Califalismo y leonesismo
A
comienzos del siglo X el Islam alcanza en la Península su cenit político, económico
y cultural. La introducción de las nuevas técnicas agrícolas persas y nabateas,
la mejora y desarrollo del sistema de regadíos, convirtieron el valle del
Guadalquivir, la depresión del Genil y las hoyas de la costa mediterránea, de Málaga
a Tortosa, en admirables vergeles, cultivados por una creciente población de
esclavos y siervos, fatal degeneración del primitivismo igualitario y democrático
del desierto. En las ciudades, sobre todo en Córdoba, Sevilla, Málaga, la
actividad de los artesanos, en el tejido de la seda, en la metalurgia y en la
cerámica, respondía a las crecientes demandas de la sociedad feudal europea.
Almería era uno de los puertos más ricos de Occidente, llave del contacto
mercantil entre Al Andalus y el califato de Bagdad. Capital de este mundo, Córdoba
irradiaba prosperidad y elegancia. Circulaba el oro con profusión, y las
monedas musulmanas, saltando las fronteras del mundo cristiano, señalaban hasta
dónde llegaba la influencia exacta del Islam español.
Fue
esta riqueza la que sirvió de base para la reorganización del poderío musulmán
en España, que llevó a cabo Abderrahmán III (912-961), fundador del Califato de
Córdoba (929). A fin de domeñar para siempre el separatismo provincial y el espíritu
de rebeldía de los elementos inconformistas, Abderrahmán implantó un régimen
unitario, auspiciado por su flamante autoridad en materia religiosa y, sobre
todo, por el aumento de los efectivos de sus ejércitos. La superioridad económica
y militar del Califato permitió a Abderrahmán III extender su influencia hasta
Marruecos y rechazar hacia el Norte a los ejércitos de León y Navarra. Durante
su reinado y el de su sucesor Alháquem II (961-976), Al Andalus fue, sin
disputa, el Estado más poderoso de Europa. Sus destellos deslumbraban a las bárbaras
cortes de Europa.
Pero
el Estado militar instituido por Abderrahmán III llegó demasiado tarde para
eliminar o reducir a los reinos cristianos de la frontera septentrional. Desde
Alfonso III, el reino astur había llegado a las riberas del Duero. Su hijo Ordoño
II abandonó los valles montañeses y estableció su residencia en la
altiplanicie, en León (914), en el lugar de confluencia de las rutas hacia
Galicia y Asturias y las comarcas fronterizas del Duero y del Ebro. Desde este
centro, los reyes leoneses pudieron hacer frente a las acometidas de los ejércitos
califales, en una sostenida lucha, de suerte varia, esmaltada por algunos
notables hechos de armas (triunfo de Abderrahmán III en Valdejunquera, 920; de
Ramiro II en Alhandega, 939). Pero, prescindiendo de la suerte de la guerra,
debemos fijar la atención en hechos humanos de mucha mayor importancia: la
repoblación de la meseta duriense. Ello dio lugar a un vivo proceso de
democratización de la zona fronteriza, al otorgar los monarcas amplios
privilegios a cuantos acudieron a poblar las ciudades y villas fortificadas de
antigua y reciente fundación. Al mismo tiempo, engendró un espíritu llamado a
desempeñar un notorio papel en la vida española: el castellano.
Vivía
el leonesismo de sus dorados sueños restauradores heredados del legitimismo
astur. Los curiales empleados en la redacción de los documentos cancillerescos
utilizaban incluso la palabra imperator,
aunque en sentido harto ambiguo para ser interpretado correctamente por la crítica
histórica moderna. Pero ante la realidad de los problemas cotidianos, los reyes
de León fallaron lamentablemente. Fueron incapaces de establecer una organización
militar efectiva —cual la feudal imperante en Europa—; de combinar los
intereses de los montañeses que habían acunado la monarquía y de los pequeños
propietarios agrícolas que la defendían en las orillas del Duero, y de absorber
el estimulante militarismo democrático engendrado en la zona de Castilla. Así
se dejaron arrastrar por una serie de discordias civiles, que esmaltan la
segunda mitad del siglo X y reflejan las discrepancias regionales y las
contradicciones sociales a que antes nos hemos referido. A su amparo, Castilla
logró hacerse independiente de León en la persona del conde Fernán González
(961). Navarra y el Califato intervinieron ampliamente en los asuntos leoneses.
Sobre
todo, los musulmanes creyeron llegado el momento de hundir la resistencia
cristiana. Éste fue el sueño y la empresa del primer ministro de Hixem II,
Almanzor. Con él, la solución militarista de Abderrahmán III se convirtió en
una verdadera dictadura, mantenida por un ejército profesional de esclavos. Drenados los principales
recursos financieros de Al Andalus hacia las empresas militares de Almanzor,
pudo éste asestar durísimos golpes contra sus adversarios del Norte. León,
Compostela, Barcelona, muchas otras ciudades y monasterios de León, Castilla y
Cataluña conocieron el hierro y el fuego musulmán. Pero aunque los cristianos
fueron impotentes para resistir a las huestes califales en campo abierto y aun
tras de las ciudades muradas, las fronteras apenas sufrieron modificación. Ello
demuestra que, en estos momentos, los límites entre la Cristiandad y el Islam
eran ya límites humanos, de población, y no coberturas estratégicas.
Las
aceifas de Almanzor , finalizadas en
1002, pusieron en quiebra los dos grandes poderes hispánicos del siglo X: el
Califato y el reino leonés. Coincidiendo con la recuperación general del
Occidente de Europa, iba a inaugurarse en España una época de profundas
transformaciones sociales, políticas y culturales.
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