sábado, 6 de abril de 2013

12.El ápice medieval


El ápice medieval
 

            En las cinco décadas que cabalgan entre los siglos XIII y XIV los pueblos de España vivieron el período culminante de su historia medieval —en términos más modernos, alcanzaron la fase dorada del patriciado urbano—. Ciertamente no puede hablarse de un período de paz; pero tampoco de graves complicaciones bélicas. La Corona de Aragón continuó empeñada en su política de expansión mediterránea; Castilla se situó vigilante en el Estrecho de Gibraltar, al objeto de evitar un nuevo asalto de la morisma en el país. Sus empresas, mucho menos brillantes que las de Aragón y Cataluña, fueron tan tenaces y costosas como aquéllas.
            En el Mediterráneo, Jaime II de Aragón (1287-1327) firmó la paz con sus adversarios, el Papado y Francia, primero en Agnani (1295) y luego en Caltabellota (1302). La base del arreglo fue reconocer la soberanía de la Corona de Aragón sobre las islas de Córcega y Cerdeña y el trono de Sicilia en la persona del hermano de aquel monarca, Federico. La conquista de Cerdeña se retrasó hasta 1327, y con ella se inicia la posesión de la estratégica ruta de las Islas (Baleares, Cerdeña, Sicilia) por parte de los catalanoaragoneses. Entre una y otra lucha, el mundo asistió a las proezas de los almogávares en el Imperio bizantino, al que defendieron contra las primeras agresiones de los otomanos (1302-1305), y a su establecimiento como señores de los ilustres ducados de Atenas y Neopatria (1311-1388), que así se convirtieron en retazos del feudalismo catalán en el mismo solar de las grandes gestas de la Antigüedad clásica. Este momento heroico de la Corona de Aragón corresponde a una intensificación de su política peninsular. Jaime II practicó como ningún otro rey de la Casa de Barcelona un claro intervencionismo hispánico, ora ayudando a los monarcas de Castilla (como en la empresa de defender el Estrecho), ora aprovechándose de sus frecuentes dificultades internas para hacerse ceder porciones de territorio fronterizo. El caso más sobresaliente es la adquisición de la parte alicantina del actual reino de Valencia, incluida la ciudad de Cartagena, por el tratado de Agreda de 1304.
            Mientras tanto, en Castilla se vigilaba a los benimerines, cuyo poder había sustituido al de los almohades en Marruecos. Los musulmanes cruzaban el Estrecho de Gibraltar con suma facilidad, pues al otro lado se les abrían los puertos de Gibraltar, Algeciras y Tarifa, y, detrás de ellos, las feraces tierras de la Baja Andalucía. En la retirada podían confiar con el apoyo de los granadinos, siempre que éstos no temieran más su alianza que su enemistad. En todo caso, el problema de la frontera bética y el de la marítima obligaron a Castilla a no desmayar ni un momento. El mar fue vigilado a menudo por catalanes, portugueses y, sobre todo, por genoveses. A estos últimos se les debía, en realidad, la apertura del Estrecho gracias a la actuación del almirante Zacharías, en tiempo de Alfonso X. Las tropas castellanas, después de reiteradísimos esfuerzos, se adueñaron de Tarifa y Algeciras. Gibraltar fue tomada y perdida. En fin, no hubo descanso hasta el éxito obtenido por Alfonso XI a orillas del Salado en 1340. Esta batalla clausura la época de las invasiones en España, iniciadas por los almohades dos siglos y medio antes.
            Tal es la realidad superficial de los hechos. Su intimidad estructural es mucho más interesante y reveladora. En primerísimo lugar, los pueblos hispánicos aparecen fatigados por el gran esfuerzo militar y repoblador realizado en la primera mitad del siglo XIII. La misma generación que tomó Sevilla y Mallorca tuvo que encargarse de poblar Andalucía, las Baleares y el reino de Valencia. Por desgracia, las cifras fallan; pero se comprende fácilmente el retroceso que experimentó la Península cuando, hacia 1270, después de la expulsión de los moriscos andaluces y de la reducción y huida de sus congéneres valencianos, fue preciso que el país marchara con menos hombres y menos capacitados. El problema se resolvió ocupando unos las propiedades y los oficios mejores, y dejando otros los campos lares, siempre que los señores consintieran en ello. Esta convulsión demográfica alteró el ser de la sociedad castellana: feudalizó la Meseta Norte, vació de humanidad las tierras de Castilla la Vieja, dio prepotencia a los caballeros en los concejos castellanos y armó de codicia a los nobles afincados en Andalucía. En la Corona de Aragón, fue Cataluña quien más sufrió las consecuencias de la rápida colonización de las tierras del Sur. Sus hombres llegaron a establecerse hasta en Murcia, a pesar de ser ciudad castellana. Si a ello añadimos la repoblación de las Baleares y las empresas bélicas en el Mediterráneo, comprenderemos también el cansancio que revelan las acciones catalanas después de la generación de los hijos de Pedro el Grande. Pero a diferencia de Castilla, en Cataluña el peso del patriciado urbano era tan considerable que salvó el bache del confusionismo social creado por el desplazamiento de poblaciones. Barcelona, Perpiñán, Valencia y Palma de Mallorca, centran las nuevas articulaciones sociales. Pero no debe olvidarse ni la refeudalización del campo, con la constitución de la payesía de remensa, en Cataluña, y de los foráneos, en Mallorca, ni tampoco la tensión creada por la nobleza que se ha beneficiado, como en Castilla, de la distribución de tierras.
            Los caminos de la vida económica fueron también muy distintos en la Corona de Aragón y Castilla. La guerra contra Francia suscitó en Cataluña la gran industria textil lanera, con una producción destinada a satisfacer los nuevos mercados peninsulares y, sobre todo, la venta en Cerdeña, Sicilia y Africa del Norte. A los paños añadían los catalanes el comercio de las especies y la exportación de hierro labrado, corales y cueros. Todo ello aumentó la producción y contrarrestó las tendencias inflacionistas provocadas por la demanda de bienes de consumo. En cambio, la evolución económica castellana fue completamente distinta. La falta de toda actividad industrial, la existencia de un mercado inextinguible de objetos de lujo, las necesidades del erario público, precipitaron a Castilla en el círculo infernal de la inflación, la alteración monetaria y el déficit permanente de la balanza comercial. Esto obligó a la monarquía —pese a las medidas de protección decretadas por Alfonso X— a admitir la presencia de negociantes extranjeros en las principales ciudades y a compensar la salida de moneda organizando el comercio de la lana. Ésta fue la gran solución: establecer la fiscalidad de la monarquía sobre los rebaños trashumantes, que los grandes vacíos de humanidad en ambas mesetas hicieron, nutridos, en el mismo momento en que Flandes e Italia se convertían en grandes compradores de lana. Así nació la Mesta, preparándose de esta manera la dramática paralización de la agricultura castellana. El tráfico lanero hizo muy pronto la fortuna de Burgos, convirtió la flota cantábrica en un instrumento del poderío marítimo castellano y estimuló el nacimiento de industrias textiles que, de no haber sido ahogadas por los intereses de la nobleza, es muy posible que hubieran dado lugar a un florecimiento económico capital en los siglos XV y XVI.
            Pero para financiar las necesidades de la monarquía, incapaz de sujetarse a sus ingresos, los reyes de Castilla tuvieron que acudir a la bolsa de los judíos. En Italia y Francia hacía dos siglos que los hebreos habían sido eliminados del mercado de dinero; en Cataluña, uno. En tales países las operaciones de crédito habían sido absorbidas por los banqueros. En Castilla, en cambio, los judíos continuaron prevaleciendo, de acuerdo con la escasa madurez capitalista de su economía. Reyes, nobles, órdenes Militares, comunidades eclesiásticas, concejos, tuvieron que caer bajo las leoninas condiciones de los hebreos. No puede censurárseles que las impusieran, por las dificultades de la percepción de los tributos que se les confiaban y la mala fe de unos y otros en el pago de lo estipulado. Rueda necesaria en la política económica del momento, los judíos ricos se atrajeron el odio de los obispos y los aristócratas, quienes, además, lo comunicaron a las simples gentes de las ciudades contra las laboriosas comunidades judías. Bastaría una crisis económica profunda, para que el resentimiento acumulado durante generaciones estallara en forma irreparable.
            Esta diferenciación pasional de las sociedades urbanas nada tiene que ver con la armonía que en este momento existió entre los intelectuales musulmanes, judíos y cristianos en los principales centros culturales. Es un tópico referirse a la labor de la escuela de traductores de Toledo, sobre todo en época de Alfonso X; por ella pasa un viaducto de la cultura occidental. Pero ya deja de ser tópico, para entrar en polémica viva e hiriente, saber hasta dónde llegó el impacto de la mentalidad judía y musulmana en el seno de la cristiana. La teoría de la triple morada del castellano del siglo XIV parece conformar una estructura espiritual que sólo se dio en casos muy especiales. Pero creemos que no puede negarse que las influencias fueron profundísimas, que el mejor nivel cultural de los judíos y el superior horizonte técnico de mudéjares y moriscos acabaron haciendo mella en resortes elementales de la sociedad cristiana. Así se planteó el más delicado problema que sufrió Castilla hasta comienzos del siglo XVII: el de la asimilación o extrañamiento de las minorías confesionales.

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