El ápice medieval
En
las cinco décadas que cabalgan entre los siglos XIII y XIV los pueblos de España
vivieron el período culminante de su historia medieval —en términos más
modernos, alcanzaron la fase dorada del patriciado urbano—. Ciertamente no
puede hablarse de un período de paz; pero tampoco de graves complicaciones bélicas.
La Corona de Aragón continuó empeñada en su política de expansión mediterránea;
Castilla se situó vigilante en el Estrecho de Gibraltar, al objeto de evitar un
nuevo asalto de la morisma en el país. Sus empresas, mucho menos brillantes que
las de Aragón y Cataluña, fueron tan tenaces y costosas como aquéllas.
En
el Mediterráneo, Jaime II de Aragón (1287-1327) firmó la paz con sus
adversarios, el Papado y Francia, primero en Agnani (1295) y luego en
Caltabellota (1302). La base del arreglo fue reconocer la soberanía de la
Corona de Aragón sobre las islas de Córcega y Cerdeña y el trono de Sicilia en
la persona del hermano de aquel monarca, Federico. La conquista de Cerdeña se
retrasó hasta 1327, y con ella se inicia la posesión de la estratégica ruta de
las Islas (Baleares, Cerdeña, Sicilia) por parte de los catalanoaragoneses.
Entre una y otra lucha, el mundo asistió a las proezas de los almogávares en el
Imperio bizantino, al que defendieron contra las primeras agresiones de los
otomanos (1302-1305), y a su establecimiento como señores de los ilustres
ducados de Atenas y Neopatria (1311-1388), que así se convirtieron en retazos
del feudalismo catalán en el mismo solar de las grandes gestas de la Antigüedad
clásica. Este momento heroico de la Corona de Aragón corresponde a una
intensificación de su política peninsular. Jaime II practicó como ningún otro
rey de la Casa de Barcelona un claro intervencionismo hispánico, ora ayudando a
los monarcas de Castilla (como en la empresa de defender el Estrecho), ora
aprovechándose de sus frecuentes dificultades internas para hacerse ceder
porciones de territorio fronterizo. El caso más sobresaliente es la adquisición
de la parte alicantina del actual reino de Valencia, incluida la ciudad de
Cartagena, por el tratado de Agreda de 1304.
Mientras
tanto, en Castilla se vigilaba a los benimerines, cuyo poder había sustituido
al de los almohades en Marruecos. Los musulmanes cruzaban el Estrecho de
Gibraltar con suma facilidad, pues al otro lado se les abrían los puertos de
Gibraltar, Algeciras y Tarifa, y, detrás de ellos, las feraces tierras de la
Baja Andalucía. En la retirada podían confiar con el apoyo de los granadinos,
siempre que éstos no temieran más su alianza que su enemistad. En todo caso, el
problema de la frontera bética y el de la marítima obligaron a Castilla a no
desmayar ni un momento. El mar fue vigilado a menudo por catalanes, portugueses
y, sobre todo, por genoveses. A estos últimos se les debía, en realidad, la apertura
del Estrecho gracias a la actuación del almirante Zacharías, en tiempo de
Alfonso X. Las tropas castellanas, después de reiteradísimos esfuerzos, se adueñaron
de Tarifa y Algeciras. Gibraltar fue tomada y perdida. En fin, no hubo descanso
hasta el éxito obtenido por Alfonso XI a orillas del Salado en 1340. Esta
batalla clausura la época de las invasiones en España, iniciadas por los
almohades dos siglos y medio antes.
Tal
es la realidad superficial de los hechos. Su intimidad estructural es mucho más
interesante y reveladora. En primerísimo lugar, los pueblos hispánicos aparecen
fatigados por el gran esfuerzo militar y repoblador realizado en la primera
mitad del siglo XIII. La misma generación que tomó Sevilla y Mallorca tuvo que
encargarse de poblar Andalucía, las Baleares y el reino de Valencia. Por
desgracia, las cifras fallan; pero se comprende fácilmente el retroceso que
experimentó la Península cuando, hacia 1270, después de la expulsión de los
moriscos andaluces y de la reducción y huida de sus congéneres valencianos, fue
preciso que el país marchara con menos hombres y menos capacitados. El problema
se resolvió ocupando unos las propiedades y los oficios mejores, y dejando
otros los campos lares, siempre que los señores consintieran en ello. Esta
convulsión demográfica alteró el ser de la sociedad castellana: feudalizó la
Meseta Norte, vació de humanidad las tierras de Castilla la Vieja, dio
prepotencia a los caballeros en los concejos castellanos y armó de codicia a
los nobles afincados en Andalucía. En la Corona de Aragón, fue Cataluña quien más
sufrió las consecuencias de la rápida colonización de las tierras del Sur. Sus
hombres llegaron a establecerse hasta en Murcia, a pesar de ser ciudad
castellana. Si a ello añadimos la repoblación de las Baleares y las empresas bélicas
en el Mediterráneo, comprenderemos también el cansancio que revelan las
acciones catalanas después de la generación de los hijos de Pedro el Grande.
Pero a diferencia de Castilla, en Cataluña el peso del patriciado urbano era
tan considerable que salvó el bache del confusionismo social creado por el
desplazamiento de poblaciones. Barcelona, Perpiñán, Valencia y Palma de
Mallorca, centran las nuevas articulaciones sociales. Pero no debe olvidarse ni
la refeudalización del campo, con la constitución de la payesía de remensa, en
Cataluña, y de los foráneos, en Mallorca, ni tampoco la tensión creada por la
nobleza que se ha beneficiado, como en Castilla, de la distribución de tierras.
Los
caminos de la vida económica fueron también muy distintos en la Corona de Aragón
y Castilla. La guerra contra Francia suscitó en Cataluña la gran industria
textil lanera, con una producción destinada a satisfacer los nuevos mercados
peninsulares y, sobre todo, la venta en Cerdeña, Sicilia y Africa del Norte. A
los paños añadían los catalanes el comercio de las especies y la exportación de
hierro labrado, corales y cueros. Todo ello aumentó la producción y contrarrestó
las tendencias inflacionistas provocadas por la demanda de bienes de consumo.
En cambio, la evolución económica castellana fue completamente distinta. La
falta de toda actividad industrial, la existencia de un mercado inextinguible
de objetos de lujo, las necesidades del erario público, precipitaron a Castilla
en el círculo infernal de la inflación, la alteración monetaria y el déficit
permanente de la balanza comercial. Esto obligó a la monarquía —pese a las
medidas de protección decretadas por Alfonso X— a admitir la presencia de
negociantes extranjeros en las principales ciudades y a compensar la salida de
moneda organizando el comercio de la lana. Ésta fue la gran solución:
establecer la fiscalidad de la monarquía sobre los rebaños trashumantes, que
los grandes vacíos de humanidad en ambas mesetas hicieron, nutridos, en el
mismo momento en que Flandes e Italia se convertían en grandes compradores de
lana. Así nació la Mesta, preparándose
de esta manera la dramática paralización de la agricultura castellana. El tráfico
lanero hizo muy pronto la fortuna de Burgos, convirtió la flota cantábrica en
un instrumento del poderío marítimo castellano y estimuló el nacimiento de
industrias textiles que, de no haber sido ahogadas por los intereses de la
nobleza, es muy posible que hubieran dado lugar a un florecimiento económico
capital en los siglos XV y XVI.
Pero
para financiar las necesidades de la monarquía, incapaz de sujetarse a sus
ingresos, los reyes de Castilla tuvieron que acudir a la bolsa de los judíos.
En Italia y Francia hacía dos siglos que los hebreos habían sido eliminados del
mercado de dinero; en Cataluña, uno. En tales países las operaciones de crédito
habían sido absorbidas por los banqueros. En Castilla, en cambio, los judíos
continuaron prevaleciendo, de acuerdo con la escasa madurez capitalista de su
economía. Reyes, nobles, órdenes Militares, comunidades eclesiásticas,
concejos, tuvieron que caer bajo las leoninas condiciones de los hebreos. No
puede censurárseles que las impusieran, por las dificultades de la percepción
de los tributos que se les confiaban y la mala fe de unos y otros en el pago de
lo estipulado. Rueda necesaria en la política económica del momento, los judíos
ricos se atrajeron el odio de los obispos y los aristócratas, quienes, además,
lo comunicaron a las simples gentes de las ciudades contra las laboriosas
comunidades judías. Bastaría una crisis económica profunda, para que el
resentimiento acumulado durante generaciones estallara en forma irreparable.
Esta
diferenciación pasional de las sociedades urbanas nada tiene que ver con la
armonía que en este momento existió entre los intelectuales musulmanes, judíos
y cristianos en los principales centros culturales. Es un tópico referirse a la
labor de la escuela de traductores de Toledo, sobre todo en época de Alfonso X;
por ella pasa un viaducto de la cultura occidental. Pero ya deja de ser tópico,
para entrar en polémica viva e hiriente, saber hasta dónde llegó el impacto de
la mentalidad judía y musulmana en el seno de la cristiana. La teoría de la
triple morada del castellano del siglo XIV parece conformar una estructura
espiritual que sólo se dio en casos muy especiales. Pero creemos que no puede
negarse que las influencias fueron profundísimas, que el mejor nivel cultural
de los judíos y el superior horizonte técnico de mudéjares y moriscos acabaron haciendo
mella en resortes elementales de la sociedad cristiana. Así se planteó el más
delicado problema que sufrió Castilla hasta comienzos del siglo XVII: el de la
asimilación o extrañamiento de las minorías confesionales.
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