El retorno de Europa.
El navarrismo y el espíritu de Castilla
El navarrismo y el espíritu de Castilla
Superada
la calamitosa centuria que ostenta el nombre de «Siglo de Hierro»; Europa
renace de las ruinas causadas por las segundas invasiones bárbaras (normandos,
magiares) y se despereza en un amplio movimiento de recuperación. La fuerza
motriz de este proceso se localiza en la reforma cluniacense, que no sólo
representa una reacción espiritual contra el feudalismo, sino también el
comienzo de la reactivación de la economía agraria en Europa. Los Estados
cristianos de España recibieron esta influencia a través de los monasterios
cluniacenses del sur de Francia, los cuales establecieron filiales desde
Navarra a Cataluña. Más entrado el siglo XI, las peregrinaciones a Santiago
robustecerán tales influjos. El famoso camino que desde la cuenca del Garona
conduce al sepulcro del Apóstol en Compostela se convertirá en ruta de
comercio, de arte y de cultura, y gracias a ella incluso los reinos de la
Meseta se vincularán directamente al espíritu de Occidente.
Dentro
de este vasto proceso de renovación cultural, que dará lugar al Románico,
Navarra se sitúa como lugar privilegiado, no sólo para recibirlo, sino para
transmitirlo al resto de la España cristiana. Por allí, en efecto, pasaban las
rutas de peregrinación y comercio que unían la Cristiandad occidental con la
Cristiandad hispánica. De aquí el sorprendente cambio político registrado en el
breve espacio de una generación, que culminó, durante el reinado de Sancho III
el Mayor (1000-1035), dando Navarra la primacía entre los Estados cristianos de
la Reconquista. Una afortunada intervención en los asuntos leoneses, le hizo
dueño de Castilla, mientras que muchos condados pirenaicos aceptaban su soberanía
y reconocían su realeza. La gloria de Sancho el Mayor llegó incluso a Cataluña,
en un momento en que ésta empezaba a recuperarse del choque contra Almanzor y
de la ruptura de hecho con Francia. Es la época del obispo Oliba, cuando
cristaliza definitivamente la conciencia catalana de formar una personalidad
aparte. Una generación más tarde, el conde barcelonés Ramón Berenguer I el
Viejo (1035-1076), definirá, con el famoso Código de los Usatges, el carácter jurídico y social peculiar del país.
El
navarrismo —espíritu hispánico montañés, doblado de europeísmo— fue llevado a
la Meseta por un afortunado juego sucesorio, y se vinculó a Castilla con el
hijo de Sancho el Mayor, Fernando (1035-1065). Éste eliminó a León en su
calidad de reino hegemónico de la altiplanicie duriense y dio a Castilla el primer
plano en la política hispánica. He aquí un momento trascendental en el devenir
peninsular. Aparece ahora realmente Castilla en la historia. El pueblo
castellano, de sangre vasca y cántabra, se conforma en una sociedad abierta,
dinámica, arriesgada, como lo es toda estructura social en una frontera que
avanza. Pueblo de pastores y campesinos, que conducen sus rebaños hasta más allá
del Duero (Extremadura soriana) y labran las vegas del Arlanza o del Carrión, y
que truecan cayado y arado por la espada y el arco tanto en la defensa contra
el invasor como en el golpe de fortuna más allá de los montes del Sistema
Central. En medio de choques quizá triviales, pero psicológicamente decisivos,
se fragua el temperamento guerrero, la voluntad de mando y la ambición de un
gran destino. Así surge este país revolucionario, sin clases sociales cerradas,
en que el villano puede elevarse fácilmente a caballero y llegar a la riqueza
si le favorece la suerte del botín. País aventurero, temerario, imprevisor,
caudillista, incomprensible para los reposados leoneses del siglo XI.
Él
armazón navarro-europeísta —monjes cluniacenses, artífices y ministeriales,
inmigrantes francos— dio al nuevo reino de Castilla la solidez suficiente para
llevar a cabo sus primeras empresas, las cuales no fueron de poca monta,
demostrando el sentido explosivo y expansionista de muchas páginas de la
historia castellana. Coincidiendo con la disgregación del Califato cordobés y
la aparición del cantonalismo musulmán (reinos de Taifa), los Tentáculos de
Castilla llegan a todas partes, desde el Atlántico al Mediterráneo. Las
premisas militares y políticas establecidas por Fernando I —reducción a
tributarios de los reinos de Taifa más importantes (Badajoz, Sevilla, Toledo) y
ambiciones territoriales sobre la cuenca del Ebro (Zaragoza) y el litoral
mediterráneo (Valencia)—, las desarrolló su hijo Alfonso VI (1065-1109).
Afirmado en el trono después de una segunda guerra entre Castilla y León,
demostrativa de la reticencia leonesa a admitir la hegemonía castellana en el
Duero, Alfonso VI llevó las armas castellanas hasta Toledo, que conquistó en
1085, y el río Guadiana. La ruptura de aquella línea de defensa hizo tambalear
el porvenir inmediato del Islam español y planteó el problema de las inminentes
invasiones africanas. Un año más tarde, en Sagrajas, los almorávides logran
equilibrar la lucha y dejar en tablas el resultado de la caída de Toledo en
poder del rey Alfonso VI.
Mientras
continuaba la lucha, Alfonso VI hizo gran figura de gran monarca. Repobló su
retaguardia concediendo numerosas franquicias a quienes fueran a establecerse
en ella: gallegos, astures y cántabros, sobre todo. Así aparecieron los
poderosos concejos castellanos de entre Duero y Tajo, presididos por un
patriciado de pequeños aristócratas: hidalgos y caballeros villanos. Gente de
guerra, que vivían del producto de sus rebaños y de las tierras que poseían en
el alfoz (distrito) concejil. Como
fruto de esta repoblación surgieron las más típicas ciudades de Castilla: Ávila,
Arévalo, Segovia, Guadalajara, Alcalá, Madrid, y al otro lado de la frontera
leonesa, Zamora, Salamanca y Plasencia. Pero a lo largo del Tajo, empezando por
Toledo, se planteó a los castellanos un problema considerable: la incorporación
en masa de elementos humanos extraños e inasimilables: musulmanes y judíos,
ambos comerciantes y artesanos en las ciudades, y aquéllos también excelentes
cultivadores en las vegas; gente, en una palabra, de cultura superior y economía
rica y compleja.
Prescindiendo,
por de pronto, de las relaciones intelectuales y sentimentales entre moros, judíos
y cristianos, que se plantearán con fuerza que no puede ocultarse desde el
siglo XII, parece que la primera actitud castellana respecto a las poblaciones
sometidas fue transigente y comprensiva. Abonaban tal actitud la tradición
europea de la dinastía, el desbancamiento de los residuos del mozarabismo de cuño
leonés, y la posibilidad de resolver la guerra contra el Islam con un amplio
gesto de concordia. Este criterio se traduce en el empleo de títulos de soberanía
propagandísticos (emperador de las dos religiones, de España, etc.), adoptados
del ideal neogótico de la cancillería leonesa, en los cuales los filólogos
modernos han intentado precisar, con evidente exageración futurista, el «destino
manifiesto» de Castilla..
También
se hallaría éste en otra dirección que expresarían la figura y los hechos de
armas del Cid Campeador, quien en 1090 conquistó Valencia y gobernó la ciudad
en nombre de Alfonso VI. Pero esta figura merece una revisión a fondo, puesto
que el cantar que narra sus hechos es
más moderno de lo que se creía y podría fundir dos héroes distintos: el
Campeador de la leyenda duriense (el duro vasallo de Alfonso VI, el debelador
de la morería andaluza, el de parias y tributos) y el Cid, personaje mozárabe,
protagonista de las pequeñas rencillas cantonalistas en la cuenca del Ebro,
Cataluña y Valencia (tolerante y humano, héroe sentimental y fabuloso).
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