El triunfo del Islamismo
En
711, después de unos tanteos preliminares, se desató sobre la Península la
oleada musulmana. El Islam, que se había ido adueñando de las zonas costeras
meridionales del Mediterráneo hasta establecerse en la antigua Mauritania
(Marruecos), intentó la empresa de sojuzgar el reino hispanovisigodo con escasas
fuerzas y confusos propósitos. El hecho de que triunfara rápidamente en ella
tras la afortunada batalla librada en las orillas del Guadalete se explica no sólo
por una mayor capacitación técnica militar, sino por el derrumbamiento de la frágil
estructura política e institucional de la sociedad goda. Incapaz de realizar la
misión de coraza que se había atribuido la nobleza militar germánica, el Estado
visigodo se desplomó ante el simultáneo desbordamiento de las masas hispanas.
Carecemos de detalles auténticos para imaginarnos lo que acaeció durante la
subversión hispana de 711 a 715, en los cinco críticos años que libraron el país,
como fruta madura, a los generales del Califato de Damasco, Tarik y Muza. Pero
nos parece muy posible que la generalidad del pueblo hispano se pronunciara
contra el dominio ejercido por las clases dirigentes godas y que incluso se
asistiera a sublevaciones contra la nobleza y los terratenientes. El
cantonalismo hispano resurgió pujante después de la catástrofe visigoda, y algunas
ciudades y ciertos caudillos aceptaron gustosos un régimen de autonomía local
bajo el protectorado musulmán —como el caso de Teodomiro, en Murcia—.
De
esta profunda transformación social surgió la España musulmana. No una España
extraña a sus tradiciones, adversaria y merecedora de destrucción, como fue
juzgada a partir del siglo XII, sino una España en no menor grado auténtica que
las visigoda. Los elementos árabes, sirios y bereberes que formaron en los
primeros ejércitos conquistadores (como siempre poco numerosos), se
establecieron a gusto en el país, sin que durante aquella generación procuraran
modificar la estructura mental del mismo. Su preocupación esencial fue abarcar
el mayor lote posible de tierras procedentes de las confiscaciones del dominio
público visigodo y de las grandes propiedades particulares. Estas apetencias
promovieron duros choques entre los mismos invasores, hasta que la presencia en
la Península del príncipe omeya Abderrahmán —fugitivo del desastre sufrido por
su familia en el Califato— apaciguó la endémica guerra civil existente entre
los distintos bandos raciales musulmanes. Abderrahmán (756-788) organizó el régimen
islámico en España, rompió la dependencia política que vinculaba a los antiguos
gobernadores (emires) con Oriente y echó las bases de un nuevo Estado, que debía
perdurar durante dos siglos y medio con períodos de prepotente esplendor y
otros de oscuro declive.
Frente
a las bandas de pastores que se habían mantenido irreductibles en las montañas
cantábricas —fenómeno inevitable y ya tradicional—, el Estado de Abderrahmán I
quiso representar la única y posible España. A tal fin sus sucesores debieron
comprimir las libertades que disfrutaban los hispanos que no habían querido
abjurar la fe católica, despreciando las ventajas que entrañaba tal acto. Se
les llamaba mozárabes, en
contraposición a los renegados o muladíes.
Gente en su mayor parte residente en las ciudades, estos derelictos de la
antigua burguesía y del artesanado de la época romana se habían mantenido adictos
a sus creencias. Firmemente estructurados por la Iglesia visigoda, cuyos
principales jerarcas habitaban el país conquistado por los musulmanes, los mozárabes
se mostraron resistentes a toda tentativa asimiladora. Incluso después de la
batalla librada alrededor de la herejía adopcionista (finales del siglo VIII)
cuyo final significó la ruptura de la dependencia eclesiástica de los
asturianos respecto de la jerarquía visigoda, el mozarabismo se mantuvo
enhiesto y llevó al martirio a muchos elementos de las ciudades andaluzas bajo
el emir Mohamed I (852-866), o bien estimuló rebeliones como las de Toledo, en
el año 853. En estas circunstancias, el mozarabismo dejó de ser una distinción
dogmática para transformarse en una disidencia, que incluso afectó a los grupos
de renegados indígenas. La expresión política de este concierto de voluntades
se localiza en la rebelión de Omar ben Hafsún, un renegado de estirpe goda, en
las montañas de Ronda (899-917), y en el triunfo del indigenismo en Zaragoza,
Toledo, Mérida y algunas otras ciudades de la España Musulmana.
El
mozarabismo es, pues, un factor que no debe descuidarse al apreciar la vida
histórica española durante los tres primeros siglos de la dominación musulmana.
Al socaire de guerras y sucesos políticos varios, representa una manera de
entender el sustrato espiritual de la sociedad del Emirato y, además, de
abarcar la problemática de las relaciones entre musulmanes y cristianos. Su
lengua, sus ritos religiosos, su arte, su cultura, su poesía, se difundieron y
alcanzaron con mayor o menor intensidad Asturias, León, Castilla, Portugal,
Aragón e incluso Cataluña. A veces los mozárabes cruzaron en masa la frontera
que separaba el Islam de la Cristiandad y establecieron sus comunidades, al
amparo de los ejércitos astures, en las tierras conquistadas por éstos, en
curso de repoblación. Fueron especialmente importantes las emigraciones de
finales del siglo IX, después que Alfonso III el Magno llevó los límites de su
Estado hasta orillas del Duero. Imaginémonos el papel técnico desempeñado por
estos grupos sociales en medio de la bárbara sociedad de los pastores y
guerreros cántabros. El espíritu mozárabe debió influir en la transformación
del reino astur en la ambiciosa y tradicionalista monarquía leonesa.
Pero
tampoco debemos exagerar el impacto del mozarabismo y afirmar que incluso los
emires y la administración cordobesa hablaban en su particular dialecto. La
tesis contraria parece ahora mucho más sólida. Tres siglos después de la
conquista, el mundo mozarábigo estaba por completo arabizado y sólo de vez en
cuando los mozárabes cordobeses se acordaban de su procedencia gótica. Incluso
los artesanos que pasaron al Norte tenían una idea vaga e inconcreta de lo que
representaban, y sus triunfos técnicos no pueden reputarse en ningún modo como
un sello espiritual, como testimonio del espíritu de romanidad o visigotismo
entre los cristianos. En cambio, en las mismas tres centurias el Islam había
logrado un triunfo sensacional: la conversión a la doctrina de Mahoma de los
campesinos peninsulares al sur del Duero y de los Pirineos. Éste es un fenómeno
del que no puede dudarse y sobre el cual va a girar la futura problemática hispánica,
empezando por la repoblación, la Reconquista y las sucesivas inasimilaciones de
los moriscos.
Hispania,
a mediados del siglo X, es un país de mayoría musulmana. Mientras Al Andalus se
prepara para vivir una etapa de singular esplendor, en el Norte cristiano las
hondas y tensas raíces empiezan a dar achaparrados pero robustos tallos
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