sábado, 6 de abril de 2013

11.Expansión militar en la Península y el Mediterráneo


Expansión militar
 en la Península
 y el Mediterráneo
 

            El hundimiento de la resistencia almohade en la batalla de las Navas de Tolosa (1212) ante el esfuerzo conjunto de castellanos, aragoneses y navarros, inauguró un siglo de grandes conquistas cristianas en territorio musulmán. La supremacía militar de los países del norte de la Península se hizo tanto más dicaz cuanto, finalmente, quedaron aglutinados bajo un mando común sus principales núcleos: Castilla y León, reunidos de nuevo por Fernando III en 1230, y Cataluña y Aragón, en la forma que quedó ya indicada. Los primeros en ocupar la ribera meridional marítima fueron los portugueses (Tavira, 1238); pero correspondió el mayor provecho del desplome del poder almohade a los castellanos, quienes se adueñaron de Andalucía (Córdoba, 1236; Jaén, 1246; Sevilla, 1248; Cádiz, 1250), excepto la región montañosa del Sudeste (Granada). Asimismo, Fernando III logró establecer un protectorado castellano sobre el reino de Murcia (1244), mientras hacia el mismo lugar acudían las tropas catalanoaragonesas, que acababan de expugnar los muros de Valencia (1236) y Játiva. El tratado de Almizra de 1244 entre los dos grandes monarcas reconquistadores, Fernando III y Jaime I, fijó definitivamente la suerte de Murcia en el seno de la corona castellana, aunque poco después, en 1266, fueron las mismas tropas de Jaime I las que conservaron para Castilla la ciudad de Murcia (sublevada contra su yerno, Alfonso X).
            La extraordinaria ampliación de territorios procuró un considerable aumento de poder y de riquezas a las monarquías cristianas. Pero la organización de la conquista fue muy distinta en Andalucía y en Valencia. Allí Fernando III procedió a un reparto de tierras entre los nobles que le habían auxiliado en la empresa, respetando el régimen latifundista prevaleciente bajo los Taifa y la dominación africana. La sublevación de los campesinos musulmanes y su expulsión en 1263 facilitó esta medida, de tanta gravedad para el futuro. Ingentes propiedades pasaron así a poder de la aristocracia del Norte, que desde este momento quedó constituida en uno de los elementos más poderosos del Estado, sin contrapeso alguno por parte de una burguesía, casi inexistente, diluida en las ciudades norteñas. A este fenómeno cabe añadir el predominio de la mentalidad pastoril, dimanante de la trashumancia altomedieval, que en los territorios de las órdenes Militares (Castilla la Nueva y Extremadura) y en Andalucía occidental hallará una rápida expansión; y, además, la carencia de una flota de transporte —la marina estaba en manos de genoveses— que pusiera las mercancías producto de la artesanía y la agricultura andaluza al alcance de los mercados europeos. Sea cual sea el factor principal entre los citados, la evidencia histórica comprueba el hundimiento sensacional de la economía andaluza durante la generación que siguió a la conquista.
            En cambio, la ocupación de Valencia se realizó de forma muy distinta. Aunque también hubo repartos de tierra, éstos tan sólo beneficiaron a los nobles en algunas regiones montañosas próximas a Aragón, precisamente aquellas por donde transitaban los rebaños pirenaicos y circulaban las caravanas laneras hacia el Mediterráneo. El resto del país fue repoblado por caballeros catalanes, los cuales se establecieron en las ciudades y villas cerca de los predios que les habían sido otorgados graciosamente por Jaime I, o bien por agricultores de la misma lengua, oriundos en buena parte de Lérida, que se adecuaron muy pronto al sistema de cultivo de la huerta propio de los musulmanes. Esta gente llevó consigo el espíritu democrático de las comunidades agrarias de Cataluña Nueva, establecidas según liberales cartas de repoblación, y la monarquía contribuyó a robustecerlo consignando amplios fueros a los neovalencianos dando al país el mismo sistema de gobierno autónomo prevaleciente en las relaciones entre Aragón y Cataluña. Este ágil mecanismo social y político favoreció el desarrollo de la región rescatada de los musulmanes, tanto más cuanto, en este caso, los moriscos continuaron trabajando a placer y la marina catalana fue capaz de movilizar los bienes producidos por los agricultores y el artesanado valencianos.
            Esta experiencia de colonización en gran escala no era la única a la que se libraban los catalanes: simultáneamente, las Baleares, conquistadas por Jaime I en 1229, se veían afectadas por una política social y económica del mismo signo, aunque en este caso la masa de pobladores provino del Ampurdán y la Costa Brava catalana. La Ciudad de Mallorca (hoy Palma) se convirtió muy pronto en un emporio marítimo de primer orden.
            La dirección marítima prevaleciente en la Corona de Aragón a partir de este momento no radica en supuestas inclinaciones de la monarquía frente a un continentalismo rechazado por la expansión castellana hacia Murcia. Desbaratado el impulso lenguadociano después de la batalla de Muret (1213), en la que pereció el padre de Jaime I, Pedro II el Católico, los catalanes sacaron enorme ventaja de aquel cataclismo que cerraba una exuberante civilización y una muy importante ruta de comercio. Mucho oro albigense debió refugiarse entonces en Cataluña, huyendo de la persecución de los cruzados franceses. Y este oro, cayendo propiciamente sobre las energías acumuladas por gente del Principado, fue la palanca sobre la que saltaron los mercaderes barceloneses hacia el gran tráfico de las especias con el Próximo Oriente: Alejandría, Rodas, Constantinopla. Sus monarcas tuvieron que plegarse a este ímpetu colectivo, sometiéndose a empresas mucho más azarosas que la quisquillosa disputa fronteriza con Castilla por Murcia.
            El tratado de Corbeil (1259), firmado entre Luis IX y Jaime I señala que la dinastía acata el empuje mediterráneo nacional. Si Francia perdía su soberanía sobre los condados catalanes, la monarquía de la Casa de Barcelona pasaba la esponja sobre el ambicioso e inmediato pasado de expansión lenguadociana.
            El sucesor de Jaime I, Pedro el Grande (1276-1285), se vio precipitado a una gigantesca lucha contra los dos primeros poderes de la época: el Papado y Francia, para reivindicar los derechos de su esposa sobre Sicilia, doblados, desde luego, por los requerimientos e instancias de los mercaderes catalanes. Sicilia cayó en poder del rey de Aragón en 1282, después de una serie de operaciones navales que revelaron la potencialidad de la flota catalana en el Mediterráneo occidental. Pero lo más sorprendente de esta atrevida empresa fue la respuesta que fueron capaces de dar los catalanes a la invasión de los cruzados franceses. Esta vez no se repitió lo de Muret; por el contrario, las huestes extranjeras fueron rechazadas con graves pérdidas (1285).
            De todas formas, el peligro en que se vio envuelta la monarquía tuvo consecuencias políticas y sociales profundísimas. Así Pedro el Grande se vio obligado a conceder privilegios a la nobleza aragonesa (Privilegio General) y catalana y a la burguesía de este país. De aquí la consolidación de un clima peculiar de libertad, reflejado sobre todo a través de las Cortes. Pero no debemos engañarnos excesivamente sobre este particular. Libertad, sí, pero para las clases aristocráticas del campo y de la ciudad. Los campesinos, en cambio, cayeron por este mismo hecho en un peligroso régimen de servidumbre, que andando el tiempo había de provocar una vidriosa situación agraria en Cataluña.

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