Política y economía
en la España del siglo XIX
El
motín de Aranjuez (17 de marzo de 1808) fue el primer síntoma evidente de que
el humor político y social había cambiado en España. La intervención del pueblo
—agitado por elementos provocadores— a favor del príncipe Fernando, motivó la
abdicación de Carlos IV y el fin del régimen dictatorial de Godoy. Simple anécdota
en los textos históricos, debe medirse en la profundidad del cambio de signo;
un monarca había sido destronado a causa de una acción popular. Amanecía una
nueva época, aunque fuera al amparo de las bayonetas de Napoleón. Pero éste tenía
otros planes: el primero, adueñarse del Estado español e imponerle un aparato
administrativo eficaz. Ni los afrancesados ni el pueblo comprendían aquella
maniobra. A las pocas semanas, temerosos del regreso de Godoy, un grupo de
conjurados aprovechó el sentimentalismo popular para echarse sobre el francés.
Así se dio la trágica jornada del 2 de mayo, en la que lo más notable fue la
dramática aparición de la masa popular como primer sujeto de la vida política
española Derrumbado el aparato burocrático de la Monarquía en parte por la
forzada abdicación de los reyes, en parte por la claudicación de los organismos
gubernamentales, la presión popular se reveló en su plenitud en las decisivas
jornadas de la última semana de mayo y primera de junio de 1808. En aquellos días,
las clases medias, los intelectuales y los hidalgos asumieron el poder, respaldándose
en el fervor de artesanos o campesinos dispuestos a partirse el pecho y
combatir a las autoridades que, siguiendo el ejemplo madrileño, colaboraban con
los franceses. En definitiva, se trató de una acción destinada a librar a
Espalta de los godoyistas más que de expulsar a las tropas napoleónicas. Pero
una vez éstas se quedaron para imponer a José I y la Constitución de Bayona,
entonces el movimiento se concentró en un arrebatado impulso —que estuvo muy
lejos de ser unánime— contra los invasores y lo que ellos representaban en
Europa. Y, además, en otro no menos transparente de aprovechar aquellas
circunstancias para dar a la Monarquía una nueva orientación que hiciera
imposible el despotismo ministerial y la humillación que todos estaban sufriendo.
En
la revolución de mayo de 1808 lo que menos interesa es el fenómeno
cantonalista, producto de las circunstancias en que había estallado el
movimiento. Lo decisivo es el deseo de reformas que aparece en los propósitos
de cada una de las Juntas provinciales y, más adelante, en el seno de la Junta
Central Suprema. La sacudida popular había sido tan fuerte, que el reformismo
político y social se convirtió en uno de los objetivos principales de la lucha,
al lado del evidente deseo de mantener la independencia del país. El pueblo,
peor o mejor encuadrado por unos mandos militares dudosos, activo siempre en la
guerrilla, dando sus ardientes pechos en la defensa de las plazas fuertes,
combatía por unos ideales concretos y primarios: por su casa, por su Dios y por
su rey; en definitiva, por el país. Pero sería craso error ignorar el fermento
de renovación social, incluso la tendencia antiaristocrática, que estimulaba a
los garrochistas de Bailén, a los somatenes del Bruch o a los guerrilleros
zaragozanos.
La
élite del país aparecía, por el
contrario, dividida en cuatro grandes direcciones: los que aceptaban —y eran
los menos— el estado de cosas anterior al movimiento de mayo; los que habían
acatado a José Bonaparte y consideraban que el mejor régimen para España
descansaba en la incitación de la Francia napoleónica (se les llamó
afrancesados); los tradicionalistas, que buscaban la panacea de la reconstitución
estatal en el respeto de los antiguos moldes de la Monarquía (ya fueran
foralistas, ya centralizadores); en fin, los reformistas, que, combatiendo a
los franceses por invasores, creían en la oportunidad de la redacción de una
Carta constitucional de corte revolucionario: intelectuales, curas de abolengo
más o menos jansenista, grandes propietarios y parte de las clases. medias de
la periferia peninsular.
El
apoyo inglés y el desarrollo de las circunstancias —el ataque de la Grande Armée entre 1809 y 1812—
favorecieron los propósitos del último grupo. Obtuvieron la reunión de unas
Cortes generales en Cádiz, entregadas incondicionalmente a su causa. En ellas,
sucesivamente, proclamaron la soberanía nacional y la libertad de imprenta y
dieron al país la Constitución de 1812, más española en el fondo de lo que
parece en la forma. Las divergencias de criterio sobre muchos puntos discutidos
en la asamblea gaditana coagularon las principales corrientes de opinión: unos
fueron llamados serviles, otros liberales. La controversia sobre la
supresión del Santo Oficio —la primera polémica pública sobre el pasado de España—
abrió un foso insalvable entre ambos bandos, sobre todo cuando el episcopado se
opuso de modo tajante a admitir aquella medida.
La
expulsión de los franceses de España y el retorno de Fernando VII (1814-1833)
coincidieron en plantear una delicada situación política. En la pugna entablada
entre liberales y serviles, el monarca optó por la solución más cómoda: la
restauración del puro absolutismo, desoyendo no sólo las exigencias liberales
(lo que era lógico en aquel momento), sino también las demandas de los persas, realistas de cuño
tradicionalizante, pero partidarios de algunas reformas en la Monarquía que
evitaran el despotismo ministerial. La decisión del rey arrojó a los liberales
al seno de las sectas secretas, en filas cuales se concertaron con los
oficiales del ejército que habían regresado de las cárceles francesas o con los
jefes de los guerrilleros. Ambos grupos habían sufrido hondo desengaño al ser
rechazados a posición secundaria, mientras se daban las prebendas a los
supervivientes del Viejo Régimen, entusiastas godoyistas que habían sido
vapuleados por las tropas napoleónicas. Así, en el seno de la masonería y del
carbonarismo, males endémicos de la época, se preparó la larga etapa del ejército
liberal en España.
En
1820, después de varias intentonas frustradas, los oficiales de esa tendencia
lograron pronunciar contra el absolutismo a las tropas que, en Andalucía,
esperaban el embarque para América. Nombres y episodios carecen de importancia.
El hecho evidente es el triunfo del movimiento en las guarniciones de la
periferia, la defección final del ejército del Centro y la aceptación por el
monarca de la Carta constitucional de 1812. En el seno de la Europa atónita,
España se convirtió en faro de la revolución liberal, del que partieron los
rayos que encendieron movimientos análogos en Portugal e Italia. Pero excepto
en las masas urbanas, el país continuó adscrito a su credo tradicional. Ello
explica la intrascendencia de la batalla política que libraban en Madrid las
dos nacientes ramas del árbol del liberalismo español: los doceañistas y los exaltados.
Mientras tanto, el campo del norte de España daba prueba de creciente
intranquilidad, la cual desembocó en el levantamiento realista del verano de
1822, especialmente violento en Navarra y Cataluña. Aquí quedó constituida una
regencia, la de Urgel, cuyo programa se remonta no ya al caprichoso absolutismo
de la última experiencia fernandina, sino a la tendencia reformista y foral del
Manifiesto de los persas de 1814.
Con
los exaltados en el poder, el
constitucionalismo perdió la simpatía de los terratenientes y de los nobles —amenazados
en sus derechos señoriales— y de los burgueses. Algunos capitalistas se vieron
amenazados por los primeros conatos de agitación obrera que registró la historia
de España. Bastó, pues, un simple paseo militar —el del ejército francés
denominado los Cien Mil Hijos de San Luis— para desmontar el aparato de la
segunda experiencia constitucional en España (1823). De nuevo los liberales
conocieron una oleada de persecución y depuraciones, réplica aguda a las que
ellos mismos acababan de ejercer. La mayoría partió para el exilio, siguiendo
el ejemplo de tantos otros movimientos políticos españoles. Pero el de 1823
tuvo especial relieve, porque los constitucionalistas eran gente joven, deseosa
de novedades. Y entre otras cosas, descubrirían el movimiento romántico en su
plenitud creadora. En Francia y, sobre todo, en Inglaterra, el liberalismo y el
romanticismo se dieron la mano, y así habían de regresar a España en 1833.
Mientras
tanto, en la Península algo había cambiado en el seno del partido realista. La
fracción más importante del mismo, dirigida por el audaz grupo de los «apostólicos»,
empezó a desconfiar de Fernando VII. Se le reprochaba su excesiva indulgencia respecto
a los elementos moderados del ejército; el crédito que daba a los altos
funcionarios del Estado de tendencia afrancesada; la negativa a admitir en
bloque a los oficiales y tropa del voluntariado realista de 1822-1823; su
posición suspecta en cuanto a rehabilitar el tribunal del Santo Oficio. Este
grupo puso sus ojos en la persona de Carlos de Borbón, hermano y probable
sucesor de Fernando VII. Esperaban que aquél acogería la integridad de su
movimiento, empeñado ahora de modo concreto en la defensa del ideal católico
español y una forma absoluta de gobierno compatible con la tradición foral del
país. La ruptura entre Fernando VII y los apostólicos acaeció en 1827, con
motivo del alzamiento catalán de los «malcontents» (agraviados). Desde este
momento se dibujó el partido carlista, mientras en las altas esferas se buscaba
ansiosamente una fórmula que permitiera gobernar entre los grupos extremistas:
carlistas, de un lado; liberales, de otro. No queriendo caer ni en un sistema
ni en otro, Fernando VII prefirió ir gobernando dictatorialmente, apoyándose en
una burocracia «ilustrada», que le era muy afecta, y cuyos tentáculos
alcanzaban, de un lado, a los banqueros afrancesados en el exilio, y, de otro,
a los industriales del algodón de Barcelona, a los comerciantes de Cádiz y,
también, a no pocos grupos de emigrados liberales moderados.
El
liberalismo moderado —o sea, la libertad bien entendida— era, precisamente, la
fórmula que apoyaba la burguesía de las ciudades del litoral y los hombres de
negocio que empezaban a surgir en Madrid al compás del incipiente desarrollo de
la economía nacional. Por esta causa, la inclinación de la Corte hacia el bando
moderado liberal no sólo representó una actitud de defensa de los derechos
sucesorios de la recién nacida princesa Isabel (1830), sino una tendencia de la
burocracia fernandina a orillar el violento choque que se presentía entre
exaltados y carlistas. La proclamación de Isabel como heredera de la Corona no
fue, pues, el resultado de un mero cabildeo cortesano. La burguesía festejó en
todas partes el acontecimiento con singular aplauso.
El
levantamiento carlista de 1833, muerto ya Fernando VII y en la regencia del
Estado su viuda María Cristina de Borbón, se localizó en las regiones donde era
más vivo el espíritu foral y los campesinos gozaban de relativa independencia
económica: Vascongadas, Navarra, Aragón y Cataluña. Ello obligó al gobierno a
acentuar sus disposiciones liberales. El poder fue confiado a los moderados
(liberales doceañistas más burócratas ilustrados), los cuales creyeron hallar
la panacea a los conflictos que dividían el país promulgando el Estatuto Real,
especie de Carta otorgada que, salvaguardando el principio monárquico, permitía
la intervención de las clases adineradas en el gobierno del país. Este era,
precisamente, el ideal burgués; de forma que el Estatuto fue recibido con
emocionada gratitud por esta clase social, que entraba en una época de franco
empuje con la introducción de las primeras máquinas de vapor (Barcelona, 1833).
Pero el régimen moderado previsto por ese instrumento legislativo se frustró
ante la virulencia de las pasiones desatadas por la guerra civil que asolaba el
Norte de España. Mientras los carlistas tenían en jaque a las desorganizadas
columnas del ejército cristino, en las principales ciudades sobrevenían feroces
explosiones anticlericales, motivadas por oscuros resentimientos seculares y la
propaganda demagógica de los liberales exaltados. En 1834 y 1835 numerosos
conventos fueron quemados y saqueados y sus moradores acosados y, en algunos
casos, asesinados. Lo mismo aconteció en los grandes monasterios que todavía
dominaban la vida rural del país. Pero en este caso es más comprensible la
actitud de los campesinos, cuya vida había sido muy dura en los últimos tiempos.
Aprovechando
esta situación, el ministro Mendizábal puso en práctica una idea, albergada ya
por los burócratas de la época de Carlos III y Carlos IV y vivamente defendida
por la familia liberal desde 1812 en las Cortes de Cádiz: la desamortización de
los bienes del clero. Esta medida (1837) tiene la mayor importancia en el
cuadro de los sucesos político-sociales del siglo XIX. Pudo ser una verdadera
reforma agraria, que estabilizase la suerte del campesino castellano, extremeño
y andaluz, y se limitó a ser una transferencia de bienes de la Iglesia a las
clases económicamente fuertes (grandes propietarios, aristócratas y burgueses),
de la que el Estado sacó el menor provecho y los labradores gran daño.
Consecuencias inmediatas de esa medida fueron la consolidación del régimen
liberal (los conservadores, compradores de bienes nacionales, se vincularon por
interés a la causa de Isabel II) y la expansión del neolatifundismo, mucho más
poderoso y, sobre todo, más egoísta que el creado durante los siglos XIII a XV.
Un
nuevo corrimiento hacia la izquierda —provocado por unos sargentos en La Granja—
iluminó la Constitución de 1837, una de las más liberales de la época. Fue
expresión de la inquieta minoría progresista (antiguos exaltados), que contaba
con la adhesión de unos cuantos intelectuales, de varios jefes de alta graduación
militar y de las masas del recién nacido proletariado industrial. Algunos éxitos
alcanzados en la guerra civil, subsiguientes a la desmoralización del partido
carlista, hicieron del progresismo, que ofrendaba al país la pacificación
(Convenio de Vergara, 1839), un partido decididamente ambicioso. Su jefe, el
general Espartero, se vio con arrestos para enfrentarse con la regente y
obtener la renuncia de María Cristina. Ésa fue, en esencia, una victoria del
bajo pueblo —concretamente, de los obreros y menestrales barceloneses— contra
la burguesía urbana. Pero en la escena política española levantó el telón sobre
un episodio no previsto: el gobierno de los espadones. Puesto que nadie tenía
autoridad —ni la Corona, ni los partidos, ni el pueblo— alguien había de
ordenar el gobierno respaldándolo con las bayonetas del ejército. Y en este
punto, con Espartero, empezó la trayectoria del militarismo romántico español,
esmaltado con numerosos y a veces sangrientos pronunciamientos.
El
gobierno de los progresistas y de Espartero (1840-1843) no fue convincente.
Sobre todo, la burguesía de Barcelona no podía perdonarle el apoyo que en él
hallaban los obreros, ni éstos le exculpaban del incumplimiento de sus
promesas. En aquel entonces, la vitalidad económica de la capital de Cataluña
la había convertido en punta de flecha del dinamismo político español. La
situación degeneró muy pronto en abierta oposición entre la Regencia y los
barceloneses, cuya ciudad fue bombardeada por las tropas del gobierno (1842).
Ello provocó, al año siguiente, la caída de Espartero, pues la misma Barcelona
se erigió en adalid de la facción que, al socaire del pronunciamiento de Torrejón
de Ardor (1843), había de dar el poder a los elementos modelados. Cataluña salió
desilusionada de la prueba: había creído poder dirigir la política española a
través de una Junta General y se encontró sitiada, vencida y amordazada por un
permanente estado de guerra. La única compensación fue que, en estas
circunstancias, la burguesía se vio con las manos libres para industrializar la
región.
El
gran período moderado (1844-1868) fue, políticamente, una época gris. Bajo la égida
de la Constitución de 1845, lógicamente conservadora y censitaria, los
gobiernos se fueron sucediendo, presididos realmente o tras cortinas por el
general Ramón Narváez, el espadón del moderantismo. Cuando le pareció
necesario, no vaciló éste en acudir a los procedimientos de una dictadura
larvada en los mismos pliegues de los artículos constitucionales. El episodio
de la Vicalvarada (1854), un pronunciamiento de abolengo liberal, entrañó una
consecuencia inesperada: la brusca aparición de las masas urbanas en la escena
política española, en un movimiento cuya amplitud sólo puede medirse por el
precedente de 1808. Esto dio lugar a una nueva y breve experiencia progresista,
reflejo del movimiento democrático europeo de 1848. Los hechos más interesantes
de esta etapa fueron el desencadenamiento de una inesperada oleada de prosperidad,
a causa de la guerra de Crimea y de la flexión al alza de la coyuntura, y la
aparición de movimientos obreros ampliamente organizados. Cataluña asistió a la
primera huelga general, declarada por los trabajadores para arrancar del
gobierno —donde de nuevo se hallaba Espartero— el derecho de asociación (1855);
Andalucía y Castilla contemplaron extensas manifestaciones de campesinos, en
son de protesta por la terrible condición en que habían caído desde que la
Iglesia había perdido sus bienes y éstos habían pasado a manos de capitalistas
sin escrúpulos. El gobierno de Espartero no pudo resistir ni las presiones de
base ni las intrigas de altura. Y así se esfumó el bienio de la Vicalvarada.
La
reacción subsiguiente fue frenada por la devoción liberal del ejército, que
facilitó una nueva apertura política, intermedia entre progresistas y
moderados: la Unión Liberal, en la que brilló la estrella del general Leopoldo
O'Donnell. Los unionistas estimaban representar la verdadera tradición del
moderantismo liberal frente a las desviaciones conservadoras de Narváez y su
equipo. En realidad, estas disputas constituían un entretenido juego
personalista, en que se dirimían ambiciones de bajo cuño, estimuladas por la
desgraciada intervención de Isabel II y sus consejeros en la vida política. El
país se mantuvo ausente de esta farsa. Se cuidaban de dar testimonio de él los «caciques»,
intermediarios políticos entre el pueblo y el Estado, surgidos al calor de la
atonía de la masa neutra, o sea de aquellos que nada tenían a ganar jugando las
cartas de la reforma o las de la reacción. El balbuciente parlamentarismo español
había de contar con los caciques para hacer verosímil el supuesto palenque
constitucional.
En
otros aspectos, resulta mucho más interesante la actuación de la generación
moderantista isabelina. En primer lugar, garantizaron el nuevo orden agrario,
llegando a un acuerdo con el Papado sobre la expropiación de los bienes del
clero (Concordato de 1851); el Estado, o sea la generalidad de los españoles,
se comprometía a sostener el culto y a los eclesiásticos mediante una retribución
anual. Luego favorecieron la desmembración de los bienes de propios y comunes —base
de la economía de muchos municipios rurales— a lo largo de una costumbre jurídica
fundada en especiosos textos legales. Con esta redistribución de la propiedad,
se duplicó la superficie cultivada, de modo que el país contó de momento con
suficientes recursos alimenticios, pero sin que ello contribuyera a mejorar el
nivel de vida y la situación social de la gran mayoría del campesinado. Por el
contrario, el rapidísimo auge de la población creó una creciente masa de
proletariado agrícola, sobre todo en Andalucía (braceros) y en Extremadura
(yunteros). Soluciones específicas al problema agrario, como la de convertir en
regadío los terrenos de secano, no pudieron aplicarse en gran escala a causa de
la falta de capitales. No obstante, a esta época corresponden las primeras
grandes iniciativas de una política hidráulica eficiente (canal de Urgel,
1860).
La
misma escasez de capitales comprometió el porvenir de la red ferroviaria española.
Desde 1840 este asunto sirvió de base a procelosas fintas financieras, en que
anduvieron emparejados la banca, la política y el capital extranjero. Las
primeras instalaciones corrieron a cargo de compañías locales, que tendieron
tramos de rendimiento seguro (Barcelona a Mataró, 1818). Pero para el
establecimiento de la red territorial fue preciso contar con más poderosas
inversiones. Así acudieron los capitales extranjeros, guiados por los Rotschild
o los Pereyre: franceses, belgas e ingleses. Con este dinero pudo construirse
parte de la vía férrea española; el resto procedía de Cataluña. Pese a los
errores económicos cometidos, el ferrocarril vinculó a las regiones españolas
con más fuertes lazos que los del liberalismo centralista de cuño francés. El
nuevo sistema de comunicación permitiría desde 1880 el trasiego de poblaciones
en gran escala y afirmaría la mutua relación entre el proteccionismo cerealista
castellano y el proteccionismo industrial catalán. Criterio contrario al
prevaleciente en la Europa coetánea, pero absolutamente necesario para evitar
desastrosos hundimientos del precio de los cereales o de los tejidos.
La
industria ligera, en efecto, se afirma en Cataluña siguiendo la estela de la
textil algodonera. Una industria casi doméstica, dispersa, poco racionalizada,
pero llevada hacia adelante con enormes sacrificios individuales e
inquebrantable voluntad de triunfo. El vapor se impone en todo el país,
provocando un tirón de la gente del campo hacia la ciudad. Barcelona crece
desordenadamente, en medio de asonadas y bullangas. En cambio, la industria
pesada choca con mayores dificultades, ya que la hulla y el hierro están lejos
y son muy insuficientes. Algunos establecimientos aparecen en la ciudad, en un
alarde de entusiasmo creador. Pero ya para aquel entonces los principales
centros de la industria pesada española se sitúan a lo largo de la costa cantábrica,
en Asturias y Vizcaya, donde la abundancia de hulla y mineral de hierro,
respectivamente, explican el funcionamiento de altos hornos y fundiciones de
metal.
Los
gobiernos moderados isabelinos prestaron relativo interés al equipamiento
industrial. El país, por otra parte, sólo pedía al gobierno que se inmiscuyera
lo menos posible en la vida económica, excepto para garantizar su futuro contra
la competencia extranjera. En cambio, aprovecharon el apaciguamiento de las
discordias civiles para darle una nueva estructura administrativa. Ellos
fijaron las bases de la hacienda, de la instrucción nacional y del orden público.
Sobre todo causó época la fundación de la Guardia Civil (1844). Ella mantuvo el
orden en el campo y en la ciudad, no sólo contra bandoleros y criminales,
contrabandistas y salteadores, sino contra los campesinos sublevados por años
de miseria y los obreros mediatizados por leoninas condiciones laborales.
Hacienda, instrucción, gobierno, milicia, dieron vida y eficacia a la
organización provincial, nacida en 1833 como instrumento de combate contra el
carlismo. La provincia fue la quintaesencia del liberalismo centralizado. En
ella acabó de moldearse la mentalidad del funcionario público, que en esta época
no brilló precisamente por su ilustración e integridad. El funcionario cesaba a
cada cambio de gobierno y había de aprovechar su gestión para equilibrar el
futuro presupuesto El régimen moderado sucumbió a causa de la falta de grandeza
en sus ideales internos y externos. La guerra de Marruecos (1859), la titulada
pomposamente del Pacífico (1861), la intervención en México (1861), fueron
campañas de propaganda patriótica, que ocultaban tremendas impreparaciones
militares. La sistemática negativa a ensanchar sus horizontes, la eliminación
perseverante de toda posibilidad de cambio, a derecha o a izquierda, la corrupción administrativa, la frivolidad
del Trono, redujeron el partido a unos cuantos hombres ya gastados y a una
escueta estructura burocrática. Su caída, provocada por el ejército, todavía
liberal, arrastró consigo a la realeza, con la cual ni los mismos prohombres
del grupo conservador —Cánovas del Castillo, entre ellos— se avenían ya a
tratar. Pero el pronunciamiento de 1868, triunfante en el Puente de Alcolea,
alcanzó un desarrollo mucho más lejano de lo previsto por sus adalides: Prim,
Serrano, Topete. El movimiento de la «España con honra» desembocó en un
levantamiento revolucionario general, que intentó una experiencia singular en
la vida española del siglo XIX: dar al país la posibilidad de gobernarse a sí
mismo. Tal fue el sentido profundo de la Revolución de Septiembre.
La
primera experiencia democrática realizada por España puso de relieve la buena
voluntad de una minoría y la indisciplina del pueblo, sometido a presiones
mucho más tremendas que las que requerían su intervención como simple
coeficiente en la vida pública a través del sufragio universal. Aparte el nuevo
brote de carlismo, que afectó a Navarra y Cataluña como herencia directa de la
insatisfacción del campesinado católico del Norte, los gobernantes tuvieron que
luchar con el ambiente de bandería que machacaba toda acción conjunta, con la
pereza mental de la burocracia y con el infantilismo místico de nuevas ideologías
acrecidas al calor de una inesperada libertad. En pocos años el federalismo se
adueñó de la costa mediterránea y andaluza, mientras le seguía en pos el
extremismo obrerista, reflejo de la Primera Internacional. Esta corriente debía
hallar entre los braceros andaluces y un grupo de obreros catalanes una franca
acogida. Sobre ellos había ya caído la doctrina de Proudhon, a través de las
obras de Pi y Margall.
Del
Gobierno Provisional, con Juan Prim, a la monarquía de Amadeo de Saboya (1871 a
1873), con ineficaces y puntillosos ministros a su servicio; de esta monarquía
a la Primera República, el país conoció un vértigo político condigno de su
exaltación y de los problemas que realmente experimentaba, sobre todo, el
agrario y el obrero. Las soluciones se agotaron en escasos meses, hasta
desembocar en el frenesí cantonalista, ápice del federalismo pimargalliano y
contramarca del foralismo carlista. Después de tan manifiestas divergencias, en
plena guerra civil en la Península y en Cuba, sólo era posible arbitrar una fórmula
que hiciera un Estado viable y capaz de cobijar imparcialmente a todos los españoles:
la monarquía legítima, ampliamente constitucional. Esta fue la idea que
preconizó Antonio Cánovas del Castillo y que impuso después de la liquidación
de la República por el golpe de Estado de Pavía (1874), con la restauración de
los Borbones en la persona de Alfonso XII.
La
Restauración fue, esencialmente, un acto de fe en la convivencia hispánica. Aún
hoy cabe admirar el tacto con que se procedió a la redacción de la Carta
constitucional de 1876, la imparcialidad que presidió la redacción de los
grandes códigos legales: el Código civil, la Ley Hipotecaria, las leyes de
Enjuiciamiento civil y criminal. Cánovas quiso hacer un Estado legal, no
arbitrista, respaldado por las fuerzas vivas del país: propietarios agrícolas,
industriales y burgueses, y por un ejército sin veleidades de pronunciamiento.
Su política fue, pues, conservadora, sin más concesiones que las necesarias
para dar al juego parlamentario una vertebración dialéctica activa, pero
limitada a intereses no trascendentes. El hecho de que obtuviera la colaboración
del antiguo jefe liberal P. Mateo Sagasta para establecer un turno pacífico en
el poder no hace más que acreditar su sagacidad de estadista.
Coincidiendo
con la gran etapa de expansión burguesa, la Restauración prestó un impulso
decidido al equipamiento industrial. Partiendo de la legislación librecambista,
impuesta en 1869 por el ministro Figuerola, el país salió del atolladero a que
lo había conducido el proteccionismo en la década anterior. Con tal medida, se
abrieron las riquezas minerales de la Península a la voracidad de las finanzas
extranjeras, y el cobre, el plomo y el hierro fueron embarcados con destino a
Francia, Inglaterra y Bélgica. Pero era preciso empezar de nuevo, y a nadie
puede acusarse de pensar con su época en bien del país. De esta manera se pudo
hacer frente a la instalación de nuevos ferrocarriles, al desarrollo de los
servicios públicos, a la ampliación de la industria textil catalana y a la
creación e inverosímil expansión del complejo industrial y financiero de
Vizcaya. Gracias a los beneficios obtenidos con la venta del mineral de hierro,
los vascos subieron en veinte años al primer puesto hispano en la industria
pesada, el transporte marítimo y la banca. Por su parte, la potencialidad
financiera catalana quedó plasmada en la Exposición Internacional de 1888 y en
el desbordamiento de Barcelona fuera de sus muros medievales. Pero este auge
estuvo siempre limitado por un factor importante: el de la escasísima capacidad
de consumo de la masa agraria. De aquí la exigencia de medidas proteccionistas,
el exiguo acrecentamiento de los capitales, la imposibilidad de reconversiones
e instalaciones industriales de nueva planta en gran escala. Pero contra
aquella barrera se estrellaron tanto los denodados esfuerzos del Fomento del
Trabajo Nacional de Barcelona, bastión de la alta burguesía catalana, como los
desinteresados proyectos de unos cuantos intelectuales: tal Joaquín Costa. El
campo movilizó con una gran parsimonia sus efectivos, introduciendo una fatal
cuña en el seno de la vida económica española.
La
pasividad campesina —mantenida, desde luego, por Cánovas— explica que la
Restauración tuviera que recurrir a la ficción legal para mantener el mecanismo
parlamentario que la centraba. Sin o con sufragio universal, un pueblo de
esquilmados agricultores había de desinteresarse de la cosa pública,
concentrando sus esfuerzos en una lucha directa, estéril y agotadora, para
obtener mayores retribuciones para su trabajo. Esta es la principal causa del
desarrollo del caciquismo en este período. La superestructura general española
preconizada por Cánovas quedó minada por su base, durante una generación, por
una primaria organización tribal, ajena por completo a las grandes exigencias
nacionales, y, lo que es más, insegura, pronta a levantarse al lado del primer
agente provocador o del primer propagandista subversivo.
El
activismo español floreció grandemente bajo la capa reposada de la Restauración.
En primer lugar, activismo intelectual. Aparecieron grupos que no se sintieron
satisfechos tal como España era, no ya en el aspecto político, secundario para
ellos, sino en su esencia histórica y en sus relaciones con la cultura europea.
Uno de ellos fue el equipo de la Institución Libre de Enseñanza, fundada por
Giner de los Ríos y otros discípulos y admiradores de Sanz del Río, quien había
introducido en España la filosofía de Krause. La intelligentsia krausista preparó la intelectualidad española
insatisfecha del siglo XX, deseosa de nuevos horizontes científicos, de
incorporarse a Europa. Antitradicionalista, para ella España era un mundo
incomprendido, que debía rehacerse no según la tradición católica, sino con las
líneas apenas esbozadas de un pasado singular; europeizante, volcó sobre
Castilla el aluvión de novedades librescas, en especial germánicas, que
renovaron y revolucionaron las cátedras universitarias; nacionalista, practicó
un credo castellanizante, que, como Olivares, tendía a confundir España con
Castilla. Otro grupo fue el catalanista, heredero del provincialismo del siglo
XVIII, del espíritu literario de las promociones románticas y de la debacle
moral del federalismo y del carlismo. El catalanismo no negó a España en cuanto
a realización histórica; negó la interpretación que de esta historia había dado
el liberalismo centralizante, el ajuste de la marcha del país al ritmo de
Castilla y las consecuencias políticas y económicas que se desprendían de tales
hechos. Por esta causa, negativo en cuanto a la tónica de la Restauración, el
catalanismo fue, desde sus primeros años,
un movimiento de juvenil optimismo, expresado con mentalidad e idioma distintos
al castellano, pero no por ello menos necesariamente hispánicos, Otra fuente de
activismo la constituyó el movimiento proletario. Este fenómeno acaeció en el
país como irradiación de la corriente socialista general europea, con las
variantes propias de las circunstancias económicas y de la idiosincrasia de las
masas obreras españolas. Desde 1830 aparecieron en Cataluña sociedades de
resistencia entre los obreros de la industria textil, las cuales tuvieron una
vida incierta, más o menos complicada por las alteraciones políticas de la época.
El momento de mayor auge del societarismo catalán corresponde a 1854-1855. El ímpetu
ideológico subversivo fue una adaptación del utopismo de un Cabet y, sobre
todo, del individualismo antiestatal proudhoniano. Ello explica la aceptación
del credo bakuniniano, difundido por Fanelli, discípulo de Bakunin, en 1869, y
la fundación en Barcelona de la Federación Regional Española de la
Internacional (1870), de declarada tendencia anarquista. Esta corriente se
difundió por Valencia, Murcia y Andalucía, mientras que el grupo madrileño se
orientaba, conforme a un espíritu burocrático y ordenancista, hacia la posición
autoritaria marxista. Disuelta la Internacional en 1874, este último grupo
engendró, sucesivamente, el Partido Socialista Obrero Español (1879) y la Unión
General de Trabajadores (1888). Su organizador fue Pablo Iglesias. El
socialismo logró escasos adherentes en la periferia mediterránea y andaluza; en
cambio, los obtuvo en la zona de la industria pesada del Norte (Vizcaya y
Asturias). En Cataluña, Valencia y Andalucía continuó prevaleciendo el ideal
sindicalista, pero sobre él se sobrepusieron grupos de anarquistas de varias
procedencias, dispuestos a liquidar el mundo burgués mediante actos de
violencia personal. Entre 1892 y 1897 Barcelona fue teatro de una endémica
manifestación terrorista, que mucho antes de la guerra callejera de 1917 a 1922
le dieron triste fama en los anales del subversivismo mundial. Esta expansión
anarquista costó la vida a don Antonio Cánovas, primero de los presidentes del
Consejo que había de ser inmolado en el ara de la batalla social.