sábado, 6 de abril de 2013

13.Comienzo de las disensiones hispánicas


Comienzo de las
 disensiones hispánicas
 

            Tan pronto se hubo logrado la victoria sobre el Islam —con la única excepción del reino de Granada, que mantuvo durante dos siglos un anticuado cuanto peligroso encono en la infraestructura espiritual de Castilla—, se extendió sobre el suelo peninsular el problema de las reivindicaciones de la nobleza frente a la monarquía. Este fenómeno, general en la Europa de los siglos XIV y XV, correspondía a la necesidad de la aristocracia, feudal o señorial, de situarse en un preponderante plano político que consolidara su ventajosa situación económica. En todas las naciones del occidente de Europa, los monarcas hallaron en la burguesía un poderoso apoyo para contrarrestar los designios hegemónicos de la nobleza, no sin que aquél revirtiera, en último extremo, en provecho de quienes lo prestaban, En cualquier caso, la burguesía sirvió de elemento amortiguador del choque entre la aristocracia y la realeza. Tal es el reflejo europeo que se advierte en los sucesos de la Corona de Aragón. En la Meseta, la escasa densidad de la clase burguesa —revelada desde los tiempos de Alfonso XI— determinó que el choque entre los dos poderes antagónicos alcanzara dimensiones catastróficas.
            Prescindiendo de la defensa del Estrecho, a que ya hemos hecho referencia, el tejido histórico castellano desde la muerte de Fernando III hasta el advenimiento de los Reyes Católicos está urdido a base de una sórdida lucha de intereses personales. Medirlo es darse cuenta de ese considerable vaivén en la historia de Castilla, en la que a los períodos de mayor exaltación creadora suceden etapas de profundo malestar, de ineficacia social, de devorador desasosiego. Durante el reinado de Fernando III y en los primeros años de Alfonso X, Castilla había conocido una época de plenitud; en ella lo que impresiona no son las conquistas militares, sino la amplia recepción de las corrientes europeas —el gótico, que levanta las catedrales de León, Burgos y Toledo; la Universidad, que se instala en Palencia y Salamanca— y el espíritu de comprensión y tolerancia intelectual respecto de lo antiguo y lo moderno, de lo musulmán y lo cristiano. Esto permitió a Castilla desempeñar el mismo papel de transmisor de conocimientos que en el siglo X había correspondido a Cataluña cuando Gerberto de Aurillac, el futuro Silvestre II, aprendió matemáticas en el monasterio de Ripoll. Pero en esta centuria la misión que cupo a Castilla, a través de la escuela de traductores de Toledo, fue mucho más amplia y tuvo consecuencias mayores para el futuro de la Sociedad Occidental, a la que inyectó un chorro renovador de ciencia y filosofía helénicas.
            Pero la presión de las circunstancias sociales y económicas hizo decaer tan brillantes comienzos. Al país no le faltaban, ciertamente, ni ambiciones ni ideales ni grandes horizontes. Alfonso X revivió la esperanza imperial, aunque vinculada ahora a la corona alemana, que pretendió en los días del gran Interregno, cuando el Sacro Imperio Románico yacía inerte detrás de las huellas dejadas por los Staufen. Pedro el Cruel y Juan I reverdecieron las aspiraciones hegemónicas sobre los demás reinos peninsulares: el primero enfrentándose con Aragón; el segundo, con Portugal. Pero todo ello se hizo tanto más inestable cuando mayor fue el arresto con que batallaron por sus reivindicaciones políticas y económicas los nobles castellanos. En este campo de lucha social fue decisiva la terrible coyuntura de Montiel, que habían presagiado dos generaciones de confusas minorías dinásticas, ambiciosos infantes de sangre real, exacerbados príncipes de la Iglesia y violentísimas reacciones regias, seguidas por un cortejo de no menos drásticas depuraciones. En Montiel quedó sacrificado el último dique que separaba a la nobleza del poder. La rama bastarda de los Trastámaras, fundada por Enrique II (1369), matador de Pedro I, emprendió penosamente su camino claudicando ante los aristócratas que habían apoyado el movimiento revolucionario, a los que aseguró, con la plenitud de sus privilegios y nuevos donativos territoriales, extensas ventajas financieras. No fue la menor de ellas la consolidación del régimen de la Mesta, la poderosa organización de la trashumancia española, que enriqueció al Estado con el producto de los tributos del ganado y los derechos de aduanas y, además, dobló las fortunas de los nobles andaluces y extremeños. La aparición del espectro del hambre y, desde mediados del siglo XIV, los devastadores estragos de la Peste Negra, en sucesivas oleadas (1348, 1362, 1371, 1375), contribuyeron a desquiciar los brillantes comienzos de la recuperación económica castellana de la época de Pedro el Cruel. Sobre esta coyuntura global descansa la prepotencia de los «grandes» de Castilla, eje esencial de las futuras perturbaciones del país.
            Entre los temas apuntados, cabe añadir otros dos capaces de más hondo desarrollo. De un lado, el estímulo mediterráneo, que llega a Castilla a través de los genoveses y el comercio sevillano, y al que se responde con las primeras navegaciones castellanas en el Mare Nostrum y la tentativa de Pedro el Cruel de asegurar un puerto (Cartagena) en la costa levantina para la exportación de lanas de Castilla. De Otro, el primer trasplante de instituciones catalanas a la Meseta, practicado por Enrique II, quien durante su exilio en la Corona de Aragón había tenido ocasión de familiarizarse con ellas.
            Portugal y la Corona de Aragón se enfrentaron con idénticos problemas; pero pudieron resolverlos en forma muy distinta. Aparte las divergencias de sus trayectorias económicas respecto de la castellana, ambos países conocieron un incitante programa de expansión marítima, que facilitó una solución menos rígida de las reivindicaciones aristocráticas. En Portugal fueron resolutorias tanto la reacción nacional ante el ataque castellano de 1385, frenado en Aljubarrota, como la conversión de Lisboa en etapa preferente del comercio entre el Mediterráneo y el Atlántico. Luego vino la política de expansión norteafricana (Ceuta, Tánger) y, empalmándose con ella, la aventura atlántica, en la que se emplearon unos esfuerzos tan generosos.
            Algo parecido acaeció en la Corona de Aragón. Como hemos visto, a comienzos del siglo XIV, a remolque de Cataluña, alcanzó su cenit histórico. Heredera inmediata de la generación heroica de Pedro el Glande, la dinastía desplegó una ambiciosa política que no conoció límites en la rosa de los vientos.
            Durante la centuria que estamos considerando, los objetivos principales fueron pacificar Cerdeña, reincorporar a la Corona las Baleares (que con el Rosellón habían sido segregadas por testamento de Jaime I) y preparar el terreno para la anexión de Sicilia (regida por la rama menor de Aragón desde 1304). Tales empresas, en las que los reyes aragoneses chocaron con la rivalidad perseverante e irreductible de Génova, exigieron la acumulación de ingentes recursos biológicos, militares y económicos, y, sobre todo, una paciente perseverancia, en la que no causarán mella ni los inevitables reveses ni la exaltación de las victorias. El gran agrupador del Imperio marítimo catalanoaragonés fue Pedro el Ceremonioso (1336-1387), dominador de Mallorca y Cerdeña. Pero su obra no se completó hasta la generación siguiente, cuando en un esfuerzo hasta cierto punto superior a las posibilidades del país, el trono de Sicilia fue incorporado a la dinastía mayor de Aragón y Cerdeña definitivamente quebrantada en sus reiteradas tentativas de independencia (1409).
            Esta potencialidad expansiva se reflejó, asimismo, en la política peninsular de la dinastía. El contacto con Castilla se acentuó a lo largo del siglo XIV. Fueron frecuentes las luchas fronterizas, las relaciones dinásticas y los intercambios comerciales. Jaime II se convirtió por unos años en arbitro de España y aprovechó su hegemonía para ampliar hacia el Sur los límites del territorio valenciano. La reacción castellana descargó durante el reinado de Pedro el Ceremonioso; las tropas de Pedro el Cruel pusieron en grave aprieto a las aragonesas, demostrando la eficacia militar de Castilla. Pero no fue menos contundente la réplica, política y diplomática de Pedro el Ceremonioso, quien desarrolló a fondo el antagonismo existente entre los partidos aristocráticos castellanos y logró enfrentar a muerte a su rival y a su hermanastro, Enrique de Trastámara. Como resultado global de este período de luchas, no podía preverse a finales del siglo XIV qué reino acabaría prevaleciendo en la previsible fusión de los mismos en el seno de una monarquía común.
            Por espectacular que resulte la visión de la política externa de la Corona de Aragón en el Trescientos, cede ante los ojos del historiador cuando contempla el hervor vital de los países que la constituían. La expansión marítima está refrendada por un hormiguero mercantil que lleva a los navegantes barceloneses y mallorquines desde el mar de Azov hasta las costas del Senegal, o bien hasta las playas de Inglaterra y Flandes. Barcelona tiene cónsules en los principales puertos del Mediterráneo y en los grandes emporios del Atlántico. Sicilia, Cerdeña y el centro de Berbería son sus feudos, aunque no cabe olvidar que los mercaderes catalanes compiten con los de Venecia y Génova en el tráfico de especias desde Alejandría a Tolosa de Lenguadoc y en el de productos mediterráneos desde Nápoles a Brujas. Hasta 1420 ocuparán el segundo lugar en esta ciudad, centro del comercio nórdico, y uno de los primeros en Alejandría, llave de los mercados del Lejano Oriente.
            La oleada de prosperidad que invade la Corona de Aragón, pues Valencia y Zaragoza se benefician asimismo del acicate con que Cataluña y Mallorca estimulan las empresas comunes, se traduce en la consolidación del régimen de oligarquías urbanas en el gobierno de los cada vez más poderosos municipios. Oligarquías abiertas, en las que se admiten, junto a los primitivos patricios, a los comerciantes enriquecidos y a ese nuevo grupo social constituido por los banqueros. En su seno se engendra poco a poco el ideal «pactista», que constituirá una de las más genuinas aportaciones del patriciado urbano de Cataluña a la política del Cuatrocientos. De momento, gracias al poderío económico burgués, la monarquía catalanoaragonesa pudo hacer doblar la cerviz a la nobleza de Aragón, erguida sobre el Privilegio General otorgado por Pedro el Grande en los momentos de apuro de la guerra contra Francia y el Papado. La aristocracia aragonesa fue sujetada en la batalla de Epila (1348), y reducida a los justos limites que exigían su responsabilidad militar y sus franquezas políticas.
            Pese a la liberalidad de la dinastía, la nobleza catalanoaragonesa no cesó de decaer desde finales del siglo XIV. A excepción de unos cuantos grandes magnates pirenaicos (los condes de Pallars, Urgel y Cardona), aragoneses (conde de Hijar) y valencianos, la aristocracia apenas contó con un poder territorial y económico de gran vuelo. Los mayores nobles de la Corona de Aragón figurarían en modestísimo lugar entre sus congéneres castellanos. Este hecho determinó que la responsabilidad de las grandes decisiones políticas del país recayera en la burguesía. En cuanto a las clases del campo, una prolongada confusión agravó su descontento desde que la Peste Negra arrebatara la vida a más de la mitad de ellos. Unos se hicieron ricos y otros cada vez más pobres. En todos, la nueva circunstancia les indujo a presentar unas elementales reivindicaciones de libertad personal. A partir de 1390 un gran clamor de emancipación vibra en el aire del campo de Cataluña.

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