proletariado industrial. Algunos éxitos alcanzados en la guerra civil, subsiguientes a la desmoralización del partido carlista, hicieron del progresismo, que ofrendaba al país la pacificación (Convenio de Vergara, 1839), un partido decididamente ambicioso. Su jefe, el general Espartero, se vio con arrestos para enfrentarse con la regente y obtener la renuncia de María Cristina. Ésa fue, en esencia, una victoria del bajo pueblo —concretamente, de los obreros y menestrales barceloneses— contra la burguesía urbana. Pero en la escena política española levantó el telón sobre un episodio no previsto: el gobierno de los espadones. Puesto que nadie tenía autoridad —ni la Corona, ni los partidos, ni el pueblo— alguien había de ordenar el gobierno respaldándolo con las bayonetas del ejército. Y en este punto, con Espartero, empezó la trayectoria del militarismo romántico español, esmaltado con numerosos y a veces sangrientos pronunciamientos.
            El gobierno de los progresistas y de Espartero (1840-1843) no fue convincente. Sobre todo, la burguesía de Barcelona no podía perdonarle el apoyo que en él hallaban los obreros, ni éstos le exculpaban del incumplimiento de sus promesas. En aquel entonces, la vitalidad económica de la capital de Cataluña la había convertido en punta de flecha del dinamismo político español. La situación degeneró muy pronto en abierta oposición entre la Regencia y los barceloneses, cuya ciudad fue bombardeada por las tropas del gobierno (1842). Ello provocó, al año siguiente, la caída de Espartero, pues la misma Barcelona se erigió en adalid de la facción que, al socaire del pronunciamiento de Torrejón de Ardor (1843), había de dar el poder a los elementos modelados. Cataluña salió desilusionada de la prueba: había creído poder dirigir la política española a través de una Junta General y se encontró sitiada, vencida y amordazada por un permanente estado de guerra. La única compensación fue que, en estas circunstancias, la burguesía se vio con las manos libres para industrializar la región.
            El gran período moderado (1844-1868) fue, políticamente, una época gris. Bajo la égida de la Constitución de 1845, lógicamente conservadora y censitaria, los gobiernos se fueron sucediendo, presididos realmente o tras cortinas por el general Ramón Narváez, el espadón del moderantismo. Cuando le pareció necesario, no vaciló éste en acudir a los procedimientos de una dictadura larvada en los mismos pliegues de los artículos constitucionales. El episodio de la Vicalvarada (1854), un pronunciamiento de abolengo liberal, entrañó una consecuencia inesperada: la brusca aparición de las masas urbanas en la escena política española, en un movimiento cuya amplitud sólo puede medirse por el precedente de 1808. Esto dio lugar a una nueva y breve experiencia progresista, reflejo del movimiento democrático europeo de 1848. Los hechos más interesantes de esta etapa fueron el desencadenamiento de una inesperada oleada de prosperidad, a causa de la guerra de Crimea y de la flexión al alza de la coyuntura, y la aparición de movimientos obreros ampliamente organizados. Cataluña asistió a la primera huelga general, declarada por los trabajadores para arrancar del gobierno —donde de nuevo se hallaba Espartero— el derecho de asociación (1855); Andalucía y Castilla contemplaron extensas manifestaciones de campesinos, en son de protesta por la terrible condición en que habían caído desde que la Iglesia había perdido sus bienes y éstos habían pasado a manos de capitalistas sin escrúpulos. El gobierno de Espartero no pudo resistir ni las presiones de base ni las intrigas de altura. Y así se esfumó el bienio de la Vicalvarada.
            La reacción subsiguiente fue frenada por la devoción liberal del ejército, que facilitó una nueva apertura política, intermedia entre progresistas y moderados: la Unión Liberal, en la que brilló la estrella del general Leopoldo O'Donnell. Los unionistas estimaban representar la verdadera tradición del moderantismo liberal frente a las desviaciones conservadoras de Narváez y su equipo. En realidad, estas disputas constituían un entretenido juego personalista, en que se dirimían ambiciones de bajo cuño, estimuladas por la desgraciada intervención de Isabel II y sus consejeros en la vida política. El país se mantuvo ausente de esta farsa. Se cuidaban de dar testimonio de él los «caciques», intermediarios políticos entre el pueblo y el Estado, surgidos al calor de la atonía de la masa neutra, o sea de aquellos que nada tenían a ganar jugando las cartas de la reforma o las de la reacción. El balbuciente parlamentarismo español había de contar con los caciques para hacer verosímil el supuesto palenque constitucional.
            En otros aspectos, resulta mucho más interesante la actuación de la generación moderantista isabelina. En primer lugar, garantizaron el nuevo orden agrario, llegando a un acuerdo con el Papado sobre la expropiación de los bienes del clero (Concordato de 1851); el Estado, o sea la generalidad de los españoles, se comprometía a sostener el culto y a los eclesiásticos mediante una retribución anual. Luego favorecieron la desmembración de los bienes de propios y comunes —base de la economía de muchos municipios rurales— a lo largo de una costumbre jurídica fundada en especiosos textos legales. Con esta redistribución de la propiedad, se duplicó la superficie cultivada, de modo que el país contó de momento con suficientes recursos alimenticios, pero sin que ello contribuyera a mejorar el nivel de vida y la situación social de la gran mayoría del campesinado. Por el contrario, el rapidísimo auge de la población creó una creciente masa de proletariado agrícola, sobre todo en Andalucía (braceros) y en Extremadura (yunteros). Soluciones específicas al problema agrario, como la de convertir en regadío los terrenos de secano, no pudieron aplicarse en gran escala a causa de la falta de capitales. No obstante, a esta época corresponden las primeras grandes iniciativas de una política hidráulica eficiente (canal de Urgel, 1860).
            La misma escasez de capitales comprometió el porvenir de la red ferroviaria española. Desde 1840 este asunto sirvió de base a procelosas fintas financieras, en que anduvieron emparejados la banca, la política y el capital extranjero. Las primeras instalaciones corrieron a cargo de compañías locales, que tendieron tramos de rendimiento seguro (Barcelona a Mataró, 1818). Pero para el establecimiento de la red territorial fue preciso contar con más poderosas inversiones. Así acudieron los capitales extranjeros, guiados por los Rotschild o los Pereyre: franceses, belgas e ingleses. Con este dinero pudo construirse parte de la vía férrea española; el resto procedía de Cataluña. Pese a los errores económicos cometidos, el ferrocarril vinculó a las regiones españolas con más fuertes lazos que los del liberalismo centralista de cuño francés. El nuevo sistema de comunicación permitiría desde 1880 el trasiego de poblaciones en gran escala y afirmaría la mutua relación entre el proteccionismo cerealista castellano y el proteccionismo industrial catalán. Criterio contrario al prevaleciente en la Europa coetánea, pero absolutamente necesario para evitar desastrosos hundimientos del precio de los cereales o de los tejidos.
            La industria ligera, en efecto, se afirma en Cataluña siguiendo la estela de la textil algodonera. Una industria casi doméstica, dispersa, poco racionalizada, pero llevada hacia adelante con enormes sacrificios individuales e inquebrantable voluntad de triunfo. El vapor se impone en todo el país, provocando un tirón de la gente del campo hacia la ciudad. Barcelona crece desordenadamente, en medio de asonadas y bullangas. En cambio, la industria pesada choca con mayores dificultades, ya que la hulla y el hierro están lejos y son muy insuficientes. Algunos establecimientos aparecen en la ciudad, en un alarde de entusiasmo creador. Pero ya para aquel entonces los principales centros de la industria pesada española se sitúan a lo largo de la costa cantábrica, en Asturias y Vizcaya, donde la abundancia de hulla y mineral de hierro, respectivamente, explican el funcionamiento de altos hornos y fundiciones de metal.
            Los gobiernos moderados isabelinos prestaron relativo interés al equipamiento industrial. El país, por otra parte, sólo pedía al gobierno que se inmiscuyera lo menos posible en la vida económica, excepto para garantizar su futuro contra la competencia extranjera. En cambio, aprovecharon el apaciguamiento de las discordias civiles para darle una nueva estructura administrativa. Ellos fijaron las bases de la hacienda, de la instrucción nacional y del orden público. Sobre todo causó época la fundación de la Guardia Civil (1844). Ella mantuvo el orden en el campo y en la ciudad, no sólo contra bandoleros y criminales, contrabandistas y salteadores, sino contra los campesinos sublevados por años de miseria y los obreros mediatizados por leoninas condiciones laborales. Hacienda, instrucción, gobierno, milicia, dieron vida y eficacia a la organización provincial, nacida en 1833 como instrumento de combate contra el carlismo. La provincia fue la quintaesencia del liberalismo centralizado. En ella acabó de moldearse la mentalidad del funcionario público, que en esta época no brilló precisamente por su ilustración e integridad. El funcionario cesaba a cada cambio de gobierno y había de aprovechar su gestión para equilibrar el futuro presupuesto El régimen moderado sucumbió a causa de la falta de grandeza en sus ideales internos y externos. La guerra de Marruecos (1859), la titulada pomposamente del Pacífico (1861), la intervención en México (1861), fueron campañas de propaganda patriótica, que ocultaban tremendas impreparaciones militares. La sistemática negativa a ensanchar sus horizontes, la eliminación perseverante de toda posibilidad de cambio, a derecha o a izquierda, la corrupción administrativa, la frivolidad del Trono, redujeron el partido a unos cuantos hombres ya gastados y a una escueta estructura burocrática. Su caída, provocada por el ejército, todavía liberal, arrastró consigo a la realeza, con la cual ni los mismos prohombres del grupo conservador —Cánovas del Castillo, entre ellos— se avenían ya a tratar. Pero el pronunciamiento de 1868, triunfante en el Puente de Alcolea, alcanzó un desarrollo mucho más lejano de lo previsto por sus adalides: Prim, Serrano, Topete. El movimiento de la «España con honra» desembocó en un levantamiento revolucionario general, que intentó una experiencia singular en la vida española del siglo XIX: dar al país la posibilidad de gobernarse a sí mismo. Tal fue el sentido profundo de la Revolución de Septiembre.
            La primera experiencia democrática realizada por España puso de relieve la buena voluntad de una minoría y la indisciplina del pueblo, sometido a presiones mucho más tremendas que las que requerían su intervención como simple coeficiente en la vida pública a través del sufragio universal. Aparte el nuevo brote de carlismo, que afectó a Navarra y Cataluña como herencia directa de la insatisfacción del campesinado católico del Norte, los gobernantes tuvieron que luchar con el ambiente de bandería que machacaba toda acción conjunta, con la pereza mental de la burocracia y con el infantilismo místico de nuevas ideologías acrecidas al calor de una inesperada libertad. En pocos años el federalismo se adueñó de la costa mediterránea y andaluza, mientras le seguía en pos el extremismo obrerista, reflejo de la Primera Internacional. Esta corriente debía hallar entre los braceros andaluces y un grupo de obreros catalanes una franca acogida. Sobre ellos había ya caído la doctrina de Proudhon, a través de las obras de Pi y Margall.
            Del Gobierno Provisional, con Juan Prim, a la monarquía de Amadeo de Saboya (1871 a 1873), con ineficaces y puntillosos ministros a su servicio; de esta monarquía a la Primera República, el país conoció un vértigo político condigno de su exaltación y de los problemas que realmente experimentaba, sobre todo, el agrario y el obrero. Las soluciones se agotaron en escasos meses, hasta desembocar en el frenesí cantonalista, ápice del federalismo pimargalliano y contramarca del foralismo carlista. Después de tan manifiestas divergencias, en plena guerra civil en la Península y en Cuba, sólo era posible arbitrar una fórmula que hiciera un Estado viable y capaz de cobijar imparcialmente a todos los españoles: la monarquía legítima, ampliamente constitucional. Esta fue la idea que preconizó Antonio Cánovas del Castillo y que impuso después de la liquidación de la República por el golpe de Estado de Pavía (1874), con la restauración de los Borbones en la persona de Alfonso XII.
            La Restauración fue, esencialmente, un acto de fe en la convivencia hispánica. Aún hoy cabe admirar el tacto con que se procedió a la redacción de la Carta constitucional de 1876, la imparcialidad que presidió la redacción de los grandes códigos legales: el Código civil, la Ley Hipotecaria, las leyes de Enjuiciamiento civil y criminal. Cánovas quiso hacer un Estado legal, no arbitrista, respaldado por las fuerzas vivas del país: propietarios agrícolas, industriales y burgueses, y por un ejército sin veleidades de pronunciamiento. Su política fue, pues, conservadora, sin más concesiones que las necesarias para dar al juego parlamentario una vertebración dialéctica activa, pero limitada a intereses no trascendentes. El hecho de que obtuviera la colaboración del antiguo jefe liberal P. Mateo Sagasta para establecer un turno pacífico en el poder no hace más que acreditar su sagacidad de estadista.
            Coincidiendo con la gran etapa de expansión burguesa, la Restauración prestó un impulso decidido al equipamiento industrial. Partiendo de la legislación librecambista, impuesta en 1869 por el ministro Figuerola, el país salió del atolladero a que lo había conducido el proteccionismo en la década anterior. Con tal medida, se abrieron las riquezas minerales de la Península a la voracidad de las finanzas extranjeras, y el cobre, el plomo y el hierro fueron embarcados con destino a Francia, Inglaterra y Bélgica. Pero era preciso empezar de nuevo, y a nadie puede acusarse de pensar con su época en bien del país. De esta manera se pudo hacer frente a la instalación de nuevos ferrocarriles, al desarrollo de los servicios públicos, a la ampliación de la industria textil catalana y a la creación e inverosímil expansión del complejo industrial y financiero de Vizcaya. Gracias a los beneficios obtenidos con la venta del mineral de hierro, los vascos subieron en veinte años al primer puesto hispano en la industria pesada, el transporte marítimo y la banca. Por su parte, la potencialidad financiera catalana quedó plasmada en la Exposición Internacional de 1888 y en el desbordamiento de Barcelona fuera de sus muros medievales. Pero este auge estuvo siempre limitado por un factor importante: el de la escasísima capacidad de consumo de la masa agraria. De aquí la exigencia de medidas proteccionistas, el exiguo acrecentamiento de los capitales, la imposibilidad de reconversiones e instalaciones industriales de nueva planta en gran escala. Pero contra aquella barrera se estrellaron tanto los denodados esfuerzos del Fomento del Trabajo Nacional de Barcelona, bastión de la alta burguesía catalana, como los desinteresados proyectos de unos cuantos intelectuales: tal Joaquín Costa. El campo movilizó con una gran parsimonia sus efectivos, introduciendo una fatal cuña en el seno de la vida económica española.
            La pasividad campesina —mantenida, desde luego, por Cánovas— explica que la Restauración tuviera que recurrir a la ficción legal para mantener el mecanismo parlamentario que la centraba. Sin o con sufragio universal, un pueblo de esquilmados agricultores había de desinteresarse de la cosa pública, concentrando sus esfuerzos en una lucha directa, estéril y agotadora, para obtener mayores retribuciones para su trabajo. Esta es la principal causa del desarrollo del caciquismo en este período. La superestructura general española preconizada por Cánovas quedó minada por su base, durante una generación, por una primaria organización tribal, ajena por completo a las grandes exigencias nacionales, y, lo que es más, insegura, pronta a levantarse al lado del primer agente provocador o del primer propagandista subversivo.
            El activismo español floreció grandemente bajo la capa reposada de la Restauración. En primer lugar, activismo intelectual. Aparecieron grupos que no se sintieron satisfechos tal como España era, no ya en el aspecto político, secundario para ellos, sino en su esencia histórica y en sus relaciones con la cultura europea. Uno de ellos fue el equipo de la Institución Libre de Enseñanza, fundada por Giner de los Ríos y otros discípulos y admiradores de Sanz del Río, quien había introducido en España la filosofía de Krause. La intelligentsia krausista preparó la intelectualidad española insatisfecha del siglo XX, deseosa de nuevos horizontes científicos, de incorporarse a Europa. Antitradicionalista, para ella España era un mundo incomprendido, que debía rehacerse no según la tradición católica, sino con las líneas apenas esbozadas de un pasado singular; europeizante, volcó sobre Castilla el aluvión de novedades librescas, en especial germánicas, que renovaron y revolucionaron las cátedras universitarias; nacionalista, practicó un credo castellanizante, que, como Olivares, tendía a confundir España con Castilla. Otro grupo fue el catalanista, heredero del provincialismo del siglo XVIII, del espíritu literario de las promociones románticas y de la debacle moral del federalismo y del carlismo. El catalanismo no negó a España en cuanto a realización histórica; negó la interpretación que de esta historia había dado el liberalismo centralizante, el ajuste de la marcha del país al ritmo de Castilla y las consecuencias políticas y económicas que se desprendían de tales hechos. Por esta causa, negativo en cuanto a la tónica de la Restauración, el catalanismo fue, desde sus primeros años, un movimiento de juvenil optimismo, expresado con mentalidad e idioma distintos al castellano, pero no por ello menos necesariamente hispánicos, Otra fuente de activismo la constituyó el movimiento proletario. Este fenómeno acaeció en el país como irradiación de la corriente socialista general europea, con las variantes propias de las circunstancias económicas y de la idiosincrasia de las masas obreras españolas. Desde 1830 aparecieron en Cataluña sociedades de resistencia entre los obreros de la industria textil, las cuales tuvieron una vida incierta, más o menos complicada por las alteraciones políticas de la época. El momento de mayor auge del societarismo catalán corresponde a 1854-1855. El ímpetu ideológico subversivo fue una adaptación del utopismo de un Cabet y, sobre todo, del individualismo antiestatal proudhoniano. Ello explica la aceptación del credo bakuniniano, difundido por Fanelli, discípulo de Bakunin, en 1869, y la fundación en Barcelona de la Federación Regional Española de la Internacional (1870), de declarada tendencia anarquista. Esta corriente se difundió por Valencia, Murcia y Andalucía, mientras que el grupo madrileño se orientaba, conforme a un espíritu burocrático y ordenancista, hacia la posición autoritaria marxista. Disuelta la Internacional en 1874, este último grupo engendró, sucesivamente, el Partido Socialista Obrero Español (1879) y la Unión General de Trabajadores (1888). Su organizador fue Pablo Iglesias. El socialismo logró escasos adherentes en la periferia mediterránea y andaluza; en cambio, los obtuvo en la zona de la industria pesada del Norte (Vizcaya y Asturias). En Cataluña, Valencia y Andalucía continuó prevaleciendo el ideal sindicalista, pero sobre él se sobrepusieron grupos de anarquistas de varias procedencias, dispuestos a liquidar el mundo burgués mediante actos de violencia personal. Entre 1892 y 1897 Barcelona fue teatro de una endémica manifestación terrorista, que mucho antes de la guerra callejera de 1917 a 1922 le dieron triste fama en los anales del subversivismo mundial. Esta expansión anarquista costó la vida a don Antonio Cánovas, primero de los presidentes del Consejo que había de ser inmolado en el ara de la batalla social.

18.El reformismo borbónico


El reformismo borbónico
 

            Durante un siglo, de 1700 a 1808, la nueva dinastía borbónica llevó a cabo una serie de hondas reformas. Unas venían impuestas por la liquidación del régimen austricista; hubo otras que respondieron al arbitrismo ministerial estimulado por el ejemplo europeo en la época del Despotismo Ilustrado; las más tendieron a resolver acuciantes problemas domésticos suscitados por la recuperación de la vitalidad española, vista en el aumento de población y en el auge de las actividades comerciales y manufactureras. En conjunto, el reformismo borbónico tuvo éxito en cuanto rehizo la potencialidad de España en Europa y América; pero encauzó el Estado por las vías de un rígido racionalismo, contrario al sentido histórico de lo hispano. Por otra parte, sus mismas reformas contribuyeron a suscitar nuevos problemas: el de la burguesía periférica, deseosa de expansionismo mercantil, y el del campesinado interno, ávido de tierras para el cultivo.
            Una «nueva planta» echó por la borda del pasado el régimen de privilegios y fueros de la Corona de Aragón; pero, en cambio, se conservaron en el País Vasco y Navarra, adeptos a la causa de Felipe V (1700-1746), que por tal causa fueron denominados Provincias Exentas. Cataluña quedó convertida en campo de experimentos administrativos unificados: capitán general, audiencia, intendente, corregidores, todo al objeto de que el país pagara el ejército de ocupación encargado de vigilar el cobro del impuesto único o cadastro. La transformación fue tan violenta que durante quince años estuvo al borde de la ruina. Pero luego resultó que el desescombro de privilegios y fueros le benefició insospechadamente, no sólo porque obligó a los catalanes a mirar hacia el porvenir, sino porque les brindó las mismas posibilidades que a Castilla en el seno de la común monarquía. En este período —aunque en realidad provenga de 1680— se difunde el calificativo de laborioso que, durante siglo y medio, fue tópico de ritual al referirse a los catalanes. Y, en efecto, se desarrolló entonces la cuarta gran etapa de colonización agrícola del país, cuyo símbolo fue el viñedo y cuyo resultado, el aguardiente, suscitó un activo comercio internacional, beneficioso para todas las poblaciones de la costa y, singularmente, para la marina catalana, que en pocos decenios renovó ajados laureles. En cuanto a la industria, lo decisivo fue la introducción de las manufacturas algodoneras, financiadas por los capitales sobrantes de la explotación agrícola y el auge mercantil, Estos signos de revolución industrial, estimulados por la presencia de entidades rectoras, como la Junta de Comercio de Cataluña, se difunden por toda la periferia peninsular: Valencia, Málaga, Cádiz, La Coruña, Santander, Bilbao, resurgen vivamente. Hacia 1760 las regiones del litoral superan a las del interior en población, recursos y nivel de vida. El cambio de centro de gravedad económico es un hecho inevitable, y su influencia explica la medida decretada por Carlos III (1759-1788) en 1778, quebrantando el monopolio andaluz sobre el comercio americano y liberalizándolo entre varios puertos españoles y americanos. En un decenio decuplicaron las exportaciones y una riada de dinero permitió nuevas inversiones industriales y el lujo de una política exterior independiente, basada en una eficaz flota de guerra.
            Este proceso de integración social entre los distintos pueblos de España, en el que los catalanes tomaron parte decisiva mediante una triple expansión demográfica, comercial y fabril, fue de mucha mayor enjundia que cualquier medida legislativa ideada desde la época de Felipe II. Sin embargo, la Corte perseveró en su empeño de no ver las cosas más que a través de una administración en extremo celosa de sus derechos y de sus prebendas, y también de los intereses de la aristocracia de Andalucía y Extremadura, que continuaba detentando el poder o sus aledaños a través de los cuerpos administrativos y de sus ramificaciones en los organismos de Estado: manufacturas reales, compañías privilegiadas, Banco de San Carlos, etc. Sólo bajo Carlos III, entre 1770 y 1788, a todos los españoles se les dieron, por fin, idénticas posibilidades. Pero con la lamentable obligación de tener que renunciar a hermosas parcelas de su personalidad en aras de un sacrosanto uniformismo estatal. Contra esa espiritualidad aristocrática, superficial y helada, el pueblo reaccionó diversamente según las regiones: en general, procuró captar lo más vivo, que dirigió en formas folklóricas; pero, ante la imposibilidad de forzar la barrera que separaba los dos mundos, dio a luz el casticismo hispánico. De mediados del siglo XVIII es el triunfo de la corriente popular que, partiendo del vacío de la época de los últimos Austrias, crea el marchamo de la España costumbrista: los toros, en primer lugar, y, en torno, el flamenquismo, la gitanería y el majismo.
            Frente a este movimiento, en las alturas se desarrolla la polémica del pensamiento francés. La filosofía de la Ilustración introdujo en España el concepto de la necesidad de una reforma educativa y social del país que le pusiera al nivel alcanzado por otras naciones en el aspecto económico, científico y técnico; y también, el espíritu de crítica respecto al legado religioso de Occidente concretado en la obra de la Iglesia católica. Estas ideas fueron difundidas por cuatro generaciones de intelectuales —que se presentan respectivamente por los nombres de Feijoo, Flórez, Campomanes y Jovellanos— y aceptadas poco a poco por una minoría de aristócratas, hidalgos, clérigos, intelectuales y estudiantes universitarios. Los núcleos difusos del nuevo pensamiento se centraron en las Sociedades de Amigos del País, organizadas desde el gobierno (1774) a imagen de la Sociedad Vascongada, que se fundó en 1765. La burguesía apenas respondió a este movimiento, porque en realidad aún no existía en España como tal clase social.
            Los ministros que gobernaron en esta época, procedentes de la nobleza o la clase media acomodada y oriundos en su mayor parte de la periferia (Ensenada, logroñés; Campomanes y Jovellanos, asturianos; Aranda, de Aragón; Floridablanca, murciano; los Gálvez, malagueños), aplicaron sus esfuerzos a resolver el problema decisivo de la economía española: el de la agricultura meridional. Un aumento de tres millones de almas en la población obligaba a esta concentración de la óptica ministerial. Las medidas arbitradas fueron de orden vario: equipamiento de las vías de comunicación, con la apertura de canales y el desarrollo de la red de carreteras; programa de colonización interior, como la emprendida por Olavide en Sierra Morena; proyectos de desvinculación de los mayorazgos y de desamortización eclesiástica. Una de ellas fue tajante: el fin de los privilegios de la trashumancia encarnados en la poderosa organización pastoril, la Mesta. Cabe calibrar ese cambio de rumbo teniendo en cuenta la mentalidad económica prevaleciente en Castilla desde el siglo XII. Pero, sin embargo, esa política no alcanzó las raíces del problema, cuya solución exigía unos recursos económicos y una buena voluntad muy alejados de la posibilidades españolas de la época: la de los arrendamientos rústicos a corto plazo, la de las comunidades agrarias empobrecidas por los abusos señoriales aún persistentes, la de los latifundios baldíos y las «manos muertas». En Castilla no faltaba tierra para el ejército de 150.000 mendigos que pululaban por el país. Pero los obstáculos fueron insuperables e incluso las reformas propuestas por Jovellanos en su Informe sobre la ley Agraria no pasaron de ser un testimonio de previsor patriotismo.
            Nadie desconocía que se vivía sobre un volcán o por lo menos sobre la posibilidad de un grave estallido de descontento popular. En 1765 se había decretado la libertad del comercio de cereales —medida muy atinada para provocar el progreso de la agricultura, pero no para asegurar el abastecimiento de las urbes—. Al año siguiente, una cosecha corta, incidiendo sobre el precio de los cereales, levantó a las masas urbanas en Madrid y varias ciudades de Castilla y Aragón. El movimiento, canalizado en la capital contra la privanza del marqués de Esquilache (1766), reveló la gravedad del problema de la tierra y motivó la primera ley de reforma agraria que conoce la historia de Andalucía y Extremadura. Pero la dificilísima peripecia de su aplicación y fracaso final (1766-1793) ha quedado oculta tras el diversionismo de los ministros ilustrados de Carlos III, quienes hicieron recaer la culpa de la agitación popular en la Compañía de Jesús. Esta fue expulsada de España y América en 1767, y suprimida luego por la Santa Sede al socaire de una campaña organizada por los gobiernos borbónicos de España, Francia e Italia. Con ello no se logró pacificar el país, pero sí terminar a favor de los intereses de la Monarquía la lucha de ésta contra el Papado en defensa de sus regalías: o sea, la sumisión de la Iglesia a los intereses del Estado. Y el primer peldaño estribaba en ganar la batalla de la instrucción pública, eliminando de Universidades y colegios a los jesuitas que detentaban la enseñanza en ellos.
            La polarización de gran parte de los anhelos reformistas bajo la égida de Carlos III ha convertido a este monarca en el paradigma del Despotismo Ilustrado en España. Su misma personalidad revela la amplitud de objetivos propuestos y la timidez en los recursos empleados para alcanzarlos. Es evidente que dio al país un tono de modernidad política y desahogo económico, a la vez que una sensación de fortaleza en las guerras marítimas que libró contra Inglaterra en defensa del Imperio americano: desafortunada la primera (1761 a 1763), ventajosa la segunda, en que apoyó a los colonos ingleses de Norteamérica en su lucha por la independencia (1779-1783). Su obra habría alcanzado mayor desarrollo, incluso teniendo en cuenta la menguada categoría humana de su sucesor, Carlos IV (1788 a 1808), si el desencadenamiento de la revolución en Francia no hubiese motivado un viraje peligroso para la política interna española. Echando por la borda el programa reformista, el ministro de aquel monarca, Godoy, sólo conservó el aparato externo del Despotismo Ilustrado: la omnipotencia ministerial, la dictadura de la administración sobre el país. Durante dos decenios (1788-1808) se incubó en muchas almas el espíritu revolucionario que habría de estallar en 1808, con motivo de la crisis de la Monarquía. Alimentóse, en unos, con la llama de la tradición dinástica, y, en otros, con el alborozado deseo de sumergirse en el desbordante océano de ilusiones surgido de la Revolución francesa.

17.El vuelco hispánico y la quiebra de la política de los Austrias


El vuelco hispánico
 y la quiebra de la
 política de los Austrias
 

            En el decenio auroral del siglo XVII se vislumbran en el seno de la Monarquía hispánica síntomas de gravísima crisis. La actividad económica retrocede en todas partes, incluso en el comercio con América, hasta entonces tan próspero. Las ciudades se despueblan y los telares enmudecen; sólo Madrid se agiganta con la inmigración de pícaros y miserables. El hambre viene del Sur y la peste del Norte, y ambos enloquecen a una humanidad harto castigada por los implacables azotes del destino. En las letras enmudece el reposado verbo humanista y la aparición del Quijote señala el desgarro de la conciencia del escritor entre la realidad del presente y la retórica del pasado. Ante aquel desastre, el gobierno recurre a la grave medida de la devaluación monetaria, practicada a expensas del país. Con ella se inicia un siglo de aventura financiera que acabará con el colapso de 1680. Ante ese horizonte los copartícipes en la empresa hispánica de Castilla empiezan a preguntarse hasta dónde han ido y si es posible continuar. Los portugueses viven a la expectativa, ya que, en definitiva, se han enquistado en los puestos de mando del Imperio en América y en los lugares de provecho económico en Madrid; pero les duele la pérdida de la Insulindia. En Cataluña se sale del amodorramiento del siglo XVI con un país dividido por el bandolerismo, que no halla en la Corte ningún alivio a sus preocupaciones. Se susurra que el rey es «castellano», que va a poner «orden» en la tierra destruyendo su gobierno pactista, y que de Castilla vendrán en adelante obispos y abades, virreyes y militares, para sojuzgar el país y preparar una explosión popular que justifique su conquista. Andalucía, Aragón, la costa cantábrica y Galicia, languidecen. Los pueblos hispánicos entran en el período de contracción del siglo XVII con una elemental intuición pesimista: la misma de Felipe III y sus validos. Hay que cerrar filas y aguardar tiempos mejores.
            En 1621 toma el poder de España una nueva generación: la de Felipe IV (1621-1665) y el conde-duque de Olivares. Sigue en la privanza la grandeza latifundista andaluza, con uno de sus mas característicos representantes. Pero el nuevo valido, hombre eufórico y vital, dio un rumbo distinto a la política de la monarquía; sustituyó el pesimismo faraónico del duque de Lerma por un dinamismo imperialista, como si fuera capaz de desviar el inevitable rumbo de los acontecimientos. La primera medida consistió en sujetar los organismos burocráticos a su omnipotente voluntad; los Consejos, depurados y atemorizados, se le sometieron incondicionalmente. Con ello se frustró el equilibrio administrativo ideado por los Reyes Católicos para conjugar el autoritarismo real con el interés de los cuerpos privilegiados. Este importante paso en la centralización del poder en una sola mano fue seguido por otro no menos decisivo: el de forzar a los territorios autónomos de la Monarquía a marchar a compás de la política desplegada por el gobierno de Castilla.
            Puede discutirse esta política del conde-duque en cuanto su principal obligación consistía en rehacer la economía de Castilla, ordenar la hacienda del Estado y salvar el Imperio americano del desastre. En lugar de meterse en los incómodos conflictos europeos, donde le aguardaba la potencialidad de Francia y Holanda, Olivares debía restañar las primeras heridas causadas en el mar Caribe por los neerlandeses y poner las Indias en pie de guerra. Por el contrario, con el oro reunido en Andalucía para practicar esta sana política, costeó las operaciones militares de la guerra de los Treinta Años. Su resultado fue liquidar en Europa el futuro del Imperio americano. Bien se vio en 1628, a raíz del desastre naval de Matanzas (Cuba). Las líneas de comunicación imperial saltaron destrozadas, y desde entonces incluso los piratas de La Tortuga pudieron atreverse con el antiguo coloso de los mares. Ahí, en América, se halla la clave del fracaso del conde-duque en Europa, la razón de los reveses navales (Las Dunas, 1639) y militares (Rocroi, 1643), el motivo de la secesión de Portugal y Cataluña. La llegada del tesoro americano será cada día más aleatoria y la flota de Indias no podrá cruzar el Atlántico en el crucial año de 1639.
            Pero prescindiendo de estas luces con que las recientes investigaciones iluminan los insensatos malabarismos del noble andaluz, es imposible dejar de reconocer que el programa del conde-duque tenía aspectos convenientes; entre otros, a la larga, la inevitable participación de los hombres de la periferia en la colonización americana. Pero frustraron sus intentos desde el primer instante —ya en 1622 hubo viva polémica en Barcelona respecto a los límites de la autoridad real—, el tono amenazador de su aplicación y, sobre todo, los oblicuos caminos que siguió para reducir Portugal y la Corona de Aragón a la dictadura gubernamental. Ni los portugueses ni los catalanes habían contribuido a las necesidades de la Monarquía con los sacrificios de los castellanos; ni unos ni otros habían experimentado la sangría económica y biológica de estos últimos. Pero tampoco habían obtenido las colosales compensaciones otorgadas a Castilla: la exploración del continente americano, la primacía cultural y política en el seno de España. Es, pues, de buena lógica que al sentir en sus carnes el trallazo del conde-duque de Olivares, quien sólo les ofrecía participar en las responsabilidades, mas no en los beneficios de las futuras y quiméricas empresas, se parapetaran, recelosos, tras los sólidos muros de la legislación autonómica fernandina.
            La guerra de nervios entre el poder central y los territorios periféricos habría quizá derivado hacia un compromiso más o menos satisfactorio para los deseos de ambas partes, si la intervención de Francia, en la guerra de los Treinta Años y su declaración de guerra a España (1635) no hubiesen abierto rápidamente la brecha de la desunión política hispánica. En París hallaron los descontentos catalanes y portugueses el apoyo exterior que necesitaban para declararse en abierta rebeldía contra su monarca. Esta escisión, de marcado carácter tradicionalista en Cataluña, donde aún pervivía la teoría de gobierno paccionado, fue precedida por dos fenómenos que es preciso considerar para formarse idea del complejo mental de aquella coyuntura, Uno es el desarrollo de la propaganda austracista, fomentada en Madrid por el oro del conde-duque de Olivares; al mismo borde de la ruina, su trompeteo furioso clamaba por la universalidad de la Monarquía hispánica, rubricada por un infantil altanerismo subversivo. Otro es la inquietud general entre los campesinos de toda España, que en Cataluña provocó movimientos de violenta desesperación a causa de los inevitables choques con las tropas mercenarias y, sobre todo, a causa de la peligrosísima actitud del gobierno central, dispuesto a que estallara el polvorín con la esperanza de recoger el poder absoluto una vez el país hubiese saltado en mil pedazos.
            Esta política suicida condujo a la revuelta armada en el campo catalán desde finales de 1639 y a la feroz explosión del descontento campesino en la jornada barcelonesa del Corpus Christi de 1640. Pero todavía se habría podido limitar y sofocar la pasión popular, si el conde-duque de Olivares no hubiera decidido aprovechar el momento para realizar su programa en Cataluña, y si Francia, a la expectativa de lo que ocurría, no se hubiera propuesto aprovechar a fondo aquella coyuntura. De este modo reverdeció en el Principado la lucha que ya lo había dividido en el Cuatrocientos entre las presiones castellanas y las ambiciones francesas. Y, a compás de la misma, dando un nuevo tirón a la cuarteada unidad de la Monarquía hispánica, Portugal declaróse en rebeldía y eligió su propio soberano en el seno de la familia de los Braganza (1640).
            Después de veintidós años de jactanciosa omnipotencia, el conde-duque de Olivares fue exonerado de la privanza ante el fatal desenlace de su experiencia política (1642). Mientras en los campos de batalla de Europa el ejército español, mal equipado, iba dejando a jirones las glorias de su bandera (Rocroi, 1643; Lens, 1648; Las Dunas, 1658), en la Península, Portugal lograba consolidar su independencia (1668) y Cataluña obtenía el reconocimiento de sus libertades peculiares (1653); En resumen, Castilla, agotada, caía en un siniestro pesimismo, y Cataluña, por reacción al programa del conde-duque; se aferraba desesperadamente a un orden legal que para ella significaba, de un lado; una seguridad política; pero, a la vez, el anquilosamiento dentro de una estructura económica y social ya periclitada. Lo más grave del caso fue que el triunfo de Cataluña y la pérdida de Portugal impresionaron tan vivamente a la Corte y a sus órganos, que durante el reinado de Carlos II la doctrina oficial fue respetar a fondo los privilegios de los territorios y de los individuos —incluso de los «beneméritos» encomenderos americanos—. El neoforalismo coincidió, paradójicamente, con el desarrollo en la periferia de vivos intereses económicos y de reiteradas peticiones de reformismo de la administración de la Monarquía.
            La efervescencia catalana, no colmada por los mezquinos resultados de la actuación gubernamental, que para el país habían representado la pérdida del Rosellón y parte de la Cerdaña por el tratado de paz de los Pirineos (1659), apoyó en 1669 el primer golpe de Estado que en la Edad Moderna partió de la periferia de la Península para reformar la administración y la política de la Monarquía: el de Juan José de Austria. Pero, ni las circunstancias ni los personajes permitieron recoger aquel deseo de renovación, que se esterilizó en un frívolo mesianismo. España, juguete en la política internacional de los ejércitos y en la vida económica de los mercaderes de Luis XIV, se convirtió en presa fácil para la absorbente ambición de Versalles. En la contradanza de paces y guerras que caracteriza el reinado de Carlos II (1665-1700), culminó la incapacidad de la burocracia austracista para dar a la monarquía una relativa eficiencia militar o bien una precaria pero aprovechable paz. Sucesivamente se fueron desgranando posesiones: el Artois, el Franco Condado, las grandes plazas que defendían la frontera de Flandes. Pero lo más grave no fueron estos reveses, sino la absoluta pérdida de prestigio. Todos podían a España, no sólo en el campo de batalla, sino en las actividades económicas, caídas tan bajo que la Monarquía se había convertido en mera colonia de las grandes potencias europeas.
            Ya en estos sucesos se advirtió que el aparato estatal estaba muy por debajo de las posibilidades del país, aunque cien años de frivolidad gubernamental hubiesen extendido la corrupción y el egoísmo en las distintas clases sociales. En esta nueva estela de sufrimientos, a Cataluña le correspondió la peor parte, ya que fue el principal teatro de operaciones en las guerras libradas contra Francia. Pero en esta ocasión no se quebrantó su fidelidad monárquica; antes bien, aceptó gustosamente su responsabilidad hispánica, en el ara de un oficioso amor a la dinastía reinante, específicamente centrado en la personalidad del doliente Carlos II.
            Ante la impotencia de España para mantener sus posesiones territoriales en Europa —posesiones clave, como Flandes y el Milanesado—, Europa decidió proceder a una desmembración de la Monarquía española. Iba en ello su seguridad y, claro está, la satisfacción de muchas ambiciones históricas. Favoreció los proyectos de las cortes europeas la falta de sucesión de Carlos II: Francia y Austria apetecían para sí la fabulosa herencia; Inglaterra y Holanda deseaban evitar una aplastante hegemonía continental en manos de cualquiera de aquellas potencias. Las intrigas se anudaron alrededor del lecho de Carlos II, hasta que éste, frustradas algunas soluciones que parecían satisfactorias —la candidatura de Fernando José de Baviera—, se inclinó hacia los designios del partido francés. El deseo de mantener la unidad de la Monarquía hispana en el mundo fue el peso decisivo en la opción de la Corte. Como heredero de Carlos II se señaló, pues, a Felipe de Anjou, quien, de momento, fue aceptado por el país sin ninguna oposición.
            Las rencillas internacionales lanzaron a España a una larga guerra de sucesión: Los adversarios de los Borbones emplearon todos los recursos para debilitarlos, entre ellos el fomento del arraigado tradicionalismo político en la Corona de Aragón. Es necesario decir que, por prudencia o conveniencia, Felipe V se presentó ante los catalanes como celoso amante de sus libertades. La obra de las Cortes de 1701-1702 —las primeras que tuvieron conclusión desde las de 1599— no fue vana, tanto en la consolidación de los fueros del país como en abrirle las puertas del futuro mediante el reconocimiento de su derecho a comerciar con América. Pero las dificultades creadas por la guerra fomentaron el espíritu legitimista de unos catalanes y el deseo de desquite de otros —desquite de la situación creada en 1660—. A ello se mezclaron las eternas inquietudes sociales entre los campesinos y los artesanos. En 1705, una afortunada conjura, preparada por Inglaterra, libró a los austracistas la ciudad de Barcelona, que quedó convertida en capital hispánica del pretendiente. Esta vez los catalanes lucharon obstinadamente para defender su criterio pluralista en la ordenación de la Monarquía española, aun sin darse cuenta de que era precisamente el sistema que había presidido la agonía de los últimos Austrias y que sin un amplio margen de reformas de las leyes y fueros tradicionales no era posible enderezar el país. Lucharon contra la corriente histórica y esto suele pagarse caro. En todo caso, ni la actitud de Cataluña fue unánime, ni el gobierno establecido por el Archiduque en Barcelona demostró hallarse a la altura de la tarea que le incumbía en una futura España. Por el contrario, perpetuáronse los vicios y defectos de la administración anterior, haciendo imposible la organización sistemática de los recursos de la Corona de Aragón. Sin la ayuda extranjera, aquel gobierno habría entrado en colapso en cuestión de meses. Pero los catalanes que seguían al Archiduque creían de buena fe, y estaban por ello bien convencidos de que defendían la verdadera causa de España y no tan sólo un puñado de privilegios.
            Castilla, algún tanto recalcitrante primero ante la presencia de un Borbón y de ministros franceses en Madrid, acabó abrazando con entusiasmo la causa de Felipe V. Los altos cuerpos de la Corte y la administración contribuyeron a este cambio, pero el impulso fue de base muy popular. En una de esas sacudidas inexplicables de su historia, se convirtió en el más firme puntal de la dinastía borbónica. Sobre todo cuando Luis XIV se vio obligado a mendigar la paz ante la victoriosa coalición enemiga. Es posible que en ese cambio influyera la acción de una eficaz propaganda, dirigida no sólo contra el Archiduque, sino contra los catalanes, a quienes se atribuían tenebrosos propósitos de avasallamiento de Castilla. En síntesis, el ejercito francocastellano se impuso al angloaustrocatalan en Brihuega (1710). Cuatro años más tarde, Barcelona se rendía a las tropas de Felipe V y España quedaba llana como la palma de la mano para aplicar una política objetiva y realista (1714). Pero a la mística del foralismo sucedió la mística de la centralización a todo trance, no sólo administrativa, sino incluso mental. Y en esta empresa fracasarían también la dinastía borbónica y sus colaboradores.

16.La Monarquía hispánica de los Habsburgo


 La Monarquía hispánica
 de los Habsburgo
 

            Durante tres generaciones —las simbolizadas por Carlos I, Felipe II y Felipe III—, la Monarquía hispánica siguió en la estela legada por los Reyes Católicos. En ello influyó tanto el sentido de grandeza de las realizaciones internacionales de éstos en Europa y América como el armazón burocrático que constituyeron para el gobierno y la administración de justicia en sus posesiones. Nadie dudó en aquella época de que el sistema de unidad dinástica, con amplias autonomías regionales, era el mejor de los regímenes posibles para España, ni nadie puso cortapisas al papel preponderante ejercido por Castilla en la política, la economía y la cultura hispánicas. Mientras Aragón conocía un período de prosperidad relativa, Cataluña y Valencia vegetaban en un aislacionismo algún tanto sombrío, sólo perturbado por gravísimos problemas, como el de la amenaza turca, capaces de despertar antiguos y heroicos esfuerzos. La continua y lenta infiltración de elementos del Mediodía francés iba transformando, por otra parte, los rasgos del Principado, en donde fomentaban la agricultura en la costa y el bandolerismo en el interior. Energías dispersas en minúsculas luchas, sin ninguna aspiración colectiva.
            El ideal hispánico se confunde en esta época con el que representa Castilla, eje de la monarquía. El trasiego de la importancia geopolítica del Mediterráneo al Atlántico acabó de robustecer esa misión. Pese a las deficiencias del sistema agrario, que precipita el país a grandes hambres y le obliga a comprar trigo del espacio báltico; pese al escaso rendimiento de la industria, cuyos productos no pueden competir en calidad ni en precio con los de Francia, Flandes e Italia; pese a la incompetencia financiera de la Corte, abocada de continuo a la bancarrota; pese a todo ello, Castilla está en pie, en lucha contra una Europa que se debate ante las sucesivas arremetidas de la marea protestante. Cierto que en los momentos críticos de la lucha cuenta con la inyección de los metales preciosos americanos; y ello es decisivo, como se demostrará en 1575, en el momento de colapsarse los pagos de la feria de Medina del Campo y sobrevenir la bancarrota del comercio lanero castellano. Pero América es también una constante sangría: para allí parten gentes emprendedoras, que no son reemplazadas en la madre patria.
            En conjunto, la tarea castellana es obsesionante. Para realizar su misión va podando cuantos elementos generosos brotan en su seno: el ideal burgués, en la guerra de las Comunidades; las ramas erasmista y renacentista, en la tenaz contienda para mantener la ortodoxia. Este duro sacrificio halla su compensación en los profundos hallazgos espirituales realizados en el seno de una Iglesia que efectúa la síntesis entre el boyante esplendor de la dinastía, y el colectivismo democratizante del pueblo. Teólogos y misioneros, místicos y ascetas, esmaltan la época de oro de la vida eclesiástica española.
            El desprecio profundo de lo terreno, el ideal de misión ecuménica de España, entierran definitivamente cualquier programa de recuperación económica de Castilla. Si los banqueros genoveses acaparan los beneficios de la explotación de las minas americanas y los armadores de la misma procedencia el suministro de las flotas; si los mercaderes italianos, flamencos y franceses se apoderan, tras las ferias de Medina del Campo y los embarques de Sevilla y Cádiz, del negocio colonial, la Monarquía, lejos de reaccionar, va enzarzándose cada vez más en un peligroso confusionismo financiero, que, atándola al carro capitalista de allende los Pirineos, lo hace primero indispensable, luego ruinoso y finalmente estéril. El patriarcalismo estatista de Felipe II agotó las posibilidades económicas de Castilla en un mercantilismo de vía estrecha, cuyos únicos reflejos en el país se hallan en el relativo auge de algunas pañerías provinciales, en el desbordante y opresivo esplendor de Sevilla y en las muníficas construcciones de algunos hidalgos andaluces y extremeños enriquecidos por las encomiendas americanas. Pero no hallamos ningún capital invertido en el país, ya sea en la bonificación del suelo agrícola, ya, sea en la constitución de sociedades mercantiles para la explotación del mundo oceánico, incluso en la trata de esclavos, dejada en manos de portugueses o franceses.
            Esta incomprensión del mundo capitalista dejó a Castilla desarmada ante Europa.
            He aquí un punto clave en la problemática actual de la historia de España. Y ello necesita aclararse profundizando no sólo en el mecanismo del negocio europeo y colonial, sino también buceando en la mentalidad castellana de la época de Felipe II. Si la burguesía en Castilla es un fenómeno transitorio, lo es más todavía si se la considera en su sector industrial. A pesar de vivir amparadas por el monopolio, las industrias de Segovia, Cuenca, Toledo, Córdoba y Sevilla jamás tuvieron un arranque propio. Y a la menor contrariedad producida por una crisis cíclica o el desencadenamiento de un nuevo empuje inflacionista, se derrumbaron, faltas de capitales, técnicos y reservas de materia prima. Desde 1590 las pañerías y sederías castellanas se paralizan y los obreros, despedidos, van a la Corte a nutrir la legión de pedigüeños o peones. En definitiva, los que poseen el dinero —aristócratas, hidalgos andaluces y extremeños, funcionarios retirados— lo petrifican en construcciones —templos, palacios, monasterios— o lo sacralizan en obras de arte. Pero ninguno cede a la tentación industrial o simplemente mercantil. Detrás de esta mentalidad se dibuja no ya la soberbia castellana, sino el empeño de honra, que en este caso es distintiva respecto al supuesto ideal judío de la usura y de la ganancia ilícita. Y con ello resurge el tema del cristiano nuevo, que llena tantas páginas de la historia íntima castellana de los siglos XVI y XVII.
            Sólo más tarde Castilla comprobaría que la riqueza de un país es la base de toda política exterior afortunada; que una economía sana compensa mil batallas perdidas. Carlos I, monarca ecuménico, educado en el ambiente mercantil de Flandes, pudo haber dirigido la Monarquía hispánica en otro sentido (y así lo intentó al liberalizar el comercio americano en 1529); pero sus ambiciones le convirtieron en un forzado depredador de la riqueza castellana. Las guerras contra Francisco I de Francia revelaron la potencialidad de sus recursos, establecieron la hegemonía española en Italia tras la batalla de Pavía (1525) e iluminaron el continente con el esplendor de la coronación cesárea de Bolonia (1529). Pero ni lograron avasallar a Francia, ni atemorizar a los protestantes alemanes, ni frenar a los turcos osmanlíes, ni incluso detener la arrogancia de los berberiscos en las costas mediterráneas. Carlos I hizo su propia política, muchas veces vinculada al sentido heroico de lo borgoñón y al liberalismo erasmista y, por tanto, incomprensible para las altas esferas españolas. Pero de esta gran salida de Castilla a Europa del brazo del emperador, aquélla regresó a sus lares con una acentuada francofobia, un odio concentrado contra la heterodoxia y un desprecio mayúsculo respecto a la perversa y deslumbrante sociedad europea.
            La arremetida calvinista —un credo, un dogma, una mentalidad tan absoluta como los católicos— halló a Castilla en plena reacción espiritual. Gracias a un rígido encuadre del país bajo Felipe II (1556-1598), fue posible convertirlo en centro de la resistencia ortodoxa en toda Europa, con un papel a menudo divergente de las propias miras del Pontificado. Castilla se cerró a las influencias del exterior, escrupulosamente fiscalizadas por la Inquisición y los tribunales administrativos; incluso se prohibió a los hispanos estudiar en las Universidades extranjeras, salvo Bolonia. Ése fue el viraje de 1572, la impermeabilización de España. De este modo se extinguió el compromiso intentado por la intelectualidad de las dos generaciones anteriores, en las que la defensa de la pureza de la fe, la inquebrantable ortodoxia, no habían vedado fecundísimas incursiones en el campo del humanismo occidental —pongamos por ejemplo Cisneros, Vives, Vitoria—. La unidad religiosa llenó en aquel entonces los huecos del pluralismo político, patentes en la obra de los Reyes Católicos.
            Al cargar el peso de la defensa católica sobre las espaldas de la Monarquía hispana —desde Malta hasta el mar del Norte—, ésta perfeccionó los rudimentarios ensayos de centralización concebidos por los Reyes Católicos y Carlos I. El instrumento de este proceso fueron los Consejos, reunidos permanentemente en una corte fija, Madrid, que alcanzó su rango de capital histórica a fines del siglo XVI. El nombre no hace aquí la cosa, ni incluso teniendo en cuenta la excelente situación geofísica madrileña. Lo importante es el sistema: la polisinodia, concierto de aristócratas y letrados, de burócratas y empleados de todo rango, que Felipe II puso al servicio de su corona. Una oleada de papel se difundió desde todo el país, llegando en marea creciente al seno de los distintos Consejos, agotando la capacidad de los resortes administrativos, aturdiendo incluso al primer burócrata del Estado, el escrupuloso monarca reinante. Pero éste retuvo a los Consejos en su puño, de modo que sus orientaciones políticas sólo fueron retrasadas, pero no tergiversadas, por la administración. La alta esgrima ideológica quedó reducida a un escueto núcleo de colaboradores del Prudente: liberalizante, todavía, con Antonio Pérez; intransigente en absoluto después de la crisis de 1580, del peligroso rumbo de los acontecimientos exteriores, de la patente demostración del mal funcionamiento de la economía agraria castellana desde la gran hambre de 1582.
            Y con todo, el dinamismo y la fe del pueblo castellano permitieron a la Monarquía vivir horas de euforia universal: los turcos, contenidos en el Mediterráneo después de la victoria de Lepanto (1571); el reino portugués, incluido en la Corona hispánica en 1581, y con él el inmenso mundo colonial africano e índico y la tierra de las especias; los Países Bajos, en revuelta, desde 1566, contenidos una y otra vez dentro del murallón defensivo español; Francia, cuidadosamente vigilada en sus amenazadores vaivenes religiosos, vuelta al redil de la ortodoxia por la ceñuda atención del Prudente. Sólo Inglaterra —y en auxilio inglés, la defectuosa preparación económica y naval, la bancarrota financiera y el espectro de la miseria— acibaró los éxitos de la Hispania Magna. Del desastre de la Invencible (1588) dependieron muchas aventuras del futuro próximo y lejano: la imposibilidad de reducir a los neerlandeses, la recuperación de Francia como gran potencia europea, la ya insoslayable separación de Portugal.
            Muerto el gran monarca, que impuso a sus reinos un ritmo tan agotador, sin resultados prácticos concretos, el edificio de la Monarquía hispánica no se desplomó bruscamente porque un vivo deseo de paz se adueñó de Occidente después de aquel agitado período de luchas (1598, paz con Francia; 1604, con Inglaterra; 1609, con Neerlandia). Fue una coyuntura propicia para rectificar errores, modificar sistemas. Pero los Consejos seguían funcionando con su habitual tradición burocrática, y ellos impusieron, en definitiva, al incapaz Felipe III (1598-1621), sombra ya del primitivo tronco biológico de Austrias, Borgoñas y Trastámaras, el régimen de los validos. Se inauguró con el nuevo siglo la preeminencia política de los grandes latifundistas andaluces, gente dadivosa, infatuada, arbitrista e incauta. El duque de Lerma, prisionero de la omnipotente polísinodia administrativa, toleró la corrupción de la burocracia, el enquistamiento en el gobierno de los compradores de cargos públicos. Mal de la época en Europa, pero que en la Corte madrileña alcanzó ápices extremos. En estas circunstancias el aparato del Estado se limitó a vegetar, considerando venerable toda institución añeja y excelente cualquier arbitrio que permitiera mantener intacto el esplendor búdico de la Monarquía. Nadie puede sorprenderse, pues, de la drástica medida que puso fin a la diversidad religiosa de las Españas. Los moriscos valencianos y andaluces, y a su remolque los de Aragón y Castilla, en número de trescientos mil, fueron expulsados desde 1609. Se eliminó de esta manera cualquier peligro que pudiera proceder del litoral mediterráneo —como el experimentado por la generación filipina durante la gravísima crisis de la sublevación de las Alpujarras, en 1568—. Se logró, además, una completa unidad religiosa, remate de una lucha que había empezado seis siglos antes y en cuyos fines comulgaban todos los españoles de la época. Y ello, en primer lugar, porque, como en el caso de los judíos y conversos, a la sociedad de los cristianos viejos le había faltado mordiente para asimilar a la «nación de cristianos nuevos de moros», estrechamente solidaria y tradicionalista, y aun apegada al mundo musulmán exterior, fuesen los berberiscos argelinos o los turcos otomanos. La única medida que podía resolver aquel problema era la expulsión. Y así fue decretado.
            El extrañamiento de los moriscos fue un negocio ruinoso, llevado a cabo sin la preparación que exigía el delicado problema de sustituir a aquella mano de obra agrícola, que detentaba además el tráfico de mercancías, gran parte del préstamo y la obligación de hacer frente a los intereses que gravaban sus fincas. Algunos prohombres se beneficiaron con el trasiego de bienes, propiedades y arrendamientos; pero el país perdió un nuevo chorro de energía en el mismo momento, en que debería hacer frente a la enorme crisis económica, social y política del siglo XVII.

15. La ordenación hispánica por los Reyes Católicos


 La ordenación hispánica
 por los Reyes Católicos
 

            Terminó la guerra civil castellana en 1479. A principios del mismo año había muerto Juan II de Aragón. Su hijo Fernando y su nuera Isabel, los llamados Reyes Católicos (1479-1504), inician desde entonces el gobierno mancomunado de las coronas de Aragón y Castilla bajo una misma dinastía. Ni nada más, ni nada menos. Es inútil poner adjetivos románticos a un hecho de tanto relieve. Vista desde el extranjero la antigua Hispania (de la que aún quedaba separada Portugal) tenía ya una sola voz y una sola voluntad. Y ello bastaba.
            Un cierto clima de hermandad entre los pueblos reunidos bajo el mismo cetro presidió este gobierno. Es preciso decir que fue más intensamente sentido en el Mediterráneo que en la Meseta, sobre todo en los años de la regencia de don Fernando (1504-1516). En todo caso, unos y otros se beneficiaron igualmente de la dirección mancomunada de los asuntos bélicos, internos y externos. Resuelto el secular problema fronterizo aragonés, que hasta entonces había maniatado a Castilla, ésta pudo asestar un durísimo golpe al último reducto del Islam en la Península. En el transcurso de una ruda guerra de once anos, el territorio de los Nazaríes de Granada fue conquistado por el ejército castellano, que en esta porfiada empresa adquirió su definitiva consistencia militar. Granada sucumbió en 1492, dejando libre la potencialidad de Castilla en el mismo momento en que Francia planteaba de nuevo el problema de Italia. Ello permitió a Fernando el Católico obtener excelentes bazas en el juego diplomático europeo. Sin lucha, logró de Carlos VIII la devolución del Rosellón y de la Cerdaña (1493), condados que desde el anterior reinado habían estado ocupados por Francia, Así quedó cerrado este peligroso boquete en la frontera pirenaica de la Corona de Aragón. En el futuro, con el apoyo castellano, el monarca pudo lanzarse a las empresas italianas con una seguridad en las evoluciones de que habían carecido sus precursores aragoneses, incluso su tío Alfonso el Magnánimo. Ora aliándose con los reyes de Francia, ora confabulándose contra ellos con la Santa Sede y los potentados italianos, logró rescatar de la rama bastarda aragonesa el reino de Nápoles, bastión oriental de la expansión mediterránea catalanoaragonesa (1504). En este juego fue decisiva la aparición del ejército castellano en los teatros de guerra del continente, en los que debía señorear durante siglo y medio. El problema italiano condujo, poco después, a una coyuntura tal, que al Rey Católico le fue posible intervenir en Navarra para reivindicar este país para Castilla (1512). Este nuevo paso remachó la seguridad hispánica en los Pirineos, eliminando un terreno propicio para las maniobras francesas. Sin embargo, Navarra no perdió su régimen privativo; su incorporación a la corona castellana se hizo, por excepción, con la misma modalidad autonómica que había presidido la política integradora de los grandes monarcas de la Casa de Barcelona.
            La atracción de la política mediterránea de la Corona catalanoaragonesa planteó pala Castilla el problema de Europa en sentido diametralmente opuesto al que había presidido su evolución medieval, o sea en contra de los intereses de Francia, su fiel aliada desde los tiempos de Enrique II Trastámara. Los Reyes Católicos concertaron una activa alianza con los duques de Borgoña y a través de ellos con el Imperio alemán. En definitiva, con la Casa de Austria, que en la cabeza de Maximiliano detentaba entonces ducado y corona imperial. Este pacto; preñado de graves augurios, no constituía en la política de aquellos monarcas más que uno de los hilos maestros de su trama diplomática; los otros se apoyaban en Inglaterra y Portugal.
            Como hemos apuntado al referirnos a la incorporación de Navarra a la Corona castellana, la monarquía de los Reyes Católicos ofreció, en principio, a todos los pueblos peninsulares idénticas oportunidades en el seno de la nueva ordenación hispánica. Es preciso decir que el portavoz de esta política fue don Fernando, Isabel se sintió fiel al sentido integracionista de la monarquía castellana, como se demostró en la sujeción de Galicia a comienzos del reinado. Su esposo practicó el dualismo administrativo (creación del Consejo de Aragón, 1494) y consolidó el gobierno pactista en Cataluña y la Corona de Aragón. En este aspecto su juego político fue muy superior al de los monarcas de su época, puesto que conjugó un respeto verdadero a las instituciones de sus Estados patrimoniales con el pleno ejercicio de su autoridad regia (autoritarismo monárquico). Su concepción pluralista de la Monarquía hispánica no fue óbice para que tendiera a impulsar la asimilación de familias e instituciones catalanas y aragonesas por sus similares castellanas, como en el caso del Tribunal del Santo Oficio, cuya jurisdicción fue única para España, o bien la difusión en Castilla de algunas instituciones mercantiles y gremiales catalanas, como sucedió en la fundación de los consulados de Burgos y Bilbao.
            A pesar de esta acción, fue difícil vencer las resistencias tradicionales que delimitaban las esferas de influencia de las respectivas Coronas. Así hubo una política oceánica vinculada a Castilla y una política norteafricana circunscrita a Cataluña-Aragón. Aunque la Corte empleara indistintamente hombres y recursos castellanos y aragoneses para alcanzar sus fines, el descubrimiento de América (1492) fue concebido como una empresa de la Corona castellana, como un monopolio que ésta habrá de defender a ultranza en favor de sus súbditos. Una interpretación más justa y usual del problema la dio Fernando el Católico durante su regencia, y no sólo en el caso de América, sino también en el de Africa Menor. Si la conquista de Orán, Argel y Trípoli (1509-1511) se desarrolló bajo los auspicios aragoneses, ello no fue obstáculo para la intervención de nutridos efectivos militares movilizados por el cardenal Cisneros en su calidad de arzobispo de Toledo.
            La presencia de Castilla en las empresas mediterráneas revela que este país pudo aprovechar en grado máximo las oportunidades ofrecidas por los Reyes Católicos. Desde el primer momento adquirió el lugar preponderante en la Monarquía hispánica, no sólo por su territorio y población, sino por la decadencia coetánea de Cataluña, todavía convaleciente de la obstinada furia revolucionaria en que había disipado sus recursos. Valencia, rica, próspera y culta, habría podido ocupar el lugar de mando ejercido hasta entonces por el Principado en la fachada mediterránea peninsular, pero se limitó a servir de puerta hispánica del Renacimiento y a vaciar su generosa bolsa en los siempre exhaustos cofres del erario real. Por otra parte, muy pronto se rindió a los efluvios de la cultura castellana, en su precoz acatamiento de lo que había de ser la realidad hispánica en los siglos XVII y XVIII.
            Esta situación de base inclinó a los Reyes Católicos a centrar su actuación en Castilla, tanto más cuanto aquí faltaban los parapetos legales que en la Corona de Aragón y Navarra frenaban los deseos de la monarquía. He aquí una tendencia que tuvo incalculables consecuencias, ya que comenzaron a aplicarse en todos los territorios de España soluciones políticas a problemas que sólo afectaban al reino castellano o que sólo en Castilla habían alcanzado virulencia. Uno de ellos, el de la subsistencia de las comunidades judías, y, a su lado, el de la infiltración de los conversos en los organismos directivos del país, provocó el establecimiento de la Inquisición en los primeros años del gobierno de los Reyes Católicos y, más adelante, el decreto de expulsión de los hebreos de la Monarquía hispánica (1492). La primera gran depuración española procuró la unidad de fe en torno a la Iglesia católica, engrandecida por tres siglos de dirección espiritual y militar de la Reconquista; pero eliminó de la vida social a los únicos grupos que habrían podido recoger en Castilla el impulso del primer capitalismo; socavó la prosperidad de muchos municipios, y movilizó una cantidad enorme de riquezas, gran parte de las cuales se aplicaron al financiamiento de la política exterior de los Reyes Católicos y otra se disipó en manos de la aristocracia y de los funcionarios encargados de la incautación de los bienes de huidos y expulsos. La oleada de espanto que levantaron estas medidas repercutiría en un futuro próximo en la mentalidad castellana, tan pronto echaran raíces las catacumbas de judaizantes y criptoconversos y afluyera a la escena pública, con el sentido de la honra, la necesidad de legitimar la sangre.
            Los mismos principios de rígida vigilancia e insalvable intransigencia se aplicaron a la población morisca de antiguo cuño o a los mudéjares de reciente incorporación. Durante unos años no se acudió al empleo de medidas drásticas. Pero en 1502 se decidió eliminar toda disidencia confesional, y los musulmanes granadinos, a la par que los de Castilla, dejaron de existir como minoría ilegal. Se ordenó que se convirtieran al cristianismo o se marcharan del país. Ni qué decir tiene que se convirtieron en masa, con el inevitable resultado de crear un núcleo inasimilable y pronto a toda acción subversiva. En conjunto, quedaron en toda la Monarquía trescientos mil moriscos, de los cuales la mitad en la Corona de Aragón.
            Rozamos en este momento el fondo de la política social de los Reyes Católicos. El liberalismo de que dio pruebas don Fernando en la resolución del pleito de los remensas catalanes mediante la Sentencia arbitral de Guadalupe (1486), forzada hasta cierto punto por una sangrienta sublevación campesina, fue una molécula perdida en el océano de medidas filoaristocráticas propias de este reinado en Castilla. A pesar del aliento que la realeza procuró insuflar en las clases medias, la nobleza castellana continuó incólume en sus privilegiadas posiciones políticas y territoriales. Desde luego, tuvo que renunciar a las expoliaciones cometidas en el patrimonio real desde 1466, pero en cambio recibió absoluta seguridad por las anteriores (que eran las más importantes); renunció, asimismo, a manejar a su antojo los asuntos del país, a su fiera independencia cantonal, a sus reductos de las Ordenes Militares. Pero tras la fachada del autoritarismo monárquico, tras la aparente sumisión política a la Corona de la nobleza, ésta se irguió, desde sus encomiendas, señoríos y latifundios, como gran dominadora del país, robustecida por continuas concesiones de grandeza, repartos de tierras (las de Granada) y establecimiento de mayorazgos. Estos hechos comprometieron el futuro de la agricultura castellana. La facilidad del negocio lanero, en que tantos intereses económicos había acumulado la aristocracia y tantas soluciones fiscales arbitrado la Corte, determinó la consolidación de los privilegios de la Mesta, con su inevitable secuela de ampliación de eriales y cotos cerrados a la actividad agrícola. Desde 1502 fue preciso tasar los granos, porque la producción del campo no respondía a las necesidades de la población; desde entonces, el espectro del hambre no dejó de amenazar a Castilla.
            Sobre tan débiles bases agrarias era imposible levantar un sólido edificio económico. Los Reyes Católicos favorecieron la industria y el comercio mediante disposiciones proteccionistas; pero no practicaron una política mercantilista coherente. Esta, por otra parte, era imposible en un país donde faltaban capitales para aplicar a la producción. El descubrimiento de las tierras americanas era todavía demasiado reciente para pensar en el aprovechamiento de sus secretos tesoros para la expansión industrial. Más adelante, las guerras exteriores y la miseria agrícola dilapidarían el oro que la fortuna brindó tan pródigamente a Castilla.
            Reinado, en suma, complejo e interesante, muy alejado de la nota monolítica con que suele ser juzgado por tirios y troyanos. Espléndido en sus empresas exteriores, sobre todo en la ejecución del descubrimiento americano, y vacilante en sus objetivos internos, porque eran muchas y notables las contradicciones existentes entre los distintos reinos que formaban la nueva Monarquía y entre las diferentes clases sociales de cada país. Pero al final, en el ritmo prometedor de la primera oleada de recuperación económica de Europa, se produce una sensación de bienestar y de riqueza, que incluso repercute en la decaída Cataluña. Ello permite las realizaciones arquitectónicas de la época —el plateresco primerizo— y la apertura cultural de un Cisneros en Alcalá. El humanismo castellano florece contemporáneamente al establecimiento de la Monarquía hispánica y la colorea con sus arrebatos de imperial grandeza.