La ordenación hispánica
por los Reyes Católicos
por los Reyes Católicos
Terminó
la guerra civil castellana en 1479. A principios del mismo año había muerto
Juan II de Aragón. Su hijo Fernando y su nuera Isabel, los llamados Reyes Católicos
(1479-1504), inician desde entonces el gobierno mancomunado de las coronas de
Aragón y Castilla bajo una misma dinastía. Ni nada más, ni nada menos. Es inútil
poner adjetivos románticos a un hecho de tanto relieve. Vista desde el
extranjero la antigua Hispania (de la que aún quedaba separada Portugal) tenía
ya una sola voz y una sola voluntad. Y ello bastaba.
Un
cierto clima de hermandad entre los pueblos reunidos bajo el mismo cetro
presidió este gobierno. Es preciso decir que fue más intensamente sentido en el
Mediterráneo que en la Meseta, sobre todo en los años de la regencia de don
Fernando (1504-1516). En todo caso, unos y otros se beneficiaron igualmente de
la dirección mancomunada de los asuntos bélicos, internos y externos. Resuelto
el secular problema fronterizo aragonés, que hasta entonces había maniatado a
Castilla, ésta pudo asestar un durísimo golpe al último reducto del Islam en la
Península. En el transcurso de una ruda guerra de once anos, el territorio de
los Nazaríes de Granada fue conquistado por el ejército castellano, que en esta
porfiada empresa adquirió su definitiva consistencia militar. Granada sucumbió
en 1492, dejando libre la potencialidad de Castilla en el mismo momento en que
Francia planteaba de nuevo el problema de Italia. Ello permitió a Fernando el
Católico obtener excelentes bazas en el juego diplomático europeo. Sin lucha,
logró de Carlos VIII la devolución del Rosellón y de la Cerdaña (1493),
condados que desde el anterior reinado habían estado ocupados por Francia, Así
quedó cerrado este peligroso boquete en la frontera pirenaica de la Corona de
Aragón. En el futuro, con el apoyo castellano, el monarca pudo lanzarse a las
empresas italianas con una seguridad en las evoluciones de que habían carecido
sus precursores aragoneses, incluso su tío Alfonso el Magnánimo. Ora aliándose
con los reyes de Francia, ora confabulándose contra ellos con la Santa Sede y
los potentados italianos, logró rescatar de la rama bastarda aragonesa el reino
de Nápoles, bastión oriental de la expansión mediterránea catalanoaragonesa
(1504). En este juego fue decisiva la aparición del ejército castellano en los
teatros de guerra del continente, en los que debía señorear durante siglo y
medio. El problema italiano condujo, poco después, a una coyuntura tal, que al
Rey Católico le fue posible intervenir en Navarra para reivindicar este país
para Castilla (1512). Este nuevo paso remachó la seguridad hispánica en los
Pirineos, eliminando un terreno propicio para las maniobras francesas. Sin
embargo, Navarra no perdió su régimen privativo; su incorporación a la corona
castellana se hizo, por excepción, con la misma modalidad autonómica que había
presidido la política integradora de los grandes monarcas de la Casa de
Barcelona.
La
atracción de la política mediterránea de la Corona catalanoaragonesa planteó
pala Castilla el problema de Europa en sentido diametralmente opuesto al que
había presidido su evolución medieval, o sea en contra de los intereses de
Francia, su fiel aliada desde los tiempos de Enrique II Trastámara. Los Reyes
Católicos concertaron una activa alianza con los duques de Borgoña y a través
de ellos con el Imperio alemán. En definitiva, con la Casa de Austria, que en
la cabeza de Maximiliano detentaba entonces ducado y corona imperial. Este
pacto; preñado de graves augurios, no constituía en la política de aquellos
monarcas más que uno de los hilos maestros de su trama diplomática; los otros
se apoyaban en Inglaterra y Portugal.
Como
hemos apuntado al referirnos a la incorporación de Navarra a la Corona
castellana, la monarquía de los Reyes Católicos ofreció, en principio, a todos
los pueblos peninsulares idénticas oportunidades en el seno de la nueva
ordenación hispánica. Es preciso decir que el portavoz de esta política fue don
Fernando, Isabel se sintió fiel al sentido integracionista de la monarquía
castellana, como se demostró en la sujeción de Galicia a comienzos del reinado.
Su esposo practicó el dualismo administrativo (creación del Consejo de Aragón,
1494) y consolidó el gobierno pactista en Cataluña y la Corona de Aragón. En
este aspecto su juego político fue muy superior al de los monarcas de su época,
puesto que conjugó un respeto verdadero a las instituciones de sus Estados
patrimoniales con el pleno ejercicio de su autoridad regia (autoritarismo monárquico).
Su concepción pluralista de la Monarquía hispánica no fue óbice para que
tendiera a impulsar la asimilación de familias e instituciones catalanas y
aragonesas por sus similares castellanas, como en el caso del Tribunal del
Santo Oficio, cuya jurisdicción fue única para España, o bien la difusión en
Castilla de algunas instituciones mercantiles y gremiales catalanas, como
sucedió en la fundación de los consulados de Burgos y Bilbao.
A
pesar de esta acción, fue difícil vencer las resistencias tradicionales que
delimitaban las esferas de influencia de las respectivas Coronas. Así hubo una
política oceánica vinculada a Castilla y una política norteafricana
circunscrita a Cataluña-Aragón. Aunque la Corte empleara indistintamente
hombres y recursos castellanos y aragoneses para alcanzar sus fines, el
descubrimiento de América (1492) fue concebido como una empresa de la Corona
castellana, como un monopolio que ésta habrá de defender a ultranza en favor de
sus súbditos. Una interpretación más justa y usual del problema la dio Fernando
el Católico durante su regencia, y no sólo en el caso de América, sino también
en el de Africa Menor. Si la conquista de Orán, Argel y Trípoli (1509-1511) se
desarrolló bajo los auspicios aragoneses, ello no fue obstáculo para la
intervención de nutridos efectivos militares movilizados por el cardenal
Cisneros en su calidad de arzobispo de Toledo.
La
presencia de Castilla en las empresas mediterráneas revela que este país pudo
aprovechar en grado máximo las oportunidades ofrecidas por los Reyes Católicos.
Desde el primer momento adquirió el lugar preponderante en la Monarquía hispánica,
no sólo por su territorio y población, sino por la decadencia coetánea de
Cataluña, todavía convaleciente de la obstinada furia revolucionaria en que había
disipado sus recursos. Valencia, rica, próspera y culta, habría podido ocupar
el lugar de mando ejercido hasta entonces por el Principado en la fachada
mediterránea peninsular, pero se limitó a servir de puerta hispánica del
Renacimiento y a vaciar su generosa bolsa en los siempre exhaustos cofres del
erario real. Por otra parte, muy pronto se rindió a los efluvios de la cultura
castellana, en su precoz acatamiento de lo que había de ser la realidad hispánica
en los siglos XVII y XVIII.
Esta
situación de base inclinó a los Reyes Católicos a centrar su actuación en
Castilla, tanto más cuanto aquí faltaban los parapetos legales que en la Corona
de Aragón y Navarra frenaban los deseos de la monarquía. He aquí una tendencia
que tuvo incalculables consecuencias, ya que comenzaron a aplicarse en todos
los territorios de España soluciones políticas a problemas que sólo afectaban
al reino castellano o que sólo en Castilla habían alcanzado virulencia. Uno de
ellos, el de la subsistencia de las comunidades judías, y, a su lado, el de la
infiltración de los conversos en los organismos directivos del país, provocó el
establecimiento de la Inquisición en los primeros años del gobierno de los
Reyes Católicos y, más adelante, el decreto de expulsión de los hebreos de la
Monarquía hispánica (1492). La primera gran depuración española procuró la
unidad de fe en torno a la Iglesia católica, engrandecida por tres siglos de
dirección espiritual y militar de la Reconquista; pero eliminó de la vida
social a los únicos grupos que habrían podido recoger en Castilla el impulso
del primer capitalismo; socavó la prosperidad de muchos municipios, y movilizó
una cantidad enorme de riquezas, gran parte de las cuales se aplicaron al
financiamiento de la política exterior de los Reyes Católicos y otra se disipó
en manos de la aristocracia y de los funcionarios encargados de la incautación
de los bienes de huidos y expulsos. La oleada de espanto que levantaron estas
medidas repercutiría en un futuro próximo en la mentalidad castellana, tan
pronto echaran raíces las catacumbas de judaizantes y criptoconversos y
afluyera a la escena pública, con el sentido de la honra, la necesidad de
legitimar la sangre.
Los
mismos principios de rígida vigilancia e insalvable intransigencia se aplicaron
a la población morisca de antiguo cuño o a los mudéjares de reciente
incorporación. Durante unos años no se acudió al empleo de medidas drásticas.
Pero en 1502 se decidió eliminar toda disidencia confesional, y los musulmanes
granadinos, a la par que los de Castilla, dejaron de existir como minoría
ilegal. Se ordenó que se convirtieran al cristianismo o se marcharan del país.
Ni qué decir tiene que se convirtieron en masa, con el inevitable resultado de
crear un núcleo inasimilable y pronto a toda acción subversiva. En conjunto,
quedaron en toda la Monarquía trescientos mil moriscos, de los cuales la mitad
en la Corona de Aragón.
Rozamos
en este momento el fondo de la política social de los Reyes Católicos. El
liberalismo de que dio pruebas don Fernando en la resolución del pleito de los
remensas catalanes mediante la Sentencia arbitral de Guadalupe (1486), forzada
hasta cierto punto por una sangrienta sublevación campesina, fue una molécula
perdida en el océano de medidas filoaristocráticas propias de este reinado en
Castilla. A pesar del aliento que la realeza procuró insuflar en las clases
medias, la nobleza castellana continuó incólume en sus privilegiadas posiciones
políticas y territoriales. Desde luego, tuvo que renunciar a las expoliaciones
cometidas en el patrimonio real desde 1466, pero en cambio recibió absoluta
seguridad por las anteriores (que eran las más importantes); renunció,
asimismo, a manejar a su antojo los asuntos del país, a su fiera independencia
cantonal, a sus reductos de las Ordenes Militares. Pero tras la fachada del
autoritarismo monárquico, tras la aparente sumisión política a la Corona de la
nobleza, ésta se irguió, desde sus encomiendas, señoríos y latifundios, como
gran dominadora del país, robustecida por continuas concesiones de grandeza,
repartos de tierras (las de Granada) y establecimiento de mayorazgos. Estos
hechos comprometieron el futuro de la agricultura castellana. La facilidad del
negocio lanero, en que tantos intereses económicos había acumulado la
aristocracia y tantas soluciones fiscales arbitrado la Corte, determinó la
consolidación de los privilegios de la Mesta, con su inevitable secuela de
ampliación de eriales y cotos cerrados a la actividad agrícola. Desde 1502 fue
preciso tasar los granos, porque la producción del campo no respondía a las
necesidades de la población; desde entonces, el espectro del hambre no dejó de
amenazar a Castilla.
Sobre
tan débiles bases agrarias era imposible levantar un sólido edificio económico.
Los Reyes Católicos favorecieron la industria y el comercio mediante
disposiciones proteccionistas; pero no practicaron una política mercantilista
coherente. Esta, por otra parte, era imposible en un país donde faltaban
capitales para aplicar a la producción. El descubrimiento de las tierras
americanas era todavía demasiado reciente para pensar en el aprovechamiento de
sus secretos tesoros para la expansión industrial. Más adelante, las guerras
exteriores y la miseria agrícola dilapidarían el oro que la fortuna brindó tan
pródigamente a Castilla.
Reinado,
en suma, complejo e interesante, muy alejado de la nota monolítica con que
suele ser juzgado por tirios y troyanos. Espléndido en sus empresas exteriores,
sobre todo en la ejecución del descubrimiento americano, y vacilante en sus
objetivos internos, porque eran muchas y notables las contradicciones
existentes entre los distintos reinos que formaban la nueva Monarquía y entre
las diferentes clases sociales de cada país. Pero al final, en el ritmo
prometedor de la primera oleada de recuperación económica de Europa, se produce
una sensación de bienestar y de riqueza, que incluso repercute en la decaída
Cataluña. Ello permite las realizaciones arquitectónicas de la época —el
plateresco primerizo— y la apertura cultural de un Cisneros en Alcalá. El
humanismo castellano florece contemporáneamente al establecimiento de la Monarquía
hispánica y la colorea con sus arrebatos de imperial grandeza.
Este texto está extraído de la "aproximación a la historia de españa" de Jaume Vicens Vives. Es una mera transcripción. Que lo diga el que lo ha colgado hombre
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