sábado, 6 de abril de 2013

8.El retorno de Europa. El navarrismo y el espíritu de Castilla


El retorno de Europa.
 El navarrismo y el espíritu de Castilla
 

            Superada la calamitosa centuria que ostenta el nombre de «Siglo de Hierro»; Europa renace de las ruinas causadas por las segundas invasiones bárbaras (normandos, magiares) y se despereza en un amplio movimiento de recuperación. La fuerza motriz de este proceso se localiza en la reforma cluniacense, que no sólo representa una reacción espiritual contra el feudalismo, sino también el comienzo de la reactivación de la economía agraria en Europa. Los Estados cristianos de España recibieron esta influencia a través de los monasterios cluniacenses del sur de Francia, los cuales establecieron filiales desde Navarra a Cataluña. Más entrado el siglo XI, las peregrinaciones a Santiago robustecerán tales influjos. El famoso camino que desde la cuenca del Garona conduce al sepulcro del Apóstol en Compostela se convertirá en ruta de comercio, de arte y de cultura, y gracias a ella incluso los reinos de la Meseta se vincularán directamente al espíritu de Occidente.
            Dentro de este vasto proceso de renovación cultural, que dará lugar al Románico, Navarra se sitúa como lugar privilegiado, no sólo para recibirlo, sino para transmitirlo al resto de la España cristiana. Por allí, en efecto, pasaban las rutas de peregrinación y comercio que unían la Cristiandad occidental con la Cristiandad hispánica. De aquí el sorprendente cambio político registrado en el breve espacio de una generación, que culminó, durante el reinado de Sancho III el Mayor (1000-1035), dando Navarra la primacía entre los Estados cristianos de la Reconquista. Una afortunada intervención en los asuntos leoneses, le hizo dueño de Castilla, mientras que muchos condados pirenaicos aceptaban su soberanía y reconocían su realeza. La gloria de Sancho el Mayor llegó incluso a Cataluña, en un momento en que ésta empezaba a recuperarse del choque contra Almanzor y de la ruptura de hecho con Francia. Es la época del obispo Oliba, cuando cristaliza definitivamente la conciencia catalana de formar una personalidad aparte. Una generación más tarde, el conde barcelonés Ramón Berenguer I el Viejo (1035-1076), definirá, con el famoso Código de los Usatges, el carácter jurídico y social peculiar del país.
            El navarrismo —espíritu hispánico montañés, doblado de europeísmo— fue llevado a la Meseta por un afortunado juego sucesorio, y se vinculó a Castilla con el hijo de Sancho el Mayor, Fernando (1035-1065). Éste eliminó a León en su calidad de reino hegemónico de la altiplanicie duriense y dio a Castilla el primer plano en la política hispánica. He aquí un momento trascendental en el devenir peninsular. Aparece ahora realmente Castilla en la historia. El pueblo castellano, de sangre vasca y cántabra, se conforma en una sociedad abierta, dinámica, arriesgada, como lo es toda estructura social en una frontera que avanza. Pueblo de pastores y campesinos, que conducen sus rebaños hasta más allá del Duero (Extremadura soriana) y labran las vegas del Arlanza o del Carrión, y que truecan cayado y arado por la espada y el arco tanto en la defensa contra el invasor como en el golpe de fortuna más allá de los montes del Sistema Central. En medio de choques quizá triviales, pero psicológicamente decisivos, se fragua el temperamento guerrero, la voluntad de mando y la ambición de un gran destino. Así surge este país revolucionario, sin clases sociales cerradas, en que el villano puede elevarse fácilmente a caballero y llegar a la riqueza si le favorece la suerte del botín. País aventurero, temerario, imprevisor, caudillista, incomprensible para los reposados leoneses del siglo XI.
            Él armazón navarro-europeísta —monjes cluniacenses, artífices y ministeriales, inmigrantes francos— dio al nuevo reino de Castilla la solidez suficiente para llevar a cabo sus primeras empresas, las cuales no fueron de poca monta, demostrando el sentido explosivo y expansionista de muchas páginas de la historia castellana. Coincidiendo con la disgregación del Califato cordobés y la aparición del cantonalismo musulmán (reinos de Taifa), los Tentáculos de Castilla llegan a todas partes, desde el Atlántico al Mediterráneo. Las premisas militares y políticas establecidas por Fernando I —reducción a tributarios de los reinos de Taifa más importantes (Badajoz, Sevilla, Toledo) y ambiciones territoriales sobre la cuenca del Ebro (Zaragoza) y el litoral mediterráneo (Valencia)—, las desarrolló su hijo Alfonso VI (1065-1109). Afirmado en el trono después de una segunda guerra entre Castilla y León, demostrativa de la reticencia leonesa a admitir la hegemonía castellana en el Duero, Alfonso VI llevó las armas castellanas hasta Toledo, que conquistó en 1085, y el río Guadiana. La ruptura de aquella línea de defensa hizo tambalear el porvenir inmediato del Islam español y planteó el problema de las inminentes invasiones africanas. Un año más tarde, en Sagrajas, los almorávides logran equilibrar la lucha y dejar en tablas el resultado de la caída de Toledo en poder del rey Alfonso VI.
            Mientras continuaba la lucha, Alfonso VI hizo gran figura de gran monarca. Repobló su retaguardia concediendo numerosas franquicias a quienes fueran a establecerse en ella: gallegos, astures y cántabros, sobre todo. Así aparecieron los poderosos concejos castellanos de entre Duero y Tajo, presididos por un patriciado de pequeños aristócratas: hidalgos y caballeros villanos. Gente de guerra, que vivían del producto de sus rebaños y de las tierras que poseían en el alfoz (distrito) concejil. Como fruto de esta repoblación surgieron las más típicas ciudades de Castilla: Ávila, Arévalo, Segovia, Guadalajara, Alcalá, Madrid, y al otro lado de la frontera leonesa, Zamora, Salamanca y Plasencia. Pero a lo largo del Tajo, empezando por Toledo, se planteó a los castellanos un problema considerable: la incorporación en masa de elementos humanos extraños e inasimilables: musulmanes y judíos, ambos comerciantes y artesanos en las ciudades, y aquéllos también excelentes cultivadores en las vegas; gente, en una palabra, de cultura superior y economía rica y compleja.
            Prescindiendo, por de pronto, de las relaciones intelectuales y sentimentales entre moros, judíos y cristianos, que se plantearán con fuerza que no puede ocultarse desde el siglo XII, parece que la primera actitud castellana respecto a las poblaciones sometidas fue transigente y comprensiva. Abonaban tal actitud la tradición europea de la dinastía, el desbancamiento de los residuos del mozarabismo de cuño leonés, y la posibilidad de resolver la guerra contra el Islam con un amplio gesto de concordia. Este criterio se traduce en el empleo de títulos de soberanía propagandísticos (emperador de las dos religiones, de España, etc.), adoptados del ideal neogótico de la cancillería leonesa, en los cuales los filólogos modernos han intentado precisar, con evidente exageración futurista, el «destino manifiesto» de Castilla..
            También se hallaría éste en otra dirección que expresarían la figura y los hechos de armas del Cid Campeador, quien en 1090 conquistó Valencia y gobernó la ciudad en nombre de Alfonso VI. Pero esta figura merece una revisión a fondo, puesto que el cantar que narra sus hechos es más moderno de lo que se creía y podría fundir dos héroes distintos: el Campeador de la leyenda duriense (el duro vasallo de Alfonso VI, el debelador de la morería andaluza, el de parias y tributos) y el Cid, personaje mozárabe, protagonista de las pequeñas rencillas cantonalistas en la cuenca del Ebro, Cataluña y Valencia (tolerante y humano, héroe sentimental y fabuloso).

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