sábado, 6 de abril de 2013

7.Califalismo y leonesismo


Califalismo y leonesismo
 

            A comienzos del siglo X el Islam alcanza en la Península su cenit político, económico y cultural. La introducción de las nuevas técnicas agrícolas persas y nabateas, la mejora y desarrollo del sistema de regadíos, convirtieron el valle del Guadalquivir, la depresión del Genil y las hoyas de la costa mediterránea, de Málaga a Tortosa, en admirables vergeles, cultivados por una creciente población de esclavos y siervos, fatal degeneración del primitivismo igualitario y democrático del desierto. En las ciudades, sobre todo en Córdoba, Sevilla, Málaga, la actividad de los artesanos, en el tejido de la seda, en la metalurgia y en la cerámica, respondía a las crecientes demandas de la sociedad feudal europea. Almería era uno de los puertos más ricos de Occidente, llave del contacto mercantil entre Al Andalus y el califato de Bagdad. Capital de este mundo, Córdoba irradiaba prosperidad y elegancia. Circulaba el oro con profusión, y las monedas musulmanas, saltando las fronteras del mundo cristiano, señalaban hasta dónde llegaba la influencia exacta del Islam español.
            Fue esta riqueza la que sirvió de base para la reorganización del poderío musulmán en España, que llevó a cabo Abderrahmán III (912-961), fundador del Califato de Córdoba (929). A fin de domeñar para siempre el separatismo provincial y el espíritu de rebeldía de los elementos inconformistas, Abderrahmán implantó un régimen unitario, auspiciado por su flamante autoridad en materia religiosa y, sobre todo, por el aumento de los efectivos de sus ejércitos. La superioridad económica y militar del Califato permitió a Abderrahmán III extender su influencia hasta Marruecos y rechazar hacia el Norte a los ejércitos de León y Navarra. Durante su reinado y el de su sucesor Alháquem II (961-976), Al Andalus fue, sin disputa, el Estado más poderoso de Europa. Sus destellos deslumbraban a las bárbaras cortes de Europa.
            Pero el Estado militar instituido por Abderrahmán III llegó demasiado tarde para eliminar o reducir a los reinos cristianos de la frontera septentrional. Desde Alfonso III, el reino astur había llegado a las riberas del Duero. Su hijo Ordoño II abandonó los valles montañeses y estableció su residencia en la altiplanicie, en León (914), en el lugar de confluencia de las rutas hacia Galicia y Asturias y las comarcas fronterizas del Duero y del Ebro. Desde este centro, los reyes leoneses pudieron hacer frente a las acometidas de los ejércitos califales, en una sostenida lucha, de suerte varia, esmaltada por algunos notables hechos de armas (triunfo de Abderrahmán III en Valdejunquera, 920; de Ramiro II en Alhandega, 939). Pero, prescindiendo de la suerte de la guerra, debemos fijar la atención en hechos humanos de mucha mayor importancia: la repoblación de la meseta duriense. Ello dio lugar a un vivo proceso de democratización de la zona fronteriza, al otorgar los monarcas amplios privilegios a cuantos acudieron a poblar las ciudades y villas fortificadas de antigua y reciente fundación. Al mismo tiempo, engendró un espíritu llamado a desempeñar un notorio papel en la vida española: el castellano.
            Vivía el leonesismo de sus dorados sueños restauradores heredados del legitimismo astur. Los curiales empleados en la redacción de los documentos cancillerescos utilizaban incluso la palabra imperator, aunque en sentido harto ambiguo para ser interpretado correctamente por la crítica histórica moderna. Pero ante la realidad de los problemas cotidianos, los reyes de León fallaron lamentablemente. Fueron incapaces de establecer una organización militar efectiva —cual la feudal imperante en Europa—; de combinar los intereses de los montañeses que habían acunado la monarquía y de los pequeños propietarios agrícolas que la defendían en las orillas del Duero, y de absorber el estimulante militarismo democrático engendrado en la zona de Castilla. Así se dejaron arrastrar por una serie de discordias civiles, que esmaltan la segunda mitad del siglo X y reflejan las discrepancias regionales y las contradicciones sociales a que antes nos hemos referido. A su amparo, Castilla logró hacerse independiente de León en la persona del conde Fernán González (961). Navarra y el Califato intervinieron ampliamente en los asuntos leoneses.
            Sobre todo, los musulmanes creyeron llegado el momento de hundir la resistencia cristiana. Éste fue el sueño y la empresa del primer ministro de Hixem II, Almanzor. Con él, la solución militarista de Abderrahmán III se convirtió en una verdadera dictadura, mantenida por un ejército profesional de esclavos. Drenados los principales recursos financieros de Al Andalus hacia las empresas militares de Almanzor, pudo éste asestar durísimos golpes contra sus adversarios del Norte. León, Compostela, Barcelona, muchas otras ciudades y monasterios de León, Castilla y Cataluña conocieron el hierro y el fuego musulmán. Pero aunque los cristianos fueron impotentes para resistir a las huestes califales en campo abierto y aun tras de las ciudades muradas, las fronteras apenas sufrieron modificación. Ello demuestra que, en estos momentos, los límites entre la Cristiandad y el Islam eran ya límites humanos, de población, y no coberturas estratégicas.
            Las aceifas de Almanzor , finalizadas en 1002, pusieron en quiebra los dos grandes poderes hispánicos del siglo X: el Califato y el reino leonés. Coincidiendo con la recuperación general del Occidente de Europa, iba a inaugurarse en España una época de profundas transformaciones sociales, políticas y culturales.

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