Comienzo de las
disensiones hispánicas
disensiones hispánicas
Tan
pronto se hubo logrado la victoria sobre el Islam —con la única excepción del
reino de Granada, que mantuvo durante dos siglos un anticuado cuanto peligroso
encono en la infraestructura espiritual de Castilla—, se extendió sobre el
suelo peninsular el problema de las reivindicaciones de la nobleza frente a la
monarquía. Este fenómeno, general en la Europa de los siglos XIV y XV,
correspondía a la necesidad de la aristocracia, feudal o señorial, de situarse
en un preponderante plano político que consolidara su ventajosa situación económica.
En todas las naciones del occidente de Europa, los monarcas hallaron en la
burguesía un poderoso apoyo para contrarrestar los designios hegemónicos de la
nobleza, no sin que aquél revirtiera, en último extremo, en provecho de quienes
lo prestaban, En cualquier caso, la burguesía sirvió de elemento amortiguador
del choque entre la aristocracia y la realeza. Tal es el reflejo europeo que se
advierte en los sucesos de la Corona de Aragón. En la Meseta, la escasa
densidad de la clase burguesa —revelada desde los tiempos de Alfonso XI—
determinó que el choque entre los dos poderes antagónicos alcanzara dimensiones
catastróficas.
Prescindiendo
de la defensa del Estrecho, a que ya hemos hecho referencia, el tejido histórico
castellano desde la muerte de Fernando III hasta el advenimiento de los Reyes
Católicos está urdido a base de una sórdida lucha de intereses personales.
Medirlo es darse cuenta de ese considerable vaivén en la historia de Castilla,
en la que a los períodos de mayor exaltación creadora suceden etapas de
profundo malestar, de ineficacia social, de devorador desasosiego. Durante el
reinado de Fernando III y en los primeros años de Alfonso X, Castilla había
conocido una época de plenitud; en ella lo que impresiona no son las conquistas
militares, sino la amplia recepción de las corrientes europeas —el gótico, que
levanta las catedrales de León, Burgos y Toledo; la Universidad, que se instala
en Palencia y Salamanca— y el espíritu de comprensión y tolerancia intelectual
respecto de lo antiguo y lo moderno, de lo musulmán y lo cristiano. Esto
permitió a Castilla desempeñar el mismo papel de transmisor de conocimientos
que en el siglo X había correspondido a Cataluña cuando Gerberto de Aurillac, el
futuro Silvestre II, aprendió matemáticas en el monasterio de Ripoll. Pero en
esta centuria la misión que cupo a Castilla, a través de la escuela de
traductores de Toledo, fue mucho más amplia y tuvo consecuencias mayores para
el futuro de la Sociedad Occidental, a la que inyectó un chorro renovador de
ciencia y filosofía helénicas.
Pero
la presión de las circunstancias sociales y económicas hizo decaer tan
brillantes comienzos. Al país no le faltaban, ciertamente, ni ambiciones ni
ideales ni grandes horizontes. Alfonso X revivió la esperanza imperial, aunque
vinculada ahora a la corona alemana, que pretendió en los días del gran
Interregno, cuando el Sacro Imperio Románico yacía inerte detrás de las huellas
dejadas por los Staufen. Pedro el Cruel y Juan I reverdecieron las aspiraciones
hegemónicas sobre los demás reinos peninsulares: el primero enfrentándose con
Aragón; el segundo, con Portugal. Pero todo ello se hizo tanto más inestable
cuando mayor fue el arresto con que batallaron por sus reivindicaciones políticas
y económicas los nobles castellanos. En este campo de lucha social fue decisiva
la terrible coyuntura de Montiel, que habían presagiado dos generaciones de
confusas minorías dinásticas, ambiciosos infantes de sangre real, exacerbados
príncipes de la Iglesia y violentísimas reacciones regias, seguidas por un
cortejo de no menos drásticas depuraciones. En Montiel quedó sacrificado el último
dique que separaba a la nobleza del poder. La rama bastarda de los Trastámaras,
fundada por Enrique II (1369), matador de Pedro I, emprendió penosamente su
camino claudicando ante los aristócratas que habían apoyado el movimiento
revolucionario, a los que aseguró, con la plenitud de sus privilegios y nuevos
donativos territoriales, extensas ventajas financieras. No fue la menor de
ellas la consolidación del régimen de la Mesta, la poderosa organización de la
trashumancia española, que enriqueció al Estado con el producto de los tributos
del ganado y los derechos de aduanas y, además, dobló las fortunas de los
nobles andaluces y extremeños. La aparición del espectro del hambre y, desde
mediados del siglo XIV, los devastadores estragos de la Peste Negra, en
sucesivas oleadas (1348, 1362, 1371, 1375), contribuyeron a desquiciar los
brillantes comienzos de la recuperación económica castellana de la época de
Pedro el Cruel. Sobre esta coyuntura global descansa la prepotencia de los «grandes»
de Castilla, eje esencial de las futuras perturbaciones del país.
Entre
los temas apuntados, cabe añadir otros dos capaces de más hondo desarrollo. De
un lado, el estímulo mediterráneo, que llega a Castilla a través de los
genoveses y el comercio sevillano, y al que se responde con las primeras
navegaciones castellanas en el Mare
Nostrum y la tentativa de Pedro el Cruel de asegurar un puerto (Cartagena)
en la costa levantina para la exportación de lanas de Castilla. De Otro, el
primer trasplante de instituciones catalanas a la Meseta, practicado por
Enrique II, quien durante su exilio en la Corona de Aragón había tenido ocasión
de familiarizarse con ellas.
Portugal
y la Corona de Aragón se enfrentaron con idénticos problemas; pero pudieron
resolverlos en forma muy distinta. Aparte las divergencias de sus trayectorias
económicas respecto de la castellana, ambos países conocieron un incitante
programa de expansión marítima, que facilitó una solución menos rígida de las
reivindicaciones aristocráticas. En Portugal fueron resolutorias tanto la
reacción nacional ante el ataque castellano de 1385, frenado en Aljubarrota,
como la conversión de Lisboa en etapa preferente del comercio entre el Mediterráneo
y el Atlántico. Luego vino la política de expansión norteafricana (Ceuta, Tánger)
y, empalmándose con ella, la aventura atlántica, en la que se emplearon unos
esfuerzos tan generosos.
Algo
parecido acaeció en la Corona de Aragón. Como hemos visto, a comienzos del
siglo XIV, a remolque de Cataluña, alcanzó su cenit histórico. Heredera
inmediata de la generación heroica de Pedro el Glande, la dinastía desplegó una
ambiciosa política que no conoció límites en la rosa de los vientos.
Durante
la centuria que estamos considerando, los objetivos principales fueron
pacificar Cerdeña, reincorporar a la Corona las Baleares (que con el Rosellón
habían sido segregadas por testamento de Jaime I) y preparar el terreno para la
anexión de Sicilia (regida por la rama menor de Aragón desde 1304). Tales
empresas, en las que los reyes aragoneses chocaron con la rivalidad
perseverante e irreductible de Génova, exigieron la acumulación de ingentes
recursos biológicos, militares y económicos, y, sobre todo, una paciente
perseverancia, en la que no causarán mella ni los inevitables reveses ni la
exaltación de las victorias. El gran agrupador del Imperio marítimo
catalanoaragonés fue Pedro el Ceremonioso (1336-1387), dominador de Mallorca y
Cerdeña. Pero su obra no se completó hasta la generación siguiente, cuando en
un esfuerzo hasta cierto punto superior a las posibilidades del país, el trono
de Sicilia fue incorporado a la dinastía mayor de Aragón y Cerdeña
definitivamente quebrantada en sus reiteradas tentativas de independencia
(1409).
Esta
potencialidad expansiva se reflejó, asimismo, en la política peninsular de la
dinastía. El contacto con Castilla se acentuó a lo largo del siglo XIV. Fueron
frecuentes las luchas fronterizas, las relaciones dinásticas y los intercambios
comerciales. Jaime II se convirtió por unos años en arbitro de España y
aprovechó su hegemonía para ampliar hacia el Sur los límites del territorio
valenciano. La reacción castellana descargó durante el reinado de Pedro el
Ceremonioso; las tropas de Pedro el Cruel pusieron en grave aprieto a las
aragonesas, demostrando la eficacia militar de Castilla. Pero no fue menos
contundente la réplica, política y diplomática de Pedro el Ceremonioso, quien
desarrolló a fondo el antagonismo existente entre los partidos aristocráticos
castellanos y logró enfrentar a muerte a su rival y a su hermanastro, Enrique
de Trastámara. Como resultado global de este período de luchas, no podía preverse
a finales del siglo XIV qué reino acabaría prevaleciendo en la previsible fusión
de los mismos en el seno de una monarquía común.
Por
espectacular que resulte la visión de la política externa de la Corona de Aragón
en el Trescientos, cede ante los ojos del historiador cuando contempla el
hervor vital de los países que la constituían. La expansión marítima está
refrendada por un hormiguero mercantil que lleva a los navegantes barceloneses
y mallorquines desde el mar de Azov hasta las costas del Senegal, o bien hasta
las playas de Inglaterra y Flandes. Barcelona tiene cónsules en los principales
puertos del Mediterráneo y en los grandes emporios del Atlántico. Sicilia,
Cerdeña y el centro de Berbería son sus feudos, aunque no cabe olvidar que los
mercaderes catalanes compiten con los de Venecia y Génova en el tráfico de
especias desde Alejandría a Tolosa de Lenguadoc y en el de productos mediterráneos
desde Nápoles a Brujas. Hasta 1420 ocuparán el segundo lugar en esta ciudad,
centro del comercio nórdico, y uno de los primeros en Alejandría, llave de los
mercados del Lejano Oriente.
La
oleada de prosperidad que invade la Corona de Aragón, pues Valencia y Zaragoza
se benefician asimismo del acicate con que Cataluña y Mallorca estimulan las
empresas comunes, se traduce en la consolidación del régimen de oligarquías
urbanas en el gobierno de los cada vez más poderosos municipios. Oligarquías
abiertas, en las que se admiten, junto a los primitivos patricios, a los
comerciantes enriquecidos y a ese nuevo grupo social constituido por los
banqueros. En su seno se engendra poco a poco el ideal «pactista», que
constituirá una de las más genuinas aportaciones del patriciado urbano de
Cataluña a la política del Cuatrocientos. De momento, gracias al poderío económico
burgués, la monarquía catalanoaragonesa pudo hacer doblar la cerviz a la
nobleza de Aragón, erguida sobre el Privilegio General otorgado por Pedro el
Grande en los momentos de apuro de la guerra contra Francia y el Papado. La
aristocracia aragonesa fue sujetada en la batalla de Epila (1348), y reducida a
los justos limites que exigían su responsabilidad militar y sus franquezas políticas.
Pese
a la liberalidad de la dinastía, la nobleza catalanoaragonesa no cesó de decaer
desde finales del siglo XIV. A excepción de unos cuantos grandes magnates
pirenaicos (los condes de Pallars, Urgel y Cardona), aragoneses (conde de
Hijar) y valencianos, la aristocracia apenas contó con un poder territorial y
económico de gran vuelo. Los mayores nobles de la Corona de Aragón figurarían
en modestísimo lugar entre sus congéneres castellanos. Este hecho determinó que
la responsabilidad de las grandes decisiones políticas del país recayera en la
burguesía. En cuanto a las clases del campo, una prolongada confusión agravó su
descontento desde que la Peste Negra arrebatara la vida a más de la mitad de
ellos. Unos se hicieron ricos y otros cada vez más pobres. En todos, la nueva
circunstancia les indujo a presentar unas elementales reivindicaciones de
libertad personal. A partir de 1390 un gran clamor de emancipación vibra en el
aire del campo de Cataluña.
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