sábado, 6 de abril de 2013

15. La ordenación hispánica por los Reyes Católicos


 La ordenación hispánica
 por los Reyes Católicos
 

            Terminó la guerra civil castellana en 1479. A principios del mismo año había muerto Juan II de Aragón. Su hijo Fernando y su nuera Isabel, los llamados Reyes Católicos (1479-1504), inician desde entonces el gobierno mancomunado de las coronas de Aragón y Castilla bajo una misma dinastía. Ni nada más, ni nada menos. Es inútil poner adjetivos románticos a un hecho de tanto relieve. Vista desde el extranjero la antigua Hispania (de la que aún quedaba separada Portugal) tenía ya una sola voz y una sola voluntad. Y ello bastaba.
            Un cierto clima de hermandad entre los pueblos reunidos bajo el mismo cetro presidió este gobierno. Es preciso decir que fue más intensamente sentido en el Mediterráneo que en la Meseta, sobre todo en los años de la regencia de don Fernando (1504-1516). En todo caso, unos y otros se beneficiaron igualmente de la dirección mancomunada de los asuntos bélicos, internos y externos. Resuelto el secular problema fronterizo aragonés, que hasta entonces había maniatado a Castilla, ésta pudo asestar un durísimo golpe al último reducto del Islam en la Península. En el transcurso de una ruda guerra de once anos, el territorio de los Nazaríes de Granada fue conquistado por el ejército castellano, que en esta porfiada empresa adquirió su definitiva consistencia militar. Granada sucumbió en 1492, dejando libre la potencialidad de Castilla en el mismo momento en que Francia planteaba de nuevo el problema de Italia. Ello permitió a Fernando el Católico obtener excelentes bazas en el juego diplomático europeo. Sin lucha, logró de Carlos VIII la devolución del Rosellón y de la Cerdaña (1493), condados que desde el anterior reinado habían estado ocupados por Francia, Así quedó cerrado este peligroso boquete en la frontera pirenaica de la Corona de Aragón. En el futuro, con el apoyo castellano, el monarca pudo lanzarse a las empresas italianas con una seguridad en las evoluciones de que habían carecido sus precursores aragoneses, incluso su tío Alfonso el Magnánimo. Ora aliándose con los reyes de Francia, ora confabulándose contra ellos con la Santa Sede y los potentados italianos, logró rescatar de la rama bastarda aragonesa el reino de Nápoles, bastión oriental de la expansión mediterránea catalanoaragonesa (1504). En este juego fue decisiva la aparición del ejército castellano en los teatros de guerra del continente, en los que debía señorear durante siglo y medio. El problema italiano condujo, poco después, a una coyuntura tal, que al Rey Católico le fue posible intervenir en Navarra para reivindicar este país para Castilla (1512). Este nuevo paso remachó la seguridad hispánica en los Pirineos, eliminando un terreno propicio para las maniobras francesas. Sin embargo, Navarra no perdió su régimen privativo; su incorporación a la corona castellana se hizo, por excepción, con la misma modalidad autonómica que había presidido la política integradora de los grandes monarcas de la Casa de Barcelona.
            La atracción de la política mediterránea de la Corona catalanoaragonesa planteó pala Castilla el problema de Europa en sentido diametralmente opuesto al que había presidido su evolución medieval, o sea en contra de los intereses de Francia, su fiel aliada desde los tiempos de Enrique II Trastámara. Los Reyes Católicos concertaron una activa alianza con los duques de Borgoña y a través de ellos con el Imperio alemán. En definitiva, con la Casa de Austria, que en la cabeza de Maximiliano detentaba entonces ducado y corona imperial. Este pacto; preñado de graves augurios, no constituía en la política de aquellos monarcas más que uno de los hilos maestros de su trama diplomática; los otros se apoyaban en Inglaterra y Portugal.
            Como hemos apuntado al referirnos a la incorporación de Navarra a la Corona castellana, la monarquía de los Reyes Católicos ofreció, en principio, a todos los pueblos peninsulares idénticas oportunidades en el seno de la nueva ordenación hispánica. Es preciso decir que el portavoz de esta política fue don Fernando, Isabel se sintió fiel al sentido integracionista de la monarquía castellana, como se demostró en la sujeción de Galicia a comienzos del reinado. Su esposo practicó el dualismo administrativo (creación del Consejo de Aragón, 1494) y consolidó el gobierno pactista en Cataluña y la Corona de Aragón. En este aspecto su juego político fue muy superior al de los monarcas de su época, puesto que conjugó un respeto verdadero a las instituciones de sus Estados patrimoniales con el pleno ejercicio de su autoridad regia (autoritarismo monárquico). Su concepción pluralista de la Monarquía hispánica no fue óbice para que tendiera a impulsar la asimilación de familias e instituciones catalanas y aragonesas por sus similares castellanas, como en el caso del Tribunal del Santo Oficio, cuya jurisdicción fue única para España, o bien la difusión en Castilla de algunas instituciones mercantiles y gremiales catalanas, como sucedió en la fundación de los consulados de Burgos y Bilbao.
            A pesar de esta acción, fue difícil vencer las resistencias tradicionales que delimitaban las esferas de influencia de las respectivas Coronas. Así hubo una política oceánica vinculada a Castilla y una política norteafricana circunscrita a Cataluña-Aragón. Aunque la Corte empleara indistintamente hombres y recursos castellanos y aragoneses para alcanzar sus fines, el descubrimiento de América (1492) fue concebido como una empresa de la Corona castellana, como un monopolio que ésta habrá de defender a ultranza en favor de sus súbditos. Una interpretación más justa y usual del problema la dio Fernando el Católico durante su regencia, y no sólo en el caso de América, sino también en el de Africa Menor. Si la conquista de Orán, Argel y Trípoli (1509-1511) se desarrolló bajo los auspicios aragoneses, ello no fue obstáculo para la intervención de nutridos efectivos militares movilizados por el cardenal Cisneros en su calidad de arzobispo de Toledo.
            La presencia de Castilla en las empresas mediterráneas revela que este país pudo aprovechar en grado máximo las oportunidades ofrecidas por los Reyes Católicos. Desde el primer momento adquirió el lugar preponderante en la Monarquía hispánica, no sólo por su territorio y población, sino por la decadencia coetánea de Cataluña, todavía convaleciente de la obstinada furia revolucionaria en que había disipado sus recursos. Valencia, rica, próspera y culta, habría podido ocupar el lugar de mando ejercido hasta entonces por el Principado en la fachada mediterránea peninsular, pero se limitó a servir de puerta hispánica del Renacimiento y a vaciar su generosa bolsa en los siempre exhaustos cofres del erario real. Por otra parte, muy pronto se rindió a los efluvios de la cultura castellana, en su precoz acatamiento de lo que había de ser la realidad hispánica en los siglos XVII y XVIII.
            Esta situación de base inclinó a los Reyes Católicos a centrar su actuación en Castilla, tanto más cuanto aquí faltaban los parapetos legales que en la Corona de Aragón y Navarra frenaban los deseos de la monarquía. He aquí una tendencia que tuvo incalculables consecuencias, ya que comenzaron a aplicarse en todos los territorios de España soluciones políticas a problemas que sólo afectaban al reino castellano o que sólo en Castilla habían alcanzado virulencia. Uno de ellos, el de la subsistencia de las comunidades judías, y, a su lado, el de la infiltración de los conversos en los organismos directivos del país, provocó el establecimiento de la Inquisición en los primeros años del gobierno de los Reyes Católicos y, más adelante, el decreto de expulsión de los hebreos de la Monarquía hispánica (1492). La primera gran depuración española procuró la unidad de fe en torno a la Iglesia católica, engrandecida por tres siglos de dirección espiritual y militar de la Reconquista; pero eliminó de la vida social a los únicos grupos que habrían podido recoger en Castilla el impulso del primer capitalismo; socavó la prosperidad de muchos municipios, y movilizó una cantidad enorme de riquezas, gran parte de las cuales se aplicaron al financiamiento de la política exterior de los Reyes Católicos y otra se disipó en manos de la aristocracia y de los funcionarios encargados de la incautación de los bienes de huidos y expulsos. La oleada de espanto que levantaron estas medidas repercutiría en un futuro próximo en la mentalidad castellana, tan pronto echaran raíces las catacumbas de judaizantes y criptoconversos y afluyera a la escena pública, con el sentido de la honra, la necesidad de legitimar la sangre.
            Los mismos principios de rígida vigilancia e insalvable intransigencia se aplicaron a la población morisca de antiguo cuño o a los mudéjares de reciente incorporación. Durante unos años no se acudió al empleo de medidas drásticas. Pero en 1502 se decidió eliminar toda disidencia confesional, y los musulmanes granadinos, a la par que los de Castilla, dejaron de existir como minoría ilegal. Se ordenó que se convirtieran al cristianismo o se marcharan del país. Ni qué decir tiene que se convirtieron en masa, con el inevitable resultado de crear un núcleo inasimilable y pronto a toda acción subversiva. En conjunto, quedaron en toda la Monarquía trescientos mil moriscos, de los cuales la mitad en la Corona de Aragón.
            Rozamos en este momento el fondo de la política social de los Reyes Católicos. El liberalismo de que dio pruebas don Fernando en la resolución del pleito de los remensas catalanes mediante la Sentencia arbitral de Guadalupe (1486), forzada hasta cierto punto por una sangrienta sublevación campesina, fue una molécula perdida en el océano de medidas filoaristocráticas propias de este reinado en Castilla. A pesar del aliento que la realeza procuró insuflar en las clases medias, la nobleza castellana continuó incólume en sus privilegiadas posiciones políticas y territoriales. Desde luego, tuvo que renunciar a las expoliaciones cometidas en el patrimonio real desde 1466, pero en cambio recibió absoluta seguridad por las anteriores (que eran las más importantes); renunció, asimismo, a manejar a su antojo los asuntos del país, a su fiera independencia cantonal, a sus reductos de las Ordenes Militares. Pero tras la fachada del autoritarismo monárquico, tras la aparente sumisión política a la Corona de la nobleza, ésta se irguió, desde sus encomiendas, señoríos y latifundios, como gran dominadora del país, robustecida por continuas concesiones de grandeza, repartos de tierras (las de Granada) y establecimiento de mayorazgos. Estos hechos comprometieron el futuro de la agricultura castellana. La facilidad del negocio lanero, en que tantos intereses económicos había acumulado la aristocracia y tantas soluciones fiscales arbitrado la Corte, determinó la consolidación de los privilegios de la Mesta, con su inevitable secuela de ampliación de eriales y cotos cerrados a la actividad agrícola. Desde 1502 fue preciso tasar los granos, porque la producción del campo no respondía a las necesidades de la población; desde entonces, el espectro del hambre no dejó de amenazar a Castilla.
            Sobre tan débiles bases agrarias era imposible levantar un sólido edificio económico. Los Reyes Católicos favorecieron la industria y el comercio mediante disposiciones proteccionistas; pero no practicaron una política mercantilista coherente. Esta, por otra parte, era imposible en un país donde faltaban capitales para aplicar a la producción. El descubrimiento de las tierras americanas era todavía demasiado reciente para pensar en el aprovechamiento de sus secretos tesoros para la expansión industrial. Más adelante, las guerras exteriores y la miseria agrícola dilapidarían el oro que la fortuna brindó tan pródigamente a Castilla.
            Reinado, en suma, complejo e interesante, muy alejado de la nota monolítica con que suele ser juzgado por tirios y troyanos. Espléndido en sus empresas exteriores, sobre todo en la ejecución del descubrimiento americano, y vacilante en sus objetivos internos, porque eran muchas y notables las contradicciones existentes entre los distintos reinos que formaban la nueva Monarquía y entre las diferentes clases sociales de cada país. Pero al final, en el ritmo prometedor de la primera oleada de recuperación económica de Europa, se produce una sensación de bienestar y de riqueza, que incluso repercute en la decaída Cataluña. Ello permite las realizaciones arquitectónicas de la época —el plateresco primerizo— y la apertura cultural de un Cisneros en Alcalá. El humanismo castellano florece contemporáneamente al establecimiento de la Monarquía hispánica y la colorea con sus arrebatos de imperial grandeza.

1 comentario:

  1. Este texto está extraído de la "aproximación a la historia de españa" de Jaume Vicens Vives. Es una mera transcripción. Que lo diga el que lo ha colgado hombre

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